Los elementos químicos y la tabla periódica
Los elementos químicos son los bloques que construyen nuestro Universo, forman todas las clases de objetos vivos o inertes, al menos los que conocemos, están formados por elementos. Un elemento químico se define técnicamente de la siguiente forma: “son sustancias puras formadas por una sola clase de átomos, que no se pueden dividir en sustancias más simples, ni por métodos físicos ni químicos comunes”. Cada elemento químico posee sus propias características físicas y químicas.
Algunos elementos químicos se conocen desde la antigüedad y muchos otros han sido descubiertos y descritos en los últimos siglos.
Con el tiempo se fue construyendo una nutrida lista de elementos químicos con sus respectivas propiedades, algunos muy diferentes entre sí y otros con importantes similitudes, de forma que se hizo cada vez más patente la necesidad de un sistema que agrupara y organizara de forma sistemática a los elementos químicos, es con ese espíritu que surgen una serie de propuestas que finalmente culminarían con la actual tabla periódica de los elementos.
Uno de esos primeros intentos fueron las triadas de Doberainer, las cuales agrupaban a ciertos elementos en grupos de tres, ya que estos compartían ciertas similitudes importantes. Algunas triadas eran: (litio, sodio y potasio), (calcio, estroncio y bario), entre otras, no obstante este tipo de clasificación no explicaba muchas cosas y dejaba por fuera a muchos elementos, por lo cual debía seguirse buscando otra explicación mejor.
Un aporte muy importante la fue la famosa ley de las octavas de Newlands en la cual el demostró que cada ocho elementos las propiedades de los elementos tendían a repetirse, de hecho comparó este hecho con la escala de notas musicales en donde la primera nota es do y la octava nota también es do, de esta forma Newlands pretendía relacionar de forma elegante la música (arte) y la ciencia (química), lamentablemente esta ley no aplicaba para todos los elementos, incluso fue ridiculizada por algunos miembros de la comunidad científica de aquella época. No obstante en realidad aunque de forma incompleta Newlands había descubierto lo que más adelante se llegaría a conocer como la ley periódica. Es por esa razón que 23 años después de proponer su ley finalmente recibe el debido reconocimiento al recibir la medalla Davy, que es el mayor honor otorgado por la Royal Society de Ciencias.
El desarrollo de la electroquímica por Humphry Davy y Michael Faraday contribuyó a detectar nuevos elementos químicos ya que permitió separar compuestos químicos que no se podían separar con otros métodos, mediante la electrólisis separaraban los elementos de un com,puesto con una corriente eléctrica, como la sepración del agua en oxígeno e hidrógeno. El espectroscopio desarrollado por Bunsen y Kirchhoff, permitía observar un patrón de barras discontinuas de colores única para cada elemento químico, como una especie de huella digital de cada elemento, esto también permitió la identificación y el descubrimiento de nuevos elementos.
Más tarde en el año de 1869 el científico ruso Dimitri Mendeleiev construyo la primera tabla periódica de los elementos que funcionaba de forma muy similar a la actual, acomodaba a los elementos en orden creciente de peso atómico, dicha tabla era muy similar a la propuesta por el alemán Meyer, quien trabajó de forma independiente, no obstante el arreglo de Mendeleiev fue el más aceptado.
La tabla de Mendeleiev a pesar de que mostraba ciertas inconsistencias funcionaba de forma admirable, ya que incluso dejaba espacios vacíos para elementos aún no descubiertos y predecía con mucha exactitud las propiedades del elemento sin descubrir, un ejemplo es el germanio, el cual fue predicho por la tabla de Mendeleiev, cuando se descubrió en el año de 1886 en Alemania se constató que sus propiedades eran muy cercanas a las predichas por Mendeleiev.
En 1913 un científico inglés llamado Henry Moseley aprovechándose de los recién descubiertos rayos X, montó un experimento para determinar la carga positiva del núcleo atómico de cada uno de los elementos químicos, a este valor le llamó número atómico (se representa con la letra Z), logró demostrar que este valor era único para cada elemento y que empezaba en uno con el hidrógeno y aumentaba de forma regular en cada elemento de uno en uno, de esta forma todo encajó a la perfección y finalmente se acomodó a los elementos en la tabla periódica por orden creciente de número atómico, tal y como está en la actualidad. Lamentablemente Henry Moseley murió producto de la primera guerra mundial a la cual fue enviado a combatir, debido a esta trágica pérdida Inglaterra decretó una ley que impide que sus científicos se han enviados a combatir en las guerras.
Organización de la tabla periódica de los elementos
La tabla periódica de los elementos se organiza en siete filas horizontales llamadas períodos y en dieciocho filas verticales llamadas grupos, familias o columnas. A lo largo de un período las propiedades de los elementos se diferencian y a lo largo de una columna las propiedades de los elementos se parecen.
La tabla periódica divide a los elementos en dos grandes grupos: metales y no metales, para esto una línea separa a ambas clases de elementos, a la derecha los no metales y la izquierda los metales que resultan ser el grupo más numeroso.
Existe un tercer grupo de elementos que se encuentran en la zona limítrofe entre metales y no metales y poseen propiedades intermedias entre una clase y la otra, a estos se les llama metaloides, algunos de ellos son el boro, el silicio y el germanio.
Veamos primeramente las propiedades físicas y químicas de los metales:
Por lo general los metales presentan las siguientes propiedades físicas:
- Son duros.
- Son buenos conductores de la electricidad.
- Son buenos conductores térmicos (del calor).
- La mayoría son grises en distintos tonos, ya sea gris claro o gris oscuro, algunas excepciones son el oro que es amarillo y el cobre que es rojizo.
- La mayoría son sólidos a temperatura ambiente (25 °C), excepto el mercurio que es un líquido. No existe ningún metal gaseoso a temperatura ambiente.
- Son dúctiles y maleables.
- Son brillantes, es decir reflejan la luz si los pulen.
- Poseen alta densidad.
- Poseen altos puntos de fusión (el elemento con mayor punto de fusión es el wolframio o tungsteno (W) que funde a los 3422 °C.
Propiedades químicas de los metales:
- Reaccionan con el hidrógeno para formar hidruros.
- Reaccionan con el radical hidroxilo (OH-) para formar bases o hidróxidos.
- Reaccionan con los halógenos (grupo VII A) para formar sales.
- Reaccionan con algunos de los elementos de los grupos V A y VI A para formar sales.
- Reaccionan con el oxígeno para formar óxidos.
- Prácticamente no reaccionan entre ellos.
- Si se funden entre sí forman aleaciones como el acero o el bronce.
- Los más pesados por lo general son radiactivos.
- Tienden a perder electrones.
Propiedades de los no metales
Las propiedades de los metales suelen ser contrarias a las de los no metales.
Propiedades físicas de los no metales:
- Los que son sólidos a temperatura ambiente como el carbono, el azufre, el fósforo y el arsénico, son suaves o quebradizos.
- Son malos conductores eléctricos.
- Son malos conductores térmicos.
- Son de colores variados por ejemplo el cloro es un gas amarillo verdoso, el bromo es un líquido rojo, el yodo es violeta, el carbono es negro (grafito) e incoloro (forma cristalina de diamante), el azufre es amarillo, hay dos tipos de fósforo uno rojo y otro blanco.
- Existen en los tres estados de la materia, el carbono, azufre, yodo, fósforo, arsénico son sólidos, el bromo es líquido y muchos son gases como el nitrógeno, el oxígeno, el cloro, el flúor, y los gases nobles.
- No son dúctiles ni maleables.
- Son opacos.
- Poseen baja densidad.
- Poseen por lo general bajos puntos de fusión.
Propiedades químicas de los no metales.
- Reaccionan con el hidrógeno formando gases que disueltos en agua se tornan ácidos.
- Reaccionan con los metales formando sales, especialmente con los metales alcalinos.
- Reaccionan con los radicales oxigenados formando ácidos.
- Reaccionan con el oxígeno formando óxidos no metálicos.
- Reaccionan entre sí formando compuestos químicos entre no metales.
- Muy pocos de ellos son radiactivos.
- Son muy reactivos (excepto los gases nobles), algunos de ellos forman moléculas diatómicas como el oxígeno O2, nitrógeno N2, Flúor F2, cloro Cl2, etc.
- Tienden a ganar electrones.
Algunas propiedades de los metaloides:
- Poseen propiedades físicas y químicas intermedias entre metal y no metal.
- Algunos de ellos como el silicio y el germanio son semiconductores es decir, conducen la corriente eléctrica en un sentido y en el otro no. Esta propiedad resulta especialmente valiosa en la industria de los componentes electrónicos para la fabricación de microchips de computadora, transistores, diodos, resistores, etc.
Elementos representativos, transición y tierras raras
También la tabla periódica clasifica a los elementos en tres grandes grupos que son: representativos (del IA al VIII A), metales de transición (del IB al VIIIB), y en tierras raras (lantánidos y actínidos).
Esta clasificación se debe a lo que se denomina configuración electrónica de los elementos, pero este es un tema que se desarrollará en décimo año.
Este blog fue creado con el fin de proveer material de apoyo a la clase de ciencias de secundaria del prof. Giovanni Marín M. del Liceo Rodrigo Hernández Vargas, de Barva de Heredia, Costa Rica. Aquí encontraras imágenes, videos, textos y otros, que te ayudarán a preparate mejor en tu clase de Ciencias, espero te sean de provecho.
miércoles, 20 de junio de 2012
jueves, 14 de junio de 2012
Sobre el trabajo extra-clase de los nombres de los elementos químicos
Jóvenes por ahí encontré en la red una página que quizás les pueda ayudar en su trabajo extra-clase, espero les sirva, saludos.
http://www.uv.es/jaguilar/elementos/elementos.html
http://www.uv.es/jaguilar/elementos/elementos.html
miércoles, 6 de junio de 2012
La Búsqueda de los elementos químicos por Isaac Asimov
Isaac Asimov uno de mis autores favoritos, prolífico divulgador de la ciencia y autor de ciencia ficción como la serie Fundación y Yo Robot.
Aquí les dejo un hermoso libro del señor Asimov sobre el avance de la humanidad en el entendimiento de los elementos químicos desde los cuatro elementos de los griegos: aire, agua, tierra y fuego hasta la tabla periódica de los elementos actual. Que lo disfruten.
Capítulo 1
El Prodigio de los Griegos
Hace veintiséis siglos, en el año 640 a de JC, nació uno de los hombres más notables de
toda la Historia. Se llamaba Tales, y había nacido en la ciudad de Mileto, en la costa
occidental de Asia Menor, que en aquel tiempo formaba parte de Grecia.
Tales poseía la clase de mente que se ocupa de todo, y con brillantes resultados. Como
hombre de Estado, persuadió a las diversas ciudades griegas de la Jonia a unirse para
protegerse mutuamente contra los reinos no griegos del interior de Asia Menor. Como
científico, realizó importantes descubrimientos en Matemáticas y Astronomía. En realidad,
Tales puede ser considerado el fundador del razonamiento matemático. Elaboró un sistema
para derivar nuevas verdades matemáticas de aquellas ya conocidas. Este método, llamado
deducción (del latín deductio, onem, que significa llevar, conducir), constituye la base de las
matemáticas modernas, por lo que Tales, puede ser considerado como el primer auténtico
matemático.
Tales aprendió Astronomía de los babilonios, cuyos estudios sobre los cielos les permitieron
confeccionar un calendario de las estaciones y explicar los eclipses de sol.
A los pueblos antiguos, el súbito oscurecimiento de la Tierra por el eclipse era algo que
resultaba aterrador. Suponían que algún monstruo se estaba tragando al Sol. La gente salía
corriendo de sus casas hasta la plaza del pueblo, golpeando recipientes y gritando
atronadoramente para espantar al monstruo. Dado que el Sol siempre reaparecía al cabo de
unos minutos, los golpeadores de recipientes estaban seguros de que eran sus esfuerzos los
que habían salvado al Sol.
Los astrónomos babilonios fueron los primeros en descubrir que la Luna, al pasar delante del
Sol, era responsable de los eclipses. Después de haber calculado los movimientos de la Luna
y el Sol, los astrónomos asombraban a la gente prediciendo con exactitud cuándo tendría
lugar un eclipse.
Tales, después de regresar a su país desde Babilonia, presentó la nueva astronomía a los
griegos. El año 586 a. de JC, predijo que tendría lugar, en Jonia, un eclipse total de Sol.
Cuando sucedió, el eclipse se produjo en el momento en que los ejércitos de dos pueblos
cercanos, los medos y los lidios, estaban a punto de entrar en combate. Ambos ejércitos
quedaron tan asustados por el oscurecimiento del Sol que, inmediatamente, firmaron un
tratado de paz.
Tales fue conocido en toda Grecia como un gran estudioso. Cuando los escritores griegos
redactaron unas listas de sus «siete sabios», todos ellos pusieron a Tales de Mileto en el
primer lugar de la lista.
Fue el primer «filósofo» griego (lo cual significaba «amante de la sabiduría»). Hubo quienes
se mofaron de su inclinación filosófica y le decían: «Si eres tan sabio, ¿por qué no eres
rico?» Tales, según sigue el relato, silenció a aquellos burlones con un perspicaz asunto de
negocios. Tras deducir, conforme a sus estudios, que el clima del próximo año sería bueno
para la cosecha de aceitunas, compró todas las prensas (empleadas para extraer el aceite
de oliva) y, después, exigió elevados precios por su empleo. Aquel golpe de audacia le
convirtió en un hombre rico. Pero pronto dejó los negocios. Como filósofo, amaba la
sabiduría más que el dinero.
También fue el original «profesor distraído». Una noche, mientras andaba por la carretera
estudiando las estrellas, se cayó en una zanja. Una criada que le ayudó a salir de allí, se rió
de él:
—He aquí un hombre que desea estudiar el Universo y que, sin embargo, no puede ver
dónde pone sus propios pies...
Y era realmente cierto lo de que Tales deseaba estudiar el Universo. En realidad, de todas
sus contribuciones a la Ciencia, quizá la más notable radicó en el planteamiento de una
sencilla pero profunda pregunta: ¿De qué está hecho el Universo? Los hombres han estado
persiguiendo la contestación a esta pregunta de Tales durante miles de años, a partir del
momento en que la planteó por vez primera.
La historia de la búsqueda para responder a esta pregunta constituye una de las mayores
historias de detectives de la Ciencia. Y es la historia con la que este libro se halla
relacionado.
LOS ELEMENTOS GRIEGOS
Tales deseaba saber: ¿De qué materia está hecho el Sol, la Luna, las estrellas, la Tierra, las
rocas, el mar, el aire y los seres vivos sobre el planeta? Resultaba la cosa más natural del
mundo suponer (e incluso los científicos modernos lo han supuesto así), que si se rompen
todas las cosas hasta su última naturaleza, se encontraría que todas ellas estaban formadas
por una sustancia simple, es decir, de un elemental bloque de construcción.
La palabra «elemento» procede de la palabra latina elementum. Nadie conoce el origen de
esta palabra latina. Una sugerencia es que los romanos dijeran de algo que era «tan sencillo
como L-M-N-», lo mismo que nosotros decimos «fácil como el A-B-C». De cualquier forma,
elementum llegó a significar algo simple con el que están hechas las cosas complejas.
Tales, tras mucho pensar, decidió que el elemento del que estaba hecho todo el Universo era
el agua. En primer lugar, existe una gran cantidad de agua sobre la Tierra, auténticos
océanos de ella. En segundo lugar, cuando el agua se evapora, aparentemente, se convierte
en aire. El agua, de modo parecido, parece volver a transformarse en agua en forma de
lluvia. Finalmente, el agua que cae al suelo puede, llegado el caso, endurecerse, pensó, y de
esta manera convertirse en suelo y rocas.
Otros griegos tomaron la interesante especulación de Tales, y llegaron a diferentes
conclusiones. Su propio discípulo, Anaximandro, pensó que el agua no podía ser,
posiblemente, el bloque edificador del Universo, porque sus propiedades eran demasiado
específicas. Los materiales que todos conocían resultaban variados y poseían numerosas
propiedades contradictorias. Algunos eran húmedos y otros secos; algunos fríos y otros
calientes. Ninguna sustancia conocida podía combinar todas esas opuestas cualidades. Por
tanto, el elemento básico del Universo debería ser alguna misteriosa sustancia que no se
pareciese a ninguna con la que el hombre estuviese familiarizado.
Anaximandro, naturalmente, no podía describir esa sustancia, pero le dio un nombre:
apeiron. Sostuvo que el Universo se había formado de la unión de un suministro ilimitado de
apeiron. Algún día siempre y cuando el Universo fuese destruido, todo se convertiría de
nuevo en apeiron.
La mayor parte de los filósofos griegos no estuvieron de acuerdo con esta idea. El decir que
el Universo estaba compuesto por algo que existía sólo en la imaginación, en su opinión, no
constituía una respuesta.
Anaxímenes, un joven filósofo de Mileto, vio en el elemento aire, en lugar del agua, el
principio del Universo. Dado que todo estaba rodeado por el aire, razonó que la Tierra y los
océanos estaban formados por la congelación o condensación del aire.
Heráclito, un filósofo de Éfeso, cerca de Mileto, tuvo otra idea. Insistió en que el último
elemento era el fuego. El rasgo más importante y universal del Cosmos, afirmó, era el
cambio. El día sigue a la noche y la noche al día. Una estación da paso a otra. La superficie
de la Tierra está siendo continuamente alterada por los ríos y los terremotos. Los árboles, y
las estructuras se elevan y después desaparecen. Incluso el hombre era efímero: nacía,
crecía y, finalmente, moría. Toda esta mutabilidad quedaba definida del mejor modo de
todos a través del fuego. Esta «sustancia», continuamente cambiante de forma, que
resplandece y luego se apaga, representaba la esencia del Universo, en opinión de Heráclito.
Así, concluyó que el Universo debía de estar hecho de fuego en sus diversas
manifestaciones.
Esta discusión hubiera durado largo tiempo, mientras una sustancia tras otra fuese
proclamada el elemento principal del Universo, si no hubiese aparecido alguien con una idea
tan hermosa que redujo al silencio a los porfiados defensores. La idea procedió de la escuela
del famoso Pitágoras.
Pitágoras, un filósofo griego que había emigrado, hacia el año 530 a. de JC, a la ciudad de
Crotona, en Italia meridional, fundó una escuela mística de filosofía basada en el estudio de
los números. La escuela realizó importantes descubrimientos respecto de los números
irracionales (como, por ejemplo, la raíz cuadrada de dos), la naturaleza del sonido y la
estructura del Universo. El propio Pitágoras tal vez fuese el primer hombre en sugerir que la
Tierra era redonda y no plana. Naturalmente, también es famoso por el ser el autor del
teorema pitagórico, sobre el triángulo rectángulo, pero no es seguro que fuese el primero en
proponerlo.
No obstante, nuestro héroe no es Pitágoras, sino un brillante miembro joven de su escuela
llamado Empédocles. Al ponderar el problema de qué estaba hecho el Universo, apareció con
una proposición que, claramente, combinaba los puntos de vista de los campeones de los
elementos simples. ¿Por qué insistir respecto de que todo estaba hecho sólo de un
elemento? ¿No podía haber varios elementos? En realidad, esta idea tenía mayor sentido.
Explicaría las diferentes propiedades de la materia que se observaban. Pensando en estas
propiedades, Empédocles decidió que debía de haber cuatro elementos: tierra, agua, aire y
fuego, que representasen, respectivamente, lo sólido, lo líquido, lo vaporoso y la
mutabilidad. La mayor parte de los objetos, dijo, eran combinaciones de esos cuatro
elementos.
Tomemos un leño de madera. Dado que es sólido en su forma usual, puede consistir,
principalmente, del elemento sólido: tierra. Cuando se le calienta, arde, por lo que contiene
también el «elemento» fuego. Al arder, libera vapor, que es una forma de aire. Parte de este
vapor se convierte en gotas de agua; la madera, pues, debe contener también agua. En
resumen, la madera está hecha de los cuatro elementos: tierra, fuego, aire y agua. Así
razonaba Empédocles.
Su idea de los cuatro elementos fue captada al instante y gozó de popularidad entre los
filósofos griegos. Fue más tarde desarrollada por Aristóteles (384-322 a. JC), el más grande
filósofo de la antigua Grecia.
Aristóteles fue un estudioso completo, un hombre enciclopédico. Contribuyó con ideas
originales a cada rama de la Ciencia de su tiempo. Sobre la noción de Empédocles referente
a los cuatro elementos, Aristóteles edificó una teoría general acerca de la naturaleza de toda
la materia del Universo.
Sugirió, entre otras cosas, que cada elemento ocupaba su propio lugar natural en el plan
general. La Tierra, según creía, pertenecía al centro de nuestro Universo; en torno de su
núcleo se encontraba el agua de los océanos; una capa de aire, a su vez, rodeaba la Tierra y
los océanos; y más allá, en las capas superiores de la atmósfera, se encontraba el reino
natural del fuego (que, a menudo, se mostraba en forma de relámpagos). Cada elemento
buscaba su propio nivel. De este modo, una roca en el aire caería hacia la Tierra, su nivel
natural; el fuego siempre se alza hacia la región elevada del fuego. Y todo de esta misma
forma.
Aristóteles decidió que, las estrellas en los cielos, debían de pertenecer a una categoría
completamente diferente. A diferencia de la cambiante materia de la Tierra, parecían
inmutables y eternas. Además, los objetos en los cielos se movían en una esfera fija, sin
alzarse ni caerse. Por tanto, debían de estar hechos de un elemento completamente
diferente a cualquiera de la Tierra. De este modo, Aristóteles inventó un quinto elemento,
del cual creía que estaba compuesto todo el Universo exterior a la Tierra. Lo llamó «éter»;
más tarde, los filósofos lo denominaron «quintaesencia», la forma latina de «quinta
sustancia». Dado el quinto elemento se supuso que era perfecto (a diferencia de los
elementos de la imperfecta y cambiante Tierra), todavía seguimos empleando en nuestro
idioma la palabra quintaesencia para significar la forma más pura de cualquier cosa.
Aristóteles concibió otra noción que influyó en las opiniones de los hombres respecto de la
materia durante millares de años. Observó que lo frío y lo caliente, lo húmedo y lo seco,
parecían ser las propiedades fundamentales de los elementos. Pero las propiedades pueden
cambiar: algo frío puede ser calentado y algo húmedo, secado. Así, pues, resultaba
presumible que, al alterar las propiedades de algún modo se podía cambiar un elemento en
otro. Esta noción, como veremos, constituyó un destello que condujo a la Química pero hizo
avanzar a los hombres con el pie izquierdo, con resultados absurdos.
Capítulo 2
Alquimia y Elixires
Muy poco después de la época de Aristóteles, la cultura griega, de repente, se extendió
ampliamente por Asia y África, gracias a las aventuras militares y conquistas de Alejandro
Magno. Llevó el idioma griego y el conocimiento griego a Persia, Babilonia y Egipto. A
cambio, los griegos recogieron una gran cantidad de conocimientos de los babilonios y de los
egipcios.
Alejandro fundó numerosas ciudades en las tierras por él conquistadas. La mayor y más
importante fue Alejandría (bautizada así por él, como es natural. Dio comienzo al
asentamiento de su población, en la desembocadura de la rama más occidental del Nilo, en
el año 332 a. de Jesucristo.
Alejandría se convirtió en la capital del nuevo reino egipcio, regido por los descendientes de
Tolomeo, uno de los generales de Alejandro. Se convirtió en crisol de antiguas culturas: una
tercera parte de su población era griega, otra tercera parte, judía y la tercera y última,
egipcia.
Tolomeo I estableció un «Museo» en Alejandría. Aquí en lo que hoy llamaríamos una
Universidad, congregó a todos los filósofos que pudo, ofreciéndoles apoyo y seguridad. Su
hijo, Tolomeo II, prosiguió su obra, reuniendo libros para el Museo hasta que se convirtió en
la biblioteca más grande del mundo antiguo. Mientras los estudiosos acudían en tropel al
Museo para poder beneficiarse de su biblioteca y demás facilidades, Atenas declinaba como
centro del saber griego y Alejandría ocupaba su lugar. Permaneció como centro intelectual
del mundo antiguo durante setecientos años.
Los estudiosos de Alejandría continuaron en la tradición de los filósofos jonios y de
Aristóteles. Pero bajo la influencia egipcia, su pensamiento acerca de la composición del
Universo y la naturaleza de los elementos tomó una nueva dirección. La mayoría de los
pensadores griegos tan sólo habían razonado acerca del mundo físico, sin hacer muchos
intentos para observar o probar experimentalmente sus ideas. Según el punto de vista de la
filosofía griega dominante, tal como fue expresado por Platón, lo ideal era más importante
que lo material; por ello, las verdades más importantes respecto de la naturaleza esencial de
las cosas serían descubiertas por puro pensamiento más que dedicándose a las cosas
materiales. Por el contrario, los egipcios, eran un pueblo sumamente práctico. Trataban
ciertas piedras —calentándolas con carbón de leña, por ejemplo— para obtener metal de
ellas. Fabricaron cristal de la arena, y ladrillos de la arcilla. Prepararon tintes y medicinas y
otras muchas sustancias.
Los griegos dieron el nombre chemia a este arte de tratar materiales con objeto de cambiar
su naturaleza. Tal vez habían tomado la palabra de «Chem», el nombre egipcio de su propio
país. Algunos pueblos creen que chemia, además, debe entenderse como significando
«magia negra». En lo que a los egipcios se refiere, llamaban a su tierra «negra» por una
muy buena razón que nada tiene que ver con el misterio o la magia. Hacía referencia al
negro y fértil suelo de su país natal del Nilo, que contrastaba con las amarillentas arenas del
desierto.
Cuando los árabes conquistaron más tarde Egipto, colocaron a chemia el prefijo al, que
equivale en árabe al artículo el, con lo que la palabra se convirtió en al chemia y, con el
tiempo, en español, en alquimia.
Los primeros artesanos que trabajaron con metales, tintes y otras sustancias mantuvieron
sus técnicas en secreto, á fin de conseguir un monopolio sobre sus productos y ponerles
unos precios elevados (una práctica no desconocida en la actualidad). Esto se añadió al
misterio que rodeaba a la alquimia. Y también hizo crear una jerga en la mayor parte de los
escritos alquímicos. De hecho, la Alquimia fue, al principio, casi una religión, y los egipcios
consideraron al dios Tot como el dios de la Alquimia. Los griegos reservaron este honor para
su dios Hermes, que era su doble de Tot. Y por ello llamaron a la Alquimia el «arte
hermético». Aún empleamos este término en la actualidad; cuando guardamos algo de una
forma estanca (un procedimiento que los antiguos egipcios empleaban a veces en Alquimia),
decimos que está «herméticamente cerrado».
LOS ALQUIMISTAS GRIEGOS
El primer escritor griego sobre Alquimia que conocemos fue un hombre que trabajaba los
metales, llamado Bolos Demócrito, y que vivió en el siglo n. Trató de combinar el
conocimiento práctico de los egipcios con las teorías de Aristóteles. Bolos Demócrito sabía
que ciertos tratamientos pueden cambiar el color de los metales. Por ejemplo, mezclando
cobre (un metal rojo) con cinc (otros gris), se produce una aleación amarillenta (bronce). Su
color era parecido al del oro. Bolos Demócrito razonó que el primer paso para formar el color
del oro llegaría a formar el mismo oro. Y dado que, de acuerdo con Aristóteles, tanto el
plomo como el oro estaban formados de los cuatro elementos universales (tierra, agua, aire
y fuego), ¿no podría ser transformado en oro, simplemente, por el cambio de las
proporciones de los elementos? Bolos Demócrito empezó a experimentar con toda clase de
recetas para convertir el plomo en oro.
Éste fue el principio de un largo esfuerzo de más de dos mil años para llegar a la
«transmutación» de los metales (de una voz griega que significa «cambiar por completo»).
La idea fue adoptada, entusiásticamente, por tantas, personas, que, en una época tan
temprana como el año 300 a. JC, un alquimista llamado Zósimo escribió una enciclopedia de
Alquimia que abarca 28 volúmenes.
Casi todas las teorías alquímicas son consideradas, en la actualidad, como un conjunto de
desatinos. Pero eran tomadas tan en serio que, en tiempos del emperador romano
Diocleciano, éste ordenó que todos los libros de Alquimia fuesen destruidos, partiendo de la
base de que, si todo el mundo aprendía a fabricar oro, se arruinaría el sistema monetario y
se vendría abajo la economía del Imperio. La destrucción de los libros que ordenó es una de
las razones de que conozcamos hoy tan poco acerca de la Alquimia griega. Tal vez si
hubieran sobrevivido más libros, encontraríamos algunas gemas de auténtica sabiduría en
medio de tantos desatinos. Por ejemplo, Zósimo describió ciertos experimentos en los que
parecía hablar de un compuesto al que hoy llamamos «acetato de plomo».
En el siglo v, Alejandría se hundió como centro de conocimientos. Después que el emperador
Constantino hiciera el cristianismo la religión oficial del Imperio romano, Alejandría fue
atacada por los nuevos conversos como centro de la enseñanza «pagana». Las turbas
cristianas destruyeron gran parte de la gran biblioteca y forzaron a muchos de los estudiosos
a emigrar. Además, Constantinopla, la ciudad que Constantino había fundado como su
capital, remplazó a Alejandría como depositaría del saber griego.
No obstante, durante mil años los estudiosos cristianos se dedicaron más bien a la teología y
a la filosofía moral que a la filosofía natural. El único alquimista importante durante estos
siglos, en Constantinopla, fue Calinico. Inventó el «fuego griego», una mezcla de sustancias
cuya fórmula exacta se ha perdido. Probablemente se componía de pez y cal viva. La cal
viva se hidrata, con gran desprendimiento de calor, cuando se le añade agua, calor
suficiente como para prender fuego a la pez. Además, el fuego griego ardía con mucha
fuerza en el mar. Los ejércitos de Constantinopla lo emplearon para alejar a las flotas
invasoras.
ISLAM Y ELIXIRES
Durante el siglo siguiente a que Constantinopla se convirtiera en capital, el Imperio romano
fue invadido por tribus bárbaras procedentes del Norte. Hacia el año 500, toda la mitad
occidental del Imperio estaba por completo bajo el dominio de los bárbaros. Y en el siglo vii,
la mayor parte de la mitad oriental, incluyendo a Siria y Egipto, que habían caído en manos
de la nueva religión, el Islam, fundada por Mahoma. Los ejércitos árabes se lanzaron sobre
Siria y Persia y luego invadieron el norte de África. Tomaron Alejandría el año 640 después
de Jesucristo.
No obstante, culturalmente los árabes fueron conquistados por la tradición del saber griego.
Los mahometanos, más receptivos al conocimiento pagano que lo habían sido los cristianos,
preservaron la filosofía natural griega en centros árabes de cultura, como Bagdad, El Cairo y
Córdoba.
Bagdad, la capital del mayor de los imperios musulmanes, alcanzó la cúspide de su poder y
gloria en los siglos viii y ix. En la actualidad es la capital del Irak. El Cairo, fundado por los
musulmanes en el siglo x, se convirtió en un gran centro cultural en el siglo xiii. En la
actualidad es la capital de Egipto y la ciudad más populosa de África. Córdoba, la capital del
reino musulmán establecido en España, en el siglo viii, declinó en su importancia tras su
reconquista por los reyes cristianos españoles en el siglo xiii, pero es aún una importante
ciudad provincial en el sur de España.
El primer alquimista árabe del que tenemos antecedentes es Yalib ibn Yazid, que vivió del
año 660 al 704. Fue hijo de uno de los primeros califas árabes y pudo haber ascendido al
trono, al no haber sido por las intrigas palaciegas. Afortunadamente, estaba más interesado
en la Alquimia que en la política; se retiró, afortunadamente, de la vida pública y se dedicó a
sus estudios. Se supone que aprendió Alquimia de un griego alejandrino y que escribió
muchos libros acerca de este tema.
No obstante, el fundador más importante de la alquimia árabe fue Yabir. La vida de Yabir
coincidió con el apogeo de la gloria de Bagdad en el siglo viii. Fue funcionario alquimista en
la Corte del califa Harún al-Raschid y amigo personal del visir del califa, Yafar; ambos
aparecen en muchos de los cuentos de Las mil y una noches. Después que el visir perdiera
su favor y fuese ejecutado, Yabir decidió que resultaba más sano abandonar la Corte, por lo
que regresó a al-Kufa, una ciudad a unos 160 km al sur de Bagdad, donde había nacido.
Muchos libros y tratados se atribuyen a Yabir; tantos, en realidad, que algunos de ellos es
posible que fueran escritos por otros alquimistas que pusieron el nombre del famoso
alquimista en los libros para atraer más atención hacia sus obras. En los tiempos antiguos,
esto constituía una práctica muy común.
Al parecer, Yabir fue un alquimista muy cuidadoso. Escribió las fórmulas para producir un
gran número de nuevos materiales. Además, no estaba satisfecho con la noción de que
todas las sustancias estuviesen compuestas de los cuatro elementos de Aristóteles. Aparte
de esto, se dedicó a desarrollar otras ideas (las cuales tal vez se le habían ocurrido ya a
otros alquimistas griegos).
Yabir consideraba el hecho de que los metales y los metaloides poseían propiedades muy
diferentes. (¿Cómo podían estar ambos compuestos del mismo elemento sólido, tierra?)
Decidió que los metales debían de contener algún principio especial, el cual, cuando se
añadía a la tierra en diferentes proporciones, producía los diversos metales individuales.
Este principio, según Yabir, debía de existir en grandes cantidades en el mercurio, porque
este metal era un líquido y, además, debía de contener poca tierra sólida.
Yabir se percató, más adelante, que algunos metaloides ardían, mientras que los metales
eran incombustibles. De nuevo razonó que debía de existir algún principio especial, que,
añadido a una sustancia, le confería la propiedad de ser capaz de arder. Decidió que el
azufre debía de contener ese principio en mayor proporción, porque el azufre ardía con
facilidad. Su principio de inflamabilidad fue, por tanto, el azufre.
Yabir llegó a la conclusión de que todas las sustancias sólidas eran combinaciones de
«mercurio» y «azufre» (es decir, de los principios que éstos representaban). Además, si, por
ejemplo, se podía alterar la proporción de plomo, se podría convertir éste en oro.
En el siglo ix, Bagdad produjo un segundo gran alquimista, apropiadamente conocido como
al-Razi, un nombre que después los europeos cambiaron por el de Rhazes. Probablemente,
era de descendencia persa, puesto que su nombre significa «el hombre de Rai» (una antigua
ciudad cuyas ruinas se encuentran cerca de Teherán).
Aproximadamente a la edad de treinta años, al-Razi visitó Bagdad. Allí, según cuenta la
historia, quedó fascinado por las historias que escuchó a un boticario acerca de medicina y
enfermedades. Al-Razi decidió estudiar Medicina, y acabó siendo jefe de los médicos del
mayor hospital de Bagdad.
Al-Razi describió sus experimentos tan cuidadosamente, que los modernos estudiosos
pueden repetirlos. Describió el yeso blanco, por ejemplo, y la manera en que podía
emplearse para formar moldes que mantuviesen en su sitio los huesos rotos. También
estudió la sustancia que conocemos en la actualidad con el nombre de antimonio.
Otro médico nacido en Persia, sin duda el más ilustre de los médicos de la Edad Media, fue
conocido como Ibn Sina. Después que sus libros fuesen traducidos al latín, se hizo famoso
entre los estudiosos europeos, con una mala pronunciación de su nombre, que quedó en
Avicena. Había nacido en Afchana, cerca de Bujará, una ciudad al noroeste del moderno Irán
y que hoy forma parte de la URSS.
Escribió más de un centenar de libros sobre Medicina (algunos de ellos muy voluminosos) e
hizo listas de centenares de medicinas y de sus usos. Naturalmente, se convirtió en un
alquimista, puesto que la mayor parte de las drogas se obtenían por medio de
procedimientos alquímicos. No obstante, fue un alquimista fuera de lo corriente, puesto que
no creía que la transmutación fuese posible.
En esto se encontraba por delante de su tiempo. Los alquimistas seguían persiguiendo la
transmutación de los metales con creciente ansia. Cada cual deseaba descubrir el secreto de
la fácil riqueza. Persiguieron incansablemente una misteriosa sustancia, algún polvo seco y
mágico, que produciría la transformación en «mercurio» y «azufre» y formaría oro. Los
árabes llamaron a esa sustancia mágica al-iksir, de una palabra griega que significa «seco»
(lo cual, probablemente, quiere decir que los griegos comenzaron primero la investigación).
La palabra se ha hecho de uso corriente entre nosotros como elixir.
Los alquimistas, naturalmente, imaginaban que el maravilloso elixir que cambiaría los
metales baratos en oro también tendría otras muchas maravillosas cualidades. Curaría, por
ejemplo, la enfermedad y haría posible que los hombres viviesen para siempre. Incluso hoy,
a veces hablamos de medicinas como «elixires» y, en fantasía literaria, hablamos de «elixir
de vida», que puede hacer inmortales a los hombres.
En siglos posteriores, los europeos, al pensar en el elixir como un material duro y sólido, lo
denominaron la «piedra filosofal».
Después de Avicena, los libros árabes sobre Alquimia no fueron otra cosa que un puro
galimatías. El poder y la cultura musulmana empezaron también a declinar, mientras el
Imperio se destruía. Pero, afortunadamente, Europa estaba empezando a emerger de su
infancia intelectual y a hacerse cargo de la antorcha de la Ciencia.
Capítulo 3
El Declive de la Magia
Durante el período europeo más bajo, entre los años 500 y 1000 (algunas veces se le ha
denominado las «Edades oscuras»), los europeos occidentales pensaban de los musulmanes
únicamente como un pueblo diabólico con una falsa religión.
En 1096, los caballeros de la Europa occidental se lanzaron a las Cruzadas para recuperar
Tierra Santa, que llevaba ya bajo el dominio musulmán casi 450 años. Tomaron Jerusalén y
la retuvieron durante ochenta años, pero, después de dos siglos de continuas guerras, los
cristianos fueron expulsados por completo de Oriente Medio. Desde entonces, la mayor parte
del mismo ha sido musulmán, excepto el nuevo Estado de Israel y el parcialmente cristiano
Estado del Líbano.
Los cruzados se encontraron con que los musulmanes eran más civilizados y eruditos de lo
que habían supuesto. Regresaron con noticias acerca de nuevos productos empleados por
los árabes (tales como la seda y el azúcar) y de avances de la Medicina y de la Alquimia que
se encontraban más allá de todo lo conocido en Europa.
Estudiosos aventureros europeos comenzaron a buscar el conocimiento musulmán en
algunos lugares como España y Sicilia, donde los árabes habían ejercido durante mucho
tiempo su dominio. Aprendieron su lengua y, con la ayuda de los estudiosos musulmanes y
judíos, empezaron a traducir los libros árabes al latín.
El más importante de esos primitivos traductores fue un italiano, Gerardo de Cremona
(1114-1187). Viajó a Toledo, una ciudad española que había sido recientemente conquistada
a los musulmanes. Trabajando con los estudiosos del Islam, tradujo algunos de los libros de
Alquimia de Yabir y de al-Razi, y los libros médicos de Ibn Sina. También tradujo algunas de
las obras de Aristóteles y de los grandes matemáticos griegos Euclides y Tolomeo.
Mientras esto sucedía, el renacimiento del interés por Aristóteles en Europa Occidental fue
también estimulado por los dos grandes intérpretes vivos del filósofo griego: un estudioso
musulmán, Averroes, que vivía en España, y un estudioso judío, Maimónides, en Egipto,
El nuevamente descubierto saber árabe y los rescatados escritores griegos se esparcieron
por toda Europa. Hacia el siglo xiii, Europa Occidental había comenzado a ponerse en cabeza
como centro principal del saber, y siguió en liderazgo hasta el siglo xx.
LOS ALQUIMISTAS EUROPEOS
Naturalmente, los estudiosos europeos adoptaron un interés inmediato por la alquimia
árabe. El primero en realizar una investigación original en este campo fue un noble alemán,
Alberto, conde de Bollstädt (1206-1280), conocido más corrientemente como Alberto Magno.
También es conocido como «Doctor Universal» porque estudió los libros de Aristóteles y le
pareció a sus estudiantes que lo conocía todo.
Alberto Magno propuso algunas recetas para producir oro y plata. Pero lo más importante
(aunque nadie se dio cuenta de ello en aquel tiempo) fue su descripción de un método para
preparar arsénico, una sustancia grisácea con algunas propiedades metálicas. Los minerales
que contenían arsénico habían sido conocidos por los griegos y los romanos, que los habían
empleado como sustancia colorante. No obstante, el arsénico puro era una cosa nueva.
Alberto Magno fue el primero en llamar la atención de los estudiosos europeos hacia esta
sustancia, y, tradicionalmente, se le concede el mérito de su descubrimiento.
Alberto Magno tuvo dos discípulos particularmente famosos: Tomás de Aquino (1225-1274),
en Italia, y Roger Bacon (1214-1292), en Inglaterra. Bacon se convirtió en un activo
alquimista. Popularizó la noción de Yabir en lo referente a los principios del «mercurio» y del
«azufre». Algunos han atribuido a Bacon la invención de la pólvora, pero, en la actualidad,
se considera que el primer europeo que fabricó pólvora fue un alquimista alemán llamado
Berthold Schwarz.
Otro de los primeros alquimistas europeos fue el español Arnau de Vilanova. Al igual que
otros muchos alquimistas, llevó a cabo un importante descubrimiento mientras perseguía la
quimera dé la transmutación. Averiguó que ciertos vapores, al quemar carbón vegetal, eran
tóxicos; lo que había descubierto (aunque no lo supo) fue el monóxido de carbono.
También en España, hacia 1366, vivió un alquimista que escribió bajo el seudónimo de
«Geber», aparentemente para hacerse pasar por el famoso Yabir. Hubiera sido más
prudente que nos hubiese dado su auténtico nombre, puesto que fue un auténtico
descubridor cuyo nombre en la actualidad se ha perdido. Fue el primero en describir los
ácidos minerales fuertes, como el ácido sulfúrico y el ácido nítrico.
Esos ácidos proporcionaron al alquimista nuevos instrumentos para tratar los materiales.
Pudieron disolver sustancias que no habían sido solubles con los ácidos débiles (tales como
el vinagre), conocidos ya por los antiguos. El descubrimiento de Geber es, en la actualidad,
más valioso que el oro. Los ácidos sulfúrico y nítrico se han convertido en bases de
industrias como la de fertilizantes, explosivos, tintes y muchas más. Si todo el oro existente
en el mundo desapareciese, difícilmente nos afectaría, pero la pérdida de los ácidos fuertes
representaría una auténtica catástrofe.
En aquel tiempo, la Humanidad sólo se sentía atraída por una fórmula mágica que permitiera
obtener oro. Y hubo muchos que aseguraron haberlo conseguido. Uno de los más famosos
fue un estudioso español llamado Ramón Llull, también conocido como Raimundo Lulio. Se
supone que fabricó oro para el rey Eduardo I de Inglaterra. Naturalmente que no hizo nada
de esto; en realidad, Llull parece haber sido uno de los alquimistas que no creían que la
transmutación fuese posible. Pero, de todos modos, la gente estaba ansiosa por creer esta
fábula acerca de su supuesta realización.
Los fraudes florecieron. Gran cantidad de monedas de «oro» (que estaban hechas de latón o
de plomo dorado) fueron escamoteadas con la pretensión de que habían sido fabricadas
mediante la alquimia. Hubo tantas falsificaciones de esta clase que, en 1313, el Papa Juan
xxii prohibió la práctica de la Alquimia por completo, sobre la inteligente base de que esa
transmutación resultaba imposible y los alquimistas no hacían más que engañar al pueblo y
lesionar la economía.
En Inglaterra, el rey Enrique IV, y los posteriores monarcas ingleses, de forma ocasional
otorgaron algunos permisos individuales para trabajar en el problema de la fabricación de
oro, con la idea de controlar el oro por sí mismos.
Durante los dos siglos posteriores a Geber, no se realizó ningún trabajo de auténtica
importancia en la Alquimia. Casi todo fueron fraudes y galimatías. Algunos de los,
practicantes dejaron este «juego de confianza»; unos cuantos fueron perseguidos y
castigados severamente (algunos incluso ahorcados). La misma palabra «alquimista» se
convirtió en sinónimo de «falsificador».
Hubo algunos honrados, alquimistas, como es natural. Uno de ellos fue Bernardo Trevisano,
de Italia (1406-1490). Dedicó su larga vida y su fortuna a perseguir en vano el secreto del
oro.
En el siglo xvi, un nuevo espíritu comenzó a animar la filosofía natural e, inevitablemente,
ello afectó a la Alquimia. Muy notable, entre la nueva generación de alquimistas, fue un
sueco excéntrico llamado Theophrastus Bombastus von Hohenheim (1493-1541). Su padre
le enseñó medicina y él mismo estudió minerales en las minas austriacas. Viajó por toda
Europa, recogiendo conocimientos por todas partes. Von Hohenheim se dedicó a los estudios
alquimistas para encontrar una piedra filosofal que crease medicinas para el tratamiento de
la enfermedad, más que para fabricar oro.
Uno de los más famosos escritores romanos sobre temas médicos fue Aulo Cornelio Celso.
Von Hohenheim, que rechazaba las nociones de romanos y griegos acerca de la enfermedad,
se llamó a sí mismo «Paracelso» (que se encontraba más allá de Celso).
En 1526, como profesor de Medicina en Basilea, Suiza, Paracelso conmocionó a los eruditos
de aquel tiempo al quemar en público todos los libros de Medicina escritos por griegos y
árabes. Emprendió drásticas acciones para sacar a la Ciencia de su marasmo. Los médicos
se pusieron furiosos, pero Paracelso les obligó a poner en tela de juicio las ideas
tradicionales y pensar con una nueva perspectiva. Consiguió curar a algunos pacientes que
los otros médicos no habían sido capaces de ayudar. Su fama aumentó. No obstante, no por
ello dejó de recurrir a algunos engaños; por ejemplo, alegó haber descubierto el secreto de
la vida eterna, aunque, como es natural, no vivió para probar su teoría... Falleció a los
cincuenta años, al parecer de una fractura de cráneo tras una caída accidental.
Paracelso añadió un tercer principio al «mercurio» y «azufre», lo cual supuestamente
proporcionaba propiedades metálicas e inflamabilidad. ¿Pero qué cabía decir de los
metaloides que no ardían, como, por ejemplo, la sal? Decidió que un tercer principio debería
representar esta propiedad, y tomó la «sal» como su corporización.
Paracelso fue el primero en describir el cinc. Algunos minerales que contenían este metal
habían sido empleados hacía ya tiempo para fabricar latón (una mezcla de cobre y cinc),
pero no se conocía el metal en sí, por lo que se concede, comúnmente, la fama a Paracelso
de haber sido el descubridor del cinc.
Tabla 1
Hasta el día de hoy, el nombre de Paracelso ha sido algo casi sinónimo de alquimia. Pero
actualmente no es el alquimista más famoso. Esa distinción corresponde a un hombre que,
lo cual es bastante raro, contribuyó muy poco a la Alquimia o a la Ciencia. Fue,
simplemente, un hombre, quien en su tiempo (el de Paracelso también) consiguió una gran
reputación popular como mago. La leyenda dice que estableció un pacto con el diablo. El
nombre del alquimista, inmortalizado por Goethe, fue el de Johann Faust.
A fines del siglo xvi, la Alquimia comenzaba a realizar su transición hacia una verdadera
ciencia. En 1597, un alquimista alemán llamado Andreas Libau, generalmente conocido con
la versión latinizada de su apellido, Libavius, p
reparó el terreno para ella al recopilar todo el
conocimiento que los alquimistas habían allegado. Su libro, Alquimia, puede ser considerado
el primer buen libro de texto sobre el tema. Libavius realizó una importante contribución
personal: fue el primero en describir métodos para preparar el ácido clorhídrico.
Permítasenos que resumamos, ahora las respuestas que los hombres hasta aquel tiempo
habían dado a la pregunta de Tales. ¿De qué está hecho el Universo? Se hallan relacionadas
en la tabla 1.
¡Vaya un resultado para dos mil quinientos años de pensamiento! Las nociones del hombre
acerca de la naturaleza de la materia estaban muy verdes. Nadie había aislado un solo
elemento o hallado ninguna forma racional de combinar los elementos para formar
compuestos.
Pero una revolución se había puesto en marcha. El siglo xvii llegó como un estallido,
sacudiendo las antiguas ideas y aclarando el aire para un nuevo inicio de la Ciencia.
Capítulo 4
Un Nuevo Principio
La revolución había empezado en 1543, dos años después de la muerte de Paracelso. En
aquella fecha, el astrónomo polaco Nicolás Copérnico publicó su desconcertante teoría de
que el Sol y no la Tierra, constituía el centro del Universo. A los estudiosos del tiempo, les
llevó más de medio siglo reconciliarse a sí mismos con este profundo cambio en el punto de
vista de las cosas. Al final, el abandono de las antiguas ideas en Astronomía también llevó a
una nueva actitud hacia la Ciencia en general.
Francis Bacon (1561-1625) fue uno de los primeros en dar una expresión formal a la nueva
forma de pensar. En 1605, publicó un libro denominado Avances en el conocimiento. Este
tratado alejó el misticismo que oscurecía la Ciencia. Luego, en 1620, presentó un nuevo
método de razonamiento en un libro titulado Novum Organum (el título fue tomado del
Organon, de Aristóteles, un tratado acerca del razonamiento deductivo).
Bacon señaló que la deducción, el método de razonamiento partiendo de unas presuntas
verdades, era insuficiente para conocer la naturaleza del Universo físico. Había tenido éxito
en Matemáticas, pero la «filosofía natural» (Ciencia) necesitaba una aproximación diferente.
Había que estudiar la misma Naturaleza: observar, coleccionar hechos, ponerlos luego en
orden y emitir teorías o leyes basadas en los hechos.
Pero Bacon no aplicó sobre sí mismo su método «inductivo» para la investigación del mundo
físico. Fue su gran contemporáneo, Galileo Galilei (1564-1642), quien puso en práctica el
método.
LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA
Galileo es, quizá, la primera persona, de las que he mencionado hasta ahora en este libro,
que puede ser llamado un auténtico científico. Cuando era joven aún, comenzó a actuar
extrañamente (para aquellos, tiempos). Por ejemplo, a los diecisiete años, se percató de que
un candelabro oscilante de la catedral de Pisa, parecía emplear el mismo tiempo para
completar su movimiento de balanceo, ya fuese teste amplio o más reducido. Galileo se
dirigió en seguida a su casa y realizó algunos experimentos. Fabricó péndulos de diferentes
tipos y comprobó el tiempo de sus oscilaciones mientras el pulso le latía con fuerza. Ya
bastante seguro, su conjetura demostró ser correcta: un péndulo que cuelgue de una cuerda
de una longitud determinada, siempre oscila en la misma medida, con independencia de su
peso o de la longitud de la cuerda.
En aquella época, a la mayoría de los filósofos esa clase de conducta les parecía algo pueril.
El medir, el probar, el jugar con cuerdas y bolitas, todo ello era impropio de un auténtico
pensador. Pero, en cuanto Galileo continuó con sus experimentos, investigando un
fenómeno tras otro con los más exactos métodos que pudo prever, impresionó a sus
contemporáneos cada vez más. Al hacer caer bolas sobre superficies inclinadas, rebatió la
noción de Aristóteles de que objetos de diferentes pesos caerían a distintas velocidades.
Galileo siguió con la construcción de un telescopio y realizó observaciones que dejaron
completamente trastornada la, en aquel tiempo, honrada descripción de los cielos por parte
de los griegos. Observó estrellas que resultaban invisibles a simple vista; divisó montañas
en la Luna y manchas en el Sol y descubrió que el planeta Júpiter poseía cuatro pequeñas
lunas.
Galileo no había sido el primer hombre en la Historia en observar, medir y experimentar.
Pero fue el primero en elevar este método a un sistema y popularizarlo. Escribió libros y
artículos acerca de sus descubrimientos (en italiano en vez de en latín), que fueron tan
interesantes y claros que los estudiosos de Europa empezaron a ser ganados por el nuevo
sistema. Por esta razón, muchas personas sintieron que lo que realmente llamamos
«ciencia» había comenzado con Galileo. (Digamos que la palabra «ciencia» no comenzó a
emplearse hasta bien avanzado el siglo xix; hasta aquel tiempo, los científicos se
denominaban a sí mismos «filósofos naturalistas». Incluso hoy, los estudiantes que realizan
trabajos en ciencias consiguen el grado de «Doctor en Filosofía».)
La revolución científica que Galileo había iniciado, afectó a todas las ciencias, incluyendo la
Alquimia.
En 1604, un alemán llamado Thölde publicó un libro titulado El carro triunfal del antimonio,
que anunciaba el descubrimiento de dos nuevas sustancias: el antimonio y el bismuto.
El antimonio se conocía ya desde hacía miles de años, pero no como elemento. Los
minerales que contenían antimonio habían sido empleados en los tiempos bíblicos como
«sombra de ojos»; Jezabel se suponía que se lo aplicaba cuando se «pintaba la cara». Los
alquimistas griegos tal vez incluso sabían cómo preparar antimonio puro, y los arqueólogos
han encontrado que los antiguos babilonios empleaban utensilios hechos de antimonio.
Thölde afirmó que el libro que publicaba había sido, originariamente, escrito por un monje
del siglo xv llamado Basilio Valentín. Pero era tan avanzado que existen serias dudas de que
hubiese sido escrito en una época tan temprana, e incluso se ha llegado a dudar de que
existiese una persona como Valentín.
El propio Thölde debió de ser el autor. La nueva aproximación científica a los temas en
estudio resultó ejemplificada por Jan Baptista van Helmont (1577-1644), un alquimista
flamenco nacido cerca de Bruselas. Estaba especialmente interesado en los vapores. Estudió
los vapores que se formaban al arder carbón vegetal y las burbujas de vapor en el jugo
fermentado de las frutas. Dado que los vapores constituían una clase de materia sin forma,
en un estado al que los griegos denominaban «caos», Van Helmont adoptó este nombre
para el vapor y, pronunciándolo a la flamenca, le llamó gas.
El único gas conocido hasta aquel tiempo era el aire. Pero Van Helmont descubrió que el gas
producido al quemar carbón vegetal tenía propiedades que no eran las mismas del aire
ordinario. Por ejemplo, una vela no podía arder en este gas. Lo llamó «aire silvestre».
Nosotros lo conocemos hoy como monóxido de carbono.
Luego, apareció un alquimista alemán llamado Johann Rodolf Glauber que también llevó a
cabo cuidadosas observaciones. Su descubrimiento más famoso fue la «sal de Glauber», que
conocemos en la actualidad como sulfato de sodio. Glauber conservaba en él algo de
Paracelso. Decidió que su nueva sal constituía una cura casi para todo, y la llamó sal
mirabile (sal maravillosa).
ABAJO CON LOS ANTIGUOS ELEMENTOS
El primer hombre en plantearse la antigua pregunta de Tales, en el nuevo espíritu de la
Ciencia, fue un inglés llamado Robert Boyle.
Boyle (1627-1691) nació en la ciudad de Lismore, en el sur de Irlanda. Era el decimocuarto
hijo del conde de Cork. Visitó Italia en 1641, exactamente un año antes de la muerte de
Galileo. Por tanto, conoció a aquel gran hombre en pleno trabajo, y regresó a Inglaterra con
un profundo interés por la ciencia galineana.
Al igual que Van Helmont, se llegó a interesar en especial por la conducta de los gases y
realizó numerosos experimentos. Sus estudios mejor conocidos son aquellos que realizó con
aire en un recipiente cerrado bajo diversas cantidades de presión. Descubrió que el volumen
de airease reducía en proporción directa al incremento en la presión sobre el mismo. Este
simple aunque importante descubrimiento se ha convertido en la famosa «ley de Boyle».
En 1645, Boyle, junto con un grupo de amigos que se hallaban interesados en la nueva
ciencia, formó un club llamado el «Philosophical College». El club pronto entró en
decadencia, a causa de la rebelión popular contra la Corona y la conducta del rey Carlos i.
Boyle y sus amigos eran aristócratas, y pensaron que sería más prudente que no les vieran
durante algún tiempo. Poco después, el pueblo restauró a Carlos ii en el trono, en 1660, y e
club salió otra vez a la luz pública. Fue ahora, bajo la protección del rey, cuando se le
bautizó de nuevo como «Royal Society». La Sociedad ha servido desde entonces como foro
para los científicos europeos.
En 1661, Boyle recogió sus descubrimientos y teorías en un libro titulado El químico
escéptico. Boyle se llamó a sí mismo «químico» (de la original voz griega chemia), porque
«alquimista» había ido adquiriendo una mala reputación. Poco después, la Alquimia se
convirtió en «Química» (por un leve cambio en la forma de pronunciarlo Boyle).
Boyle se describió a sí mismo como un químico «escéptico», porque puso en tela de juicio
las antiguas nociones griegas de los elementos. Tuvo la sensación de que debía realizarse un
arranque totalmente nuevo en la búsqueda de los elementos.
Había que empezar por definir con claridad qué era un elemento. Los elementos deberían
definirse como las sustancias básicas de las que estaba constituida toda la materia. Eso
significaba que un elemento no podría ser descompuesto en unas sustancias más simples.
Además, una forma de averiguar si un elemento sospechoso era realmente un elemento,
radicaba en tratar de romperlo. Otro método de investigación fue el combinar sustancias en
compuestos y luego descomponerlo de nuevo en elementos. En resumen, la mejor forma de
identificar los elementos era a través de la experimentación de los mismos.
¿Y cómo quedaban los antiguos «elementos» de acuerdo con esta nueva forma de ver las
cosas? Empecemos con el «fuego» y la «tierra». El fuego no era, en absoluto, una sustancia,
sino sólo el brillo de una materia calentada. En lo referente a la tierra, podía mostrarse que
la tierra estaba formada de muchas sustancias más simples. Así, pues, ninguna de las dos
cosas era un elemento, según la definición de Boyle.
El agua y el aire eran problemas más espinosos. En la época en que se escribió el libro de
Boyle, esas dos sustancias no podían descomponerse en otra más simple, por lo que
deberían ser elementos. Pero, en 1671, Boyle llevó a cabo un experimento que, con el
tiempo, constituiría una prueba de que no se trataba de elementos, aunque en aquel
momento no podía saberlo. Trató hierro con ácido y produjo unas cuantas burbujas de gas.
Pensó que el gas era únicamente aire corriente. Pero otros químicos, descubrieron más tarde
que este gas ferroso quemaba e incluso explotaba. Y más de cien años después, descubrió
que, al arder, el gas se combinaba con parte del aire para formar agua. Esto mostraba que
el agua era un compuesto, no un elemento. A continuación, otros experimentos llegarían a
mostrar que el agua podía descomponerse en dos gases, que podían recombinarse para
formar agua. Y el hecho de que el gas explosivo combinaba con sólo una parte de aire,
también probaba que el aire era una mezcla de sustancias.
Así que ninguno de los cuatro antiguos «elementos» griegos era, a fin de cuentas, un
elemento.
ARRIBA CON LOS NUEVOS...
Por otra parte, algunas de las sustancias que los griegos conocían, pero a las que no
llamaban elementos, llegaría el momento en que se convirtieran en elementos. Uno de ellos
fue el oro. Los alquimistas habían estado intentando lo imposible: todo su duro trabajo no
podría formar oro de otras sustancias, porque él mismo era un elemento simple. Sólo la
Alquimia moderna de los físicos nucleares ha tenido éxito al transformar un elemento en
otro.
Junto con el oro, los antiguos conocían otros seis metales que, al final, demostraron ser
auténticos elementos: plata, cobre, hierro, estaño, plomo y mercurio. Además, conocían
otros dos metaloides que, más tarde, fueron identificados como elementos, azufre y
carbono.
Para resumir, en la tabla 2 exponemos la lista de las nueve sustancias conocidas por los
antiguos, que ahora podían ser consideradas elementos según la definición de Boyle. No
contamos con una información fidedigna de cuándo o por quién fueron descubiertos.
¿Y qué podemos decir de los elementos de los alquimistas? Pues bien, Yabir acuñó los
nombres de dos: «mercurio» y «azufre». Pero los «principios» del mercurio y del azufre que
concibió (y a partir de los cuales creía poder fabricar oro y cristal mezclándolos en las
adecuadas proporciones) no constituían unos elementos. Las propiedades de los elementos
químicos mercurio y azufre son diferentes de los principios alquímicos de Yabir, Y en cuanto
a la «sal», el principio de Paracelso, todo colegial actual sabe que es un compuesto de sodio
y de cloro.
De todos modos, en su búsqueda de una forma para fabricar oro, los alquimistas
descubrieron varios auténticos elementos. Presentamos una relación de ellos en la tabla 3,
junto con los nombres de sus supuestos descubridores y las fechas aproximadas.
En conjunto, pues, hacia la época de Boyle trece sustancias, que llegarían a convertirse en
elementos, habían sido ya descubiertas.
Capítulo 5
La Era del Flogisto
Aunque las trece sustancias relacionadas en el capítulo anterior son hoy conocidas como
elementos, eso no significa que fuesen consideradas necesariamente como elementos en la
época de Boyle. El químico de 1661 sólo podía, realmente, estar seguro de que el oro, por
ejemplo, no podía dividirse en sustancias simples.
El mismo Boyle no creía que el oro fuese un elemento. Tal vez otro metal, como el plomo,
pudiese ser dividido en sustancias con las que volverse a combinar para formar oro. En otras
palabras, el plomo y el oro podían estar compuestos de otros elementos aún más simples.
Incluso Boyle persuadió a Carlos ii para que volviese a hacer uso de la antigua ley de
Enrique iv que prohibía la fabricación de oro, porque creía que aquella ley se encontraba en
el camino del progreso científico.
Durante más de cien años después de Boyle, la tentativa de fabricar oro por transmutación
continuaba sin disminuir. En parte, esto ocurría porque la realeza de aquel tiempo
continuaba en extremo interesada en semejantes proyectos. El Gobierno se había hecho
mucho más caro que en la Edad Media, pero el sistema de impuestos continuaba siendo
medieval.
Aunque los pobres campesinos se encontraban agobiados por el índice de tributos, la
recaudación era tan ineficaz y los Gobiernos tan corruptos, que los reyes de los siglos xvii y
xviii andaban siempre muy escasos de dinero. Se veían constantemente tentados de creer a
cualquier alquimista que jurase que el oro podía fabricarse a partir del hierro. Así, Cristian
iv, rey de Dinamarca desde 1588 a 1648, acuñó moneda con «oro» preparado por él y un
alquimista. Lo mismo hizo Fernando iii, el emperador del Sacro Imperio Romano, de 1637 a
1657.
A veces los falsificadores llegaban demasiado lejos. Uno de ellos fue atrapado y colgado en
1686 por un margrave alemán. Otro alquimista fue ahorcado en 1709 por el rey de Prusia
Federico i. Tanto el margrave como el rey habían sido seducidos por su ansia de oro.
Tal vez el más famoso falso alquimista de todos los tiempos fue un siciliano llamado
Giuseppe Balsamo (1743-1795). En su juventud trabajó como ayudante de un boticario y
recogió ligeros conocimientos de química y medicina. También tenía un pico de oro, un gran
talento para el engaño y ninguna clase de moral. Forjó engaños de todas clases, alegando,
por ejemplo, que su vida había durado ya miles de años, que podía fabricar oro y que poseía
elixires secretos que conferían una gran belleza y una larga vida.
Bajo el nombre de conde Alejandro de Cagliostro, operó con notable éxito en la Francia de
Luis xvi. Fundó sociedades secretas, fabricó oro falso y defraudó a la crédula gente de toda
condición. Finalmente, cometió el error de verse envuelto en el robo de un collar valioso a
un joyero, con la pretensión de que era para la reina María Antonieta. Esto le hizo dar con
sus huesos, en 1785, en una cárcel francesa.
El «asunto del collar de la reina» representa una publicidad muy nefasta para María
Antonieta, a la que muchos supusieron implicada en aquellos engañosos negocios (aunque,
en realidad, no era así). Esto ayudó al comienzo de la Revolución francesa, en 1789.
Cagliostro había conseguido salir de la cárcel para entonces. Pero su suerte había acabado.
Fue encarcelado, en Roma, por los manejos de una sociedad secreta y esta vez se le
condenó a cadena perpetua.
Cagliostro es un relevante personaje en varias de las novelas históricas de Alejandro Dumas,
el cual, desgraciadamente, lo trata con demasiada simpatía.
Incluso los científicos más destacados continuaron la persecución de la investigación del oro.
El caso más desconcertante es el de Isaac Newton (1642-1727), probablemente el científico
más ilustre que haya existido nunca. Newton dedicó una gran cantidad de tiempo a la
búsqueda alquímica del secreto de la fabricación de oro, aunque no con más éxito que las
mentes menos preclaras a la suya que lo habían probado.
La persistente fe en la Alquimia dio nacimiento a otras curiosas ideas, que se hicieron
populares. Una fue una nueva teoría acerca de la combustión. Hacia 1700, un médico
alemán llamado George Ernst Stahl, siguiendo su pista de la idea yabiriana del «principio»
quemador (azufre), dio un nuevo nombre a este principio: «flogisto», de una voz griega que
significaba «inflamable». Según Stahl, cuando una sustancia ardía, el flogisto la abandonaba
y escapaba al aire. La ceniza que quedaba ya no podía arder más porque estaba por
completo liberada de flogisto.
Stahl concibió otra idea que era más ingeniosa de lo que él suponía. Afirmó que la oxidación
de los metales constituía un proceso muy parecido al de la quema de la madera. (Esto es
verdad: en ambos casos, constituye el proceso de oxidación.) Stahl teorizó que, cuando un
metal se calentaba, el flogisto escapaba de él y dejaba un «residuo» (al que nosotros
llamaremos óxido).
Su teoría pareció explicar los hechos de la combustión, con tanta claridad, que fue algo
aceptado por la mayoría de los químicos. Casi la única seria objeción radicaba en que el
residuo de un metal oxidado era más pesado que el metal original. ¿Cómo podía el metal
perder algo (flogisto) y acabar siendo más pesado? Pero la mayoría de los químicos del siglo
xviii no se preocuparon por esto. Algunos sugirieron que tal vez el flogisto poseía un «peso
negativo», por lo que una sustancia perdía peso cuando se le añadía flogisto y ganaba peso
cuando el flogisto la abandonaba.
NUEVOS METALES
A pesar de todas estas trampas, la «era del flogisto» produjo algunos muy importantes
descubrimientos. Un alquimista de aquel tiempo descubrió un nuevo elemento: el primer (y
último) alquimista que, de una forma definida, identificó un elemento y explicó exactamente
cuándo y cómo lo había encontrado.
El hombre fue un alemán llamado Hennig Brand. Algunas veces se le ha llamado el «último
de los alquimistas», pero en realidad hubo muchos alquimistas después de él. Brand, al
buscar la piedra filosofal para fabricar oro, de alguna forma se le ocurrió la extraña idea de
que debía buscarla en la orina humana. Recogió cierta cantidad de orina y la dejó reposar
durante dos semanas. Luego la calentó hasta el punto de ebullición y quitó el agua,
reduciéndolo todo a un residuo sólido. Mezcló un poco de este sólido con arena, calentó la
combinación fuertemente y recogió el vapor que salió de allí. Cuando el vapor se enfrió,
formó un sólido blanco y cerúleo. Y, asómbrense, aquella sustancia brillaba en la oscuridad.
Lo que Brand había aislado era el fósforo, llamado así según una voz griega que significa
«portador de luz». Relumbra a causa de que se combina, espontáneamente, con el aire en
una combustión muy lenta. Brand no comprendió sus propiedades, naturalmente, pero el
aislamiento de un elemento (en 1669) resultó un descubrimiento espectacular y causó
sensación. Otros se apresuraron a preparar aquella sustancia reluciente. El propio Boyle
preparó un poco de fósforo sin conocer el precedente trabajo de Brand.
El siguiente elemento no fue descubierto hasta casi setenta años después.
Los mineros del cobre en Alemania, de vez en cuando encontraban cierto mineral azul que
no contenía cobre, como les ocurría, por lo general, a la mena azul del cobre. Los mineros
descubrieron que este mineral en particular les hacía enfermar a veces (pues contenía
arsénico, según los químicos descubrieron más tarde). Los mineros, por tanto, le llamaron
«cobalto», según el nombre de un malévolo espíritu de la tierra de las leyendas alemanas.
Los fabricantes de cristal encontraron un empleo para aquel mineral: confería al cristal un
hermoso color azul y una industria bastante importante creció con aquel cristal azul.
En la década de 1730, un médico sueco llamado Jorge Brandt empezó a interesarse por la
química del mineral. Lo calentó con carbón vegetal, de la forma corriente que se utilizaba
para extraer un metal de un mineral, y, finalmente, lo redujo a un metal que se comportaba
como el hierro. Era atraído por un imán: la primera sustancia diferente al hierro que se
había encontrado que poseyera esta propiedad. Quedaba claro que no se trataba de hierro,
puesto que no formaba una oxidación de tono pardo rojizo, como lo hacía el hierro. Brandt
decidió que debía de tratarse de un nuevo metal, que no se parecía a ninguno de los ya
conocidos. Lo llamó cobalto y ha sido denominado así a partir de entonces.
Por tanto, Brand había descubierto el fósforo y Brandt encontrado el cobalto (el parecido de
los apellidos de los dos primeros descubridores de elementos es una pura coincidencia).
A diferencia de Brand, Brandt no era alquimista. En realidad, ayudó a destruir la Alquimia al
disolver el oro con ácidos fuertes y luego recuperando el oro de la solución. Esto explicaba
algunos de los trucos que los falsos alquimistas habían empleado.
Fue un discípulo de Brandt el que realizó el siguiente descubrimiento. Axel Fredrik Cronstedt
se hizo químico y también fue el primer mineralógolo moderno, puesto que fue el primero en
clasificar minerales de acuerdo con los elementos que contenían. En 1751, Cronstedt
examinó un mineral verde al que los mineros llamaban kupfernickel («el diablo del cobre»).
Calentó los residuos de este mineral junto con carbón vegetal, y también él consiguió un
metal que era atraído por un imán, al igual que el hierro y el cobalto. Pero mientras el hierro
formaba compuestos, pardos y el cobalto azules, este metal producía compuestos que eran
verdes. Cronstedt decidió que se trataba de un nuevo metal y lo llamó níquel, para abreviar
lo de kupfernickel.
Se produjeron algunas discusiones respecto de si el níquel y el cobalto eran elementos, o
únicamente compuestos de hierro y arsénico. Pero este asunto quedó zanjado, en 1780,
también por otro químico sueco, Torbern Olof Bergman. Preparó níquel en una forma más
pura que lo que había hecho Cronstedt, y adujo un buen argumento para mostrar que el
níquel y el cobalto no contenían arsénico y que eran, por lo contrario, unos nuevos
elementos.
Bergman constituyó una palanca poderosa en la nueva química y varios de sus alumnos
continuaron el descubrimiento de nuevos elementos.
Uno de éstos fue Johan Gottlieb Gahn, que trabajó como minero en su juventud y que siguió
interesado por los minerales durante toda su vida. Los, químicos habían estado trabajando
con un mineral llamado «manganeso», que convertía en violeta al cristal. («Manganeso» era
una mala pronunciación de «magnesio», otro mineral con el que lo habían confundido
algunos alquimistas.) Los químicos estaban seguros que el mineral violeta debía contener un
nuevo metal, pero no fueron capaces de separarlo calentando el mineral con carbón vegetal.
Finalmente, Gahn encontró el truco, pulverizando el mineral con carbón de leña y
calentándolo con aceite. Como es natural, este metal fue llamado manganeso.
Otros discípulo de Bergman, Pedro Jacobo Hjelm, realizó mucho mejor este mismo truco con
una mena a la que llamaron «molibdena». Este nombre deriva de una voz griega que
significa «plomo», porque los primeros químicos confundieron este material con mena de
plomo. Hjelm extrajo del mismo un metal blanco argentado, el cual, ciertamente, no era
plomo. Este nuevo metal recibió el nombre de «molibdeno».
El tercero de los discípulos de Bergman descubridores de elementos no fue sueco. Se trataba
del español don Fausto de Elhúyar. Junto con su hermano mayor, José, estudió una mena
pesada llamada «tungsteno» (palabra sueca que significa «piedra pesada»), o «volframio».
Calentando la mena con carbón vegetal, los hermanos, en 1783, aislaron un nuevo elemento
al que, en la actualidad, según los países, se denomina tungsteno o volframio.
Bergman tuvo todavía una conexión indirecta con otro nuevo metal. En 1782, un
mineralógolo austriaco, Franz Josef Müller, separó de una mena de oro un nuevo metal que
tenía algún parecido con el antimonio. Envió una muestra a Bergman, como hacían los más
importantes mineralógolos de su época. Bergman le aseguró que no era antimonio. En su
momento, el nuevo metal recibió el nombre de telurio, de una voz latina que significaba
«tierra».
Mientras todos estos elementos habían sido descubiertos en Europa, también iba a ser
descubierto uno en el Nuevo Mundo. En 1748, un oficial de Marina español llamado Antonio
de Ulloa, cuando viajaba de Colombia a Perú en una expedición científica, encontró unas
minas que producían unas pepitas de un metal blanquecino. Se parecía algo a la plata, pero
era mucho más pesado. El parecido con la plata (y tomando como base esta palabra
española) hizo que se diese a este nuevo metal el nombre de platino.
Al regresar a España, Ulloa se convirtió en un destacado científico y fundó el primer
laboratorio en España dedicado a la Mineralogía. También se hallaba interesado por la
Historia Natural y por la Medicina. Además, acudió a Nueva Orleáns como representante del
rey español, Carlos iii, cuando España adquirió la Luisiana, que antes pertenecía a Francia,
tras la Guerra India, en Estados Unidos.
Incluso los antiguos metales conocidos por los alquimistas tuvieron una nueva trayectoria en
aquellos primeros tiempos de la Química moderna. En 1746, un químico alemán, Andreas
Sigismund Marggraff, preparó cinc puro y describió cuidadosamente sus propiedades por
primera vez; por tanto, se le ha atribuido el descubrimiento de este metal.
Probablemente, Marggraff es más conocido, sin embargo, por encontrar azúcar en la
remolacha. Con un microscopio detectó pequeños cristales de azúcar en aquel vegetal, y, al
mismo tiempo, proporcionó al mundo una nueva fuente de azúcar. Marggraff fue el primero
en emplear el microscopio en la investigación química.
Lo que Marggraff había hecho con el cinc, lo realizó un químico francés, Claude-Francois
Geoffrey, con el antiguo metal del bismuto. En 1753, aisló el metal y describió
cuidadosamente su comportamiento, por lo que, algunas veces, se le ha atribuido el
descubrimiento de este elemento.
LOS NUEVOS GASES
Sin embargo, los metales no constituyeron el interés principal del fructífero siglo XVIII. La
mayor excitación de aquel tiempo radicaba en el descubrimiento de nuevos gases. Ya hemos
mencionado el descubrimiento previo por Boyle de un gas inflamable, mediante el
tratamiento del hierro con ácido. El hombre que llegaría a aislar ese gas (hidrógeno) fue el
pintoresco químico inglés. Henry Cavendish (1731-1810).
Cavendish fue uno de los tipos más raros en la historia de la Ciencia. Era un excéntrico que
casi llegaba a la locura. Su único interés en la vida era la Ciencia. Vivía solo, no podía
soportar el hablar a más de una persona a la vez, e incluso ni esto lo soportaba demasiado.
Nunca se casó ni llegó a mirar a una mujer. Cuando alguna de sus criadas llegaba a
insinuarse, era despedida en el acto. Se construyó una escalera privada en su casa para no
encontrarse con nadie, por casualidad, mientras iba o venía. Incluso insistió en morir a
solas.
Como pariente del duque de Devonshire, Cavendish heredó una gran fortuna, la cual dedicó,
prácticamente toda, a sus investigaciones científicas, y luego continuó viviendo de manera
miserable cuando se quedó sin nada.
Cavendish fue uno de los experimentadores más inteligentes de todos los tiempos. Es
especialmente célebre por haber llevado a cabo una delicada medición de la tracción de la
gravedad con pequeñas bolas de plomo, que le permitieron calcular la masa de nuestro
planeta. Fue también el primer hombre en «pesar la Tierra».
En 1776, Cavendish obtuvo un gas, lo mismo que Boyle, por la acción del ácido clorhídrico
sobre el hierro, y también al tratar otros diversos minerales con ácidos. En cada caso, el gas
era extremadamente ligero, mucho más que el mismo aire, y ardía con rapidez con una
delgada llama azul. Cavendish estaba seguro de que todos los ejemplos eran del mismo gas.
Dado que el gas ardía con tanta facilidad y era tan ligero, Cavendish creía que había aislado
al mismo flogisto.
Mientras tanto, la composición del aire estaba siendo objeto de un muy próximo escrutinio.
Uno de los primeros en probar que contenía una mezcla de gases fue un químico escocés,
Joseph Black. Observó que una vela que ardía dentro de un recipiente cerrado, al cabo de un
tiempo se apagaba. Había agotado algún componente del aire que favorecía la combustión,
pero aún quedaba aire en el recipiente. ¿De qué estaba formado el aire que quedaba?
¿Dióxido de carbono? No del todo, puesto que cuando Black extrajo el dióxido de carbono, al
hacer pasar aire a través de un producto químico que absorbía dicho gas, todavía quedaba
una cantidad considerable de aire.
Black sugirió a uno de sus discípulos, Daniel Rutherford (quien, digamos de pasada, era tío
de Sir Walter Scott), que investigase aquel asunto. Rutherford realizó varios experimentos.
Vio que si se introducía un ratón dentro de una cámara cerrada, pronto se moría,
aparentemente tras haber gastado algún componente gaseoso vital. Los ratones no podían
sobrevivir en el aire restante, aunque se hubiese extraído de él el dióxido de carbono.
¿Qué era aquel resto de aire, que mataba a los ratones y apagaba las velas? Rutherford
trató de explicarlo mediante la teoría del flogisto. Creía que el aire en el que algo ardía o un
ratón respiraba, se llenaba de flogisto. Cuando el aire se encontraba completamente
«flogistizado» (tenía todo el flogisto que podía contener), nada ardía o vivía en él.
El «aire flogistizado» que Rutherford preparó era, naturalmente, nitrógeno (con trazas de los
gases más raros del aire). Por tanto, puede ser considerado el descubridor del nitrógeno,
aunque no supo de qué gas se trataba.
Un descubrimiento aún más excitante fue el realizado por un ministro inglés unitario,
llamado Joseph Priestley (1733-1804). Priestley llegó a interesarse por la Ciencia después de
conocer a un científico norteamericano y hombre de Estado, Benjamín Franklin, en 1766.
La iglesia de Priestley se encontraba cerca de una fábrica de cerveza. Este establecimiento le
dio una oportunidad de estudiar gases, puesto que la fermentación de la malta producía
burbujas de gas en enormes cantidades. En primer lugar, probó el gas para ver si podría
permitir la combustión. Descubrió que no era así; quemó a fuego lento astillas de madera. El
gas demostró ser dióxido de carbono. Priestley lo disolvió en agua y comprobó que formaba
un agua burbujeante que resultaba acida y agradable de beber. En otras palabras, debemos
dar las gracias a Priestley por la invención del «agua de soda» o «de Seltz».
Su mayor descubrimiento derivó de algunos experimentos con mercurio. Priestley comenzó
por calentar mercurio con la luz solar concentrada a través de una gran lupa. El calor
determinaba que la brillante superficie del mercurio quedase revestida de una capa de polvo
rojizo. Quitó el polvo y lo calentó en un tubo de ensayo. El polvo se evaporó en dos gases
diferentes. Uno de esos vapores se condensó luego en gotitas de mercurio; era,
simplemente, el mercurio original separado del gas que se había convertido en un polvo
rojo. ¿Qué era, pues, el otro gas que había salido de aquel polvo? Priestley recogió dicho gas
en una jarra e hizo pruebas con unos trozos de madera calentados a fuego lento. El gas hizo
arder aquellos ennegrecidos trozos de madera con una viva llama... Además, una vela
encendida ardía brillantemente en él. Y los ratones colocados en aquel gas se volvían muy
activos. Priestley inhaló un poco de este gas y declaró que le hacía sentirse muy «ligero y
cómodo».
Tras pensar en todo esto en los términos de la teoría del flogisto, Priestley decidió que el gas
era «aire desflogistizado», es decir, aire al que se le hubiese quitado el flogisto.
Naturalmente, aquel gas no era otra cosa que oxígeno puro.
Por desgracia, los estudios de Priestley fueron interrumpidos por la Revolución Francesa de
1789. Era abiertamente simpatizante de la Revolución, y esto constituía una actitud
impopular en Inglaterra, que pronto entraría en guerra con el Gobierno revolucionario
francés. En 1791, una turba de encolerizados ingleses quemó hasta los cimientos la casa de
Priestley, en Birmingham. Consiguió escapar a Londres y, más tarde, a Estados Unidos,
donde había sido invitado por su antiguo amigo, Franklin. Priestley vivió en Pennsylvania los
diez años restantes de su vida.
Priestley, Rutherford y Cavendish, por así decirlo, dejaron flotando el asunto de la
composición del aire. Como partidarios de la teoría del flogisto, dejaron abierta la posibilidad
de que el aire fuese una sustancia simple, que cambiaba sus propiedades sólo cuando era
«flogistizado» o «desflogistizado». Reservaremos para el capítulo próximo los
descubrimientos de los gases que forman el aire.
UN QUÍMICO MUY POCO AFORTUNADO
Hasta ahora, los gases que hemos mencionado eran todos incoloros e insípidos, con
apariencia, pues, de aire. En 1774, no obstante, fue descubierto un gas coloreado con un
olor sofocante. El hombre que lo encontró fue un químico sueco llamado Karl Wilhelm
Scheele (1742-1786). Al igual que Cavendish, dedicó toda su vida a la Ciencia y no se casó
nunca.
Scheele descendía de alemanes, pero vivió en Suecia durante toda su vida. Séptimo
miembro de una familia de once hijos, era mancebo de botica a la edad de catorce años. En
aquellos días, los farmacéuticos preparaban sus propios medicamentos y minerales, y a
menudo se convertían en fervientes investigadores en Química.
Scheele se convirtió en el más prolífico descubridor de nuevas sustancias en la historia de la
Química. Descubrió varios ácidos débiles en el mundo de las plantas (como, por ejemplo, el
ácido tartárico, el gálico, el málico, el cítrico y el oxálico) y un gran número de nuevos
gases, como el sulfuro de hidrógeno, el fluoruro de hidrógeno y el cianuro de hidrógeno.
Esos gases daba la casualidad que eran muy tóxicos, pero Scheele evitó morir intoxicado,
aunque, inocentemente, inhaló cianuro de hidrógeno, por ejemplo, para enterarse de su
olor. Scheele fue también el primero en demostrar que los huesos contenían fósforo. Entre
sus otros descubrimientos se encontraba el compuesto arseniuro de cobre, el cual es aún
conocido hoy día como «verde de Scheele».
No obstante, cuando se trató de los elementos químicos, Scheele fue, probablemente, el
químico con más mala suerte de todos los tiempos. Una y otra vez, perdió el derecho a un
descubrimiento por el espesor de un cabello.
Por ejemplo, preparó oxígeno (en 1771) tres años antes que Priestley, y estudió el nitrógeno
antes que Rutherford. Llamó al oxígeno «aire de fuego», porque las cosas ardían tan de
prisa, y llamó al nitrógeno «aire viciado», porque parecía tan consumido que no permitiría la
combustión. Scheele escribió una descripción de sus experimentos y envió el manuscrito a
un editor, pero éste retrasó el echarle un vistazo durante años. Para cuando apareció
impreso, Rutherford y Priestley ya habían informado de sus experimentos y fueron ellos los
que recibieron la fama por sus descubrimientos.
Scheele también llevó a cabo experimentos que mostraban la presencia de manganeso,
tungsteno y molibdeno en minerales. No obstante, en cada caso alguien más había aislado el
metal y conseguido que se le atribuyera el descubrimiento. Gahn (el descubridor del
manganeso) y Hjelm (el descubridor del molibdeno) fueron muy amigos de Scheele. Los
hermanos Elhúyar habían visitado a Scheele antes de encontrar el tungsteno. Pero todo lo
que Scheele consiguió de sus fructíferos estudios de minerales fue el que diesen en su honor
su nombre a un mineral: «scheelita», un mineral con el que preparó por primera vez un
compuesto de tungsteno.
La coronación de estos casi aciertos, y por el que es mejor conocido, fue su descubrimiento
del cloro. En 1774, trató un mineral llamado «pirolusita» con ácido clorhídrico (al que
Scheele llamó «ácido marino»). La reacción química produjo un gas verdoso con un olor
sofocante y desagradable. Observó que blanqueaba las hojas verdes y corroía los metales.
Scheele pensó que este gas se había formado al retirar el flogisto del ácido clorhídrico, por lo
que llamó al gas «ácido marino desflostigizado».
Scheele fue claramente el descubridor de este gas, que más tarde sería llamado cloro, de
una palabra griega que significa «verde». Pero no reconoció al gas como un elemento, y, por
esta razón, a veces incluso se ha visto privado de su descubrimiento.
La insólita mala suerte de Scheele se extendió incluso a su salud. Sufrió varios agudos
ataques de reuma, probablemente agravados por las largas horas que había dedicado al
trabajo nocturno, y murió a la edad de cuarenta y tres años.
Su muerte señala el fin de la era del flogisto. En la tabla 4 exponemos la relación de los doce
elementos descubiertos durante este período.
Capítulo 6
El Padre de la Química
Una de las razones de que la teoría del flogisto floreciera durante tanto tiempo, radicaba en
que los químicos no prestaban atención al aspecto cuantitativo de su ciencia. Mezclaban
sustancias, observaban y describían sus polvos y sus gases con gran cuidado, pero no los
medían. No les preocupaba que esas sustancias ganasen o perdiesen peso de forma
sorprendente durante sus transformaciones. Para los primeros químicos, eso parecía tener
escasa importancia.
Pero luego apareció un hombre que declaró que la medición era lo más importante, que
debería constituir la base de todos los experimentos químicos. Este hombre es considerado
ahora el «padre de la Química». Fue Antoine Laurent Lavoisier, de Francia (1743-1794).
Lavoisier había nacido en París, en el seno de una familia acomodada. Lo tuvo todo. Recibió
una excelente educación, consiguiendo primero licenciarse en Derecho (su padre era
abogado), luego estudió Astronomía, Historia Natural y Química. Bien parecido y brillante, se
casó con una hermosa e inteligente joven, con quien llevó una vida muy feliz. Su mujer se
interesó personalmente por su tarea y trabajó a su lado.
Seguramente, no podría imaginarse una descripción más feliz. Sin embargo, había un
germen de tragedia en la posición de Lavoisier. Su mujer era hija de uno de los jefes
ejecutivos de La Ferme Générale, una empresa privada que recaudaba los impuestos para el
Gobierno de Luis XVI. El propio Lavoisier era miembro de esta empresa. La Ferme Générale
operaba como una concesión y obtenía beneficios de todo lo que recaudaba por encima de la
suma fijada para pagar al Gobierno. Así, pues, extorsionaba todo lo que podía a la gente que
pagaba los impuestos, que estaba compuesta por los comerciantes de la clase media y los
campesinos, dado que la aristocracia estaba exenta de pagar impuestos. Como es natural,
los contribuyentes odiaban a La Ferme Générale, incluso más de lo que odiaban al Gobierno
del rey, y cuando dio principio la Revolución francesa, la concesionaria de impuestos
constituyó uno de sus principales objetivos...
Pero antes de que llegara el día de rendir cuentas, Lavoisier dispuso de veinte años de
trabajo en Ciencia y Tecnología, que fue de enorme beneficio para el pueblo francés y para
la Ciencia. Se ocupó en métodos para el abastecimiento de agua corriente a París y en la
iluminación de sus calles por las noches. Ayudó al descubrimiento de nuevas formas de
fabricación de salitre, uno de los ingredientes de la pólvora. Incluso antes de que realizara
sus trabajos más importantes en Química, Lavoisier fue admitido, a la edad de veinticinco
años, en la Academia Royale des Sciences, la más famosa sociedad científica francesa.
Poco después, en uno de sus primeros experimentos químicos, Lavoisier demostró la
importancia de medir las cosas con precisión. Repitió un experimento clásico de los
alquimistas, que lo consideraban una clara prueba de la transmutación de un «elemento».
Cuando el agua, incluso el agua destilada, era hervida con lentitud en una vasija de cristal,
siempre quedaban algunos sedimentos en el utensilio. Esto, según decían los alquimistas,
mostraba que parte del agua se había convertido en «tierra».
Lavoisier sospechaba que la verdadera respuesta era algo más, e imaginó una forma de
probar su punto de vista. Colocó un poco de agua de lluvia (agua que había sido destilada
por la Naturaleza) en un matraz limpio e hirvió después el agua durante ciento un días. El
recipiente había sido diseñado para que todo el agua evaporada se condensase en la parte
superior de la vasija y luego volviese a gotear. Así, la misma agua se evaporaba y
condensaba una y otra vez.
Al final de aquellos ciento un días, Lavoisier detuvo la ebullición y dejó condensar todo el
agua. Había un poco de sedimento en el fondo del matraz. Lo rascó y ahora pesó el agua y
el matraz por separado. Había pesado ambas cosas, con la balanza de más precisión que
pudo encontrar, antes de comenzar el experimento. Ahora halló que el agua tenía
exactamente el mismo peso que el agua de lluvia colocada originariamente. Pero el matraz
había perdido peso... Y lo que es más, su pérdida de peso era exactamente igual al peso del
sedimento. Por tanto, sólo existía una posible respuesta: el agua hirviendo había disuelto
parte del cristal. El sedimento no era «tierra», sino, simplemente, cristal disuelto que
desaparecía de la solución cuando el agua se enfriaba.
POR QUÉ ARDEN LAS COSAS
Las investigaciones de Lavoisier en métodos de iluminación de las calles de París, le habían
llevado a considerar varios combustibles para las lámparas, así como la naturaleza general
de la combustión. Ahora abordó el problema de la combustión con sus métodos
cuantitativos.
Colocó un poco de estaño en un recipiente cerrado y lo pesó todo, incluido el recipiente.
Luego pesó el recipiente. Un residuo se formó en el estaño. Ya era sabido, como hemos
indicado, que el residuo de un metal es más pesado que el metal en sí. Sin embargo, cuando
Lavoisier pesó el recipiente, descubrió que la formación del residuo de estaño no aumentaba
el peso del contenido del recipiente. Naturalmente, el residuo en sí era más pesado que el
estaño original. Esto significaba que debía de haber ganado peso a expensas de algo más en
el recipiente.
Cuando Lavoisier abrió el recipiente, el aire se precipitó dentro y el sistema aumentó de
peso. Este incremento era igual al peso extra del residuo. Así, pues, el residuo debía de
haber tomado algo del aire original.
Estos experimentos probaban un punto fundamental que Lavoisier averiguó que era cierto
en toda clase de reacciones químicas: la materia puede cambiar de forma, pero el peso total
de la materia implicada siempre sigue siendo el mismo. Cuando una sustancia gana o pierde
peso en aire, toma algo del aire y le da algo a éste. Esto lo mostró al pesar todo el sistema,
vapores incluidos. El principio que demostró fue más tarde llamado «Ley de conservación de
la masa».
¿Qué tomaba el estaño del aire cuando formaba el residuo? Lavoisier decidió que debía de
ser el «aire desflogistizado» de Priestley, es decir, la porción de aire que queda después de
haber sido tratado para retirar el «flogisto». Para probar su idea, Lavoisier calentó metales
en «aire desflogistizado». Los metales absorbían todo este gas.
Lavoisier concluyó que el aire estaba formado por dos gases: el «aire desflogistizado» de
Priestley, al que Lavoisier ahora llamó «oxígeno», y el «aire flogistizado» de Rutherford, al
que denominó «azoe». Oxígeno deriva de las palabras griegas oxys = ácido, y gennao =
engendrar, «que produce ácido»; aunque Lavoisier estaba equivocado al pensar que el
oxígeno se hallaba presente en todos los ácidos, su nombre para el gas ha quedado ya para
siempre. Derivó «azoe» de las palabras griegas a, privado, y zoé = «carente de vida»; como
recordarán, los ratones no podían vivir en el «aire flogistizado». Pero esta palabra de ázoe,
aunque existe también en español, ha sido sustituida modernamente por nitrógeno, por el
mineral de nitro con el que se prepara.
Lavoisier fue capaz de mostrar que, aproximadamente, una quinta parte del aire corriente
era oxígeno y nitrógeno las otras cuatro quintas partes.
Ahora Lavoisier presentó una nueva teoría de la combustión, para remplazar a la más
antigua del flogisto. Cuando una sustancia arde o se inflama, afirmó, se combina con
oxígeno para formar un «óxido». Al quemar carbón de madera se formaba un óxido de
carbono (bióxido de carbono). Un metal enmohecido forma un óxido («residuo»), que tiene
el peso del metal más el peso del oxígeno con el que se ha combinado. Cuando el carbón
vegetal se calienta con un óxido metálico, restaura el metal original, no porque se añada
flogisto, sino, simplemente, porque ha eliminado el oxígeno del residuo.
Lavoisier publicó su teoría del oxígeno de la combustión en 1783. En el mismo año se
consiguió un gran impulso en el problema con un experimento de Cavendish, el genio inglés,
que estaba también tratando de probar todo lo contrario. Cavendish, insistiendo en la teoría
del flogisto, pensaba que el «aire inflamable» que había preparado era flogisto. Si lo añadía
al «aire desflogistizado», razonaba, conseguiría «aire flogistizado». Como sabemos ahora, lo
que se proponía era quemar hidrógeno en oxígeno y, por tanto, formar nitrógeno.
Naturalmente, no consiguió nada de todo esto. Tras quemar su «aire inflamable» con «aire
desflogistizado», y recoger el vapor producido, averiguó que se condensaba en un líquido
claro que demostró ser agua...
Cavendish informó del resultado con gran exactitud, pero no supo cómo interpretarlo. Tan
pronto como Lavoisier se enteró de ello, supo la respuesta, y pudo confirmarla por medio de
experimentos. El «aire inflamable» de Cavendish, dijo, era un gas al que él denominaba
«hidrógeno», de las voces griegas que significaban «formador de agua». El hidrógeno y el
oxígeno combinados forman agua. El agua era el óxido del nitrógeno; o sea, su «residuo»
por decirlo así.
Este último experimento, enterró, por fin, las nociones de los antiguos griegos respecto de
los elementos. Demostró que el agua no era un elemento, sino un compuesto de hidrógeno
Y lo que es más, también acabó con la teoría del flogisto que ya estaba moribunda. Con esas
muertes, había nacido la Química moderna.
Si Lavoisier tenía un defecto, éste era que mostraba gran ansiedad por conseguir más
renombre que el que ya se merecía. En los informes que presentó de sus trabajos pasó por
alto mencionar que conocía los experimentos de Priestley y que ya había discutido la obra de
Priestley con el propio Priestley. Dejó la impresión de que había sido él solo quien
descubriera el oxígeno. Ni tampoco dejó claro que había llevado a cabo el experimento de la
combustión del hidrógeno poco después de enterarse de los trabajos de Cavendish.
Priestley y Cavendish debieron de quedar resentidos por esta conducta poco ética por parte
de Lavoisier. De todos modos, ninguno de ellos aceptó la teoría del oxígeno de Lavoisier
para la combustión. Ambos siguieron convencidos de la verdad de la teoría del flogisto hasta
el día de su muerte. Pero la historia no les ha privado de la fama por sus importantes
experimentos precursores que condujeron a la nueva química.
Aunque ya de una forma bastante rara, la Alquimia y los fraudes alquímicos continuaron
durante décadas después de Lavoisier. El emperador Francisco José, de Austria-Hungría, un
medievalista de fines del siglo xix, aún entregó dinero a los falsificadores, en 1867, que
afirmaban ser capaces de fabricar oro partiendo de plata y mercurio. En realidad, incluso
hoy día existen místicos y chiflados que creen en la Alquimia, como algunas personas aún
tienen fe en la Astrología, en la Numerología, en la Frenología y en otras formas de
misticismo.
EL NUEVO LENGUAJE
Los servicios de Lavoisier a la Química incluyen la acuñación de un nuevo sistema para
denominar a los productos químicos. Los alquimistas habían revestido su ignorancia (o su
decepción) con un lenguaje fantasioso y poético. Hablaban del oro como del «Sol» y de la
plata como de la «Luna». De los metales, originariamente conocidos, como «azogue» o
«agua plateada», les dieron el nombre del planeta Mercurio. Llamaron a la mezcla de ácido
nítrico y ácido clorhídrico, con la que se puede disolver el oro, «agua regia», un nombre que
todavía se sigue usando hoy.
Los químicos se hubieran encontrado desesperadamente dificultados en sus trabajos si
hubiesen continuado ofuscados por el fantasioso lenguaje de los alquimistas. Debía
producirse un nuevo arranque de las cosas, y Lavoisier, junto con algunos otros químicos
franceses, elaboró un nuevo sistema de nomenclatura química.
Este sistema está basado en los nombres de los elementos y designa a los compuestos de
acuerdo con los elementos con que están formados. Así a la sal, un compuesto de sodio y
cloro, se la llamó «cloruro sódico». El gas formado por hidrógeno y azufre es «sulfuro de
hidrógeno». Un ácido que contenga azufre es «ácido sulfúrico». Y todo a este tenor.
El sistema también posee nombres familiares para compuestos que contengan diferentes
proporciones de un elemento determinado. Por ejemplo, existe una serie de cuatro ácidos
compuestos de hidrógeno, cloro y oxígeno. Distribuidos en orden al contenido creciente de
oxígeno, se les denomina:
1) Ácido hipocloroso;
2) ácido cloroso;
3) ácido dórico;
4) ácido perclórico.
Si el hidrógeno de cada ácido es remplazado por el sodio, el resultado de los compuestos es
el siguiente:
1) Hipocloruro sódico;
2) cloruro sódico;
3) clorato sódico;
4) perclorato sódico.
La tendencia a una nomenclatura lógica se extendió a los mismos elementos. Antes de 1800,
los elementos habían sido denominados según la fantasía de los descubridores y sin existir
en absoluto ninguna regla. Después de 1800, se hizo habitual denominar a todos los nuevos
elementos metálicos con la terminación «o» o «io», y los elementos no metálicos con la
terminación «on» o «ina». Con una excepción (que mencionaremos después), todos los
elementos que no tengan esas terminaciones fueron descubiertos antes de la época de
Lavoisier.
En 1789, Lavoisier publicó el primer texto moderno de Química. Su título fue Traite
élémentaire de chimie (Tratado elemental de Química). En este libro, discutió todo el
conocimiento sobre Química a la luz de su nueva teoría de la combustión y empleó su
moderna nomenclatura. Hizo una lista de los elementos conocidos en su tiempo. La lista de
Lavoisier de treinta y tres «elementos» presenta algunos curiosos apartados. Por ejemplo,
incluyó la «luz» y el «calórico» (calor) entre estos elementos. Pero veintitrés de los treinta y
tres eran auténticos elementos.
El libro de texto de Lavoisier fue traducido a muchos idiomas y extendió la nueva química
por todas partes. Pero Lavoisier no vivió para presenciar su impacto mundial. El año 1789, el
año de la publicación de su tratado, fue también el de la Revolución francesa. Lavoisier
trabajaba retirado en su laboratorio, evitando la política, pero, en 1792, los extremistas que
se habían apoderado del mando de la Revolución, finalmente acabaron arrestándole como
«recaudador de impuestos». Lavoisier protestó que él era un científico, no un cobrador de
tributos. El oficial que le arrestó le contestó, airado:
—La República no tiene necesidad de científicos.
El extremista Jean Paul Marat, que se consideraba él mismo un científico, odiaba
profundamente a Lavoisier, porque el químico le había vetado cuando Marat solicitó su
ingreso en la Académie Royale des Sciences. Marat abogó personalmente porque Lavoisier
fuese condenado a la guillotina. El propio Marat fue asesinado poco después del veredicto,
pero, a pesar de ello, el 2 de mayo de 1794, Lavoisier era decapitado.
Irónicamente, sólo diez semanas después la cordura volvió a Francia y los extremistas
fueron derrocados. La ejecución de Lavoisier continúa siendo la mayor tragedia individual de
la Revolución francesa. La Ciencia y la Química, ciertamente, sufrieron una gran pérdida con
su muerte a la aún muy fructífera edad de cincuenta años.
Capítulo 7
Las Partículas Invisibles
La nueva química de Lavoisier hizo aún más intrigante que nunca la antigua pregunta: ¿Qué
era, a fin de cuentas, un elemento? ¿Qué distinguía a unos de otros? Existía una larga y
creciente lista de elementos, muchos de los cuales poseían algunas propiedades comunes.
Por ejemplo, el hierro, el cobalto y el níquel eran muy similares en diversas formas, pero el
hierro no podía cambiarse en níquel o cobalto, lo mismo que el plomo no podía ser
transmutado en oro. El hidrógeno, el nitrógeno y el oxígeno eran todos ellos gases incoloros,
pero los tres se comportaban de maneras muy diferentes cuando se les calentaba, y ninguna
cantidad de tratamiento violento podía transformarlos al uno en el otro.
Al cabo de dos décadas de la muerte de Lavoisier, el misterio de la inmutabilidad de los
elementos estaba resuelto. En realidad, la clave para todo aquel asunto había sido
conjeturada por unos cuantos inspirados griegos hacía ya más de dos mil años.
El filósofo griego Anaxágoras parece haber sido el primero en sugerir que toda la materia
estaba hecha de pequeñas partículas. Leucipo de Mileto quedó intrigado por la idea y la
discutió con su discípulo Demócrito (al que no debe confundirse con el alquimista Bolos
Demócrito).
Demócrito desarrolló más tarde esta idea. Había nacido en una pequeña ciudad del Egeo
llamada Abdera. Los griegos consideraban a Abdera como una típica población de palurdos,
y empezó a denominar «abderitas.» a los tipos ignorantes del campo. Demócrito fue un
abderita que podía ser cualquier cosa menos ignorante. Se convirtió en uno de los más
famosos filósofos de Grecia. (Digamos de paso que le llamaban el «Filósofo sonriente»,
debido a su aspecto jovial.)
Demócrito decidió que unas partículas invisibles eran las que formaban cada elemento, y
que la naturaleza del elemento dependía de la forma de las partículas. Así, el agua debía de
estar formada por esferas suaves, lo cual explicaría el porqué el agua fluiría con tanta
facilidad; las partículas de «tierra» deberían ser cubos, lo cual estaría en relación con la
dureza y estabilidad de ese «elemento»; las partículas de «fuego» serían aguzadas y
puntiagudas, lo cual explicaría por qué el fuego lastima. De estos varios tipos de partículas,
decía Demócrito, deberían estar construidas todas las sustancias conocidas.
Llamó a las pequeñas partículas «átomos» (de una palabra griega que significa invisible),
porque sostenía que no podían ser destruidos o desmenuzados en otros más pequeños.
Desgraciadamente, la teoría de Demócrito fue ridiculizada por Aristóteles, el más influyente
de todos los antiguos filósofos. Además, los escritos de Demócrito se perdieron, por lo que
sus ideas sólo pudieron ser conservadas en forma de ocasionales referencias críticas a los
mismos por parte de los demás filósofos.
Sin embargo, la teoría de los átomos no murió. Epicuro de Samos fue un acérrimo partidario
de las ideas de Demócrito. En el último siglo antes de Jesucristo, el filósofo romano Lucrecio,
un epicúreo, revivió la teoría atómica con su famoso De rerum natura (De la naturaleza de
las cosas). El libro de Lucrecio, escrito en latín, continuó teniendo influencia a través de toda
la Edad Media. Y lo mismo sucedió con un libro de un filósofo naturalista griego del siglo iii,
llamado Herón; su obra, titulada Pneumática (Acerca del aire), describía experimentos con el
aire y explicaba los resultados en unos términos de la teoría de que el aire estaba
compuesto de átomos.
Luego, en el siglo xvii, los experimentos de Robert Boyle prestaron más apoyo a la teoría,
cuando mostró que, una cantidad dada de aire, podía ser comprimida hasta adquirir un
volumen cada vez más pequeño al incrementar la presión. Esto, ciertamente, indicaba que el
aire estaba compuesto de partículas rodeadas de espacios vacíos.
A través de los siglos xvii y xviii, el «atomismo» alzó cada vez más interés. El gran Isaac
Newton creía en la existencia de átomos. Pero la prueba de su existencia no se obtuvo hasta
que los químicos comenzaron a estudiar sustancias por métodos de pesada, que habían sido
introducidos por Lavoisier.
En 1797, Joseph Louis Proust, un francés que trabajaba en España, alcanzó un importante
descubrimiento a partir del peso de los compuestos. Averiguó que los elementos siempre se
combinaban en ciertas definidas proporciones según el peso. Por ejemplo, en el carbonato
de cobre, un compuesto de cobre, carbono y oxígeno, la proporción de peso era siempre de
cinco partes de cobre, cuatro de oxígeno y una de carbono, una proporción de 5 : 4: 1.
La «ley de las proporciones definidas» de Proust fue la primera confirmación específica de la
idea atómica. Si la materia estaba hecha de indivisibles bloques de construcción, esto era
exactamente lo que uno esperaría encontrar: elementos que se combinarían en una
proporción numérica, como por ejemplo, cinco a uno, o cuatro a uno, y nunca cinco y cuarto
a uno, o cuatro y medio a uno, porque no se puede conseguir una fracción de los átomos.
Luego se produjo una posterior observación, la cual realmente estableció la teoría atómica.
El hombre que dio aquel paso, y formuló la teoría en unos términos comprensibles, fue John
Dalton, de Inglaterra (1766-1844).
Dalton era un maestro de escuela cuáquero, en una pequeña ciudad inglesa. Se convirtió en
un entusiasta del saber, que se interesó por todas las ciencias. Entre otras cosas, construyó
instrumentos para estudiar el tiempo, trazó cuidadosos registros diarios del tiempo, durante
cuarenta y seis años, y escribió un libro, que le permite ser considerado uno de los
fundadores de la ciencia de la Meteorología. Otro de sus logros fue el descubrimiento de la
ceguera a los colores, que aún se sigue llamando «daltonismo» en su honor. Dalton era,
personalmente, ciego a los colores. Pero este inconveniente no le impidió dedicarse a la
Química y conseguir sus mayores descubrimientos.
Dalton empezó con la ley de Proust de las proporciones definidas. Se sentía particularmente
sorprendido con el hecho de que dos elementos pudiesen combinarse en más de una forma.
Por ejemplo, había dos diferentes óxidos de carbono: el bióxido de carbono y el monóxido de
carbono (naturalmente, los gases no eran entonces conocidos con esos nombres). En el
bióxido de carbono, la proporción del oxígeno y del carbono, por pesos, era de 8 a 3; en el
monóxido de carbono, de 4 a 3. En otras palabras, la proporción de oxígeno en e] primer
compuesto era exactamente dos veces que en el segundo. Dalton llamó a su descubrimiento
la «ley de las proporciones múltiples».
¿Y eso qué significaba? Si tomamos el caso de los óxidos de carbono, ¿qué otra cosa podía
significar, excepto que el bióxido de carbono tenía dos átomos de oxígeno por uno de
carbono, y el monóxido de carbono tenía un átomo de oxígeno por otro de carbono?
Inmediatamente después (en 1803), Dalton se dedicó a la teoría atómica y trabajó en ella,
por primera vez, con un detalle racional. Cada elemento consistía en una clase particular de
átomo. Los átomos de varios elementos diferían en el peso. Dado que en un compuesto de
un carbono por un oxígeno (monóxido de carbono), la proporción de carbono a oxígeno en
peso era de 3 a 4, el átomo de carbono debía de ser las tres cuartas partes del peso del
átomo de oxígeno. De este modo Dalton elaboró los pesos relativos de un gran número de
elementos. Decidió que la distinción clave entre los diferentes elementos, radicaba en las
diferencias en su peso atómico.
Aquí había una razonable explicación de por qué el plomo no podía transformarse en oro, o
el hierro en cobalto, o el hidrógeno en nitrógeno. Para convertir un elemento en otro se
necesitaba cambiar los átomos de un peso en átomos de otro peso, una cosa que era
imposible de conseguir con la química (y que sólo se lograría con la física nuclear en el siglo
xx).
Dalton publicó su teoría atómica en un libro, con el título de Nuevo sistema de filosofía
química. Su «nuevo sistema» encontró resistencia, pero la mayoría de los químicos la
aceptaron en seguida.
¿Por qué, de repente, se aceptaban con entusiasmo las opiniones de Dalton, mientras que
durante miles de años los científicos no habían tomado en serio la sugerencia de Demócrito
sobre la misma idea? Lo que ocurría es que, en realidad, todo el telón de fondo había
cambiado. Ahora se llevaba ya siglo y medio de detalladas observaciones y experimentos
para respaldar la interpretación de Dalton. Demostró que su teoría atómica podía explicar
todas las observaciones y mediciones.
UNA VARIEDAD DE «TIERRAS»
El descubrimiento de los nuevos elementos se aceleró. Ya lo había hecho incluso antes de
que Dalton expusiera su teoría. Uno de los más activos descubridores fue un químico alemán
llamado Martin Heinrich Klaproth (1743-1817). Al igual que Scheele, Klaproth comenzó
como mancebo de botica y llegó a convertirse en una gran autoridad en minerales y profesor
de Química en la Universidad de Berlín.
En 1789, el año de la publicación del tratado de Lavoisier, Klaproth estaba investigando un
mineral oscuro y pesado, que se había encontrado en una antigua mina de Bohemia.
Disolvió el mineral con un ácido fuerte y luego neutralizó el ácido. Se depositó polvo
amarillo. Klaproth decidió, correctamente, que aquello era óxido del nuevo metal.
Siguiendo la pauta de los alquimistas que habían denominado a los elementos conforme a
los planetas, Klaproth asignó al metal el nombre del planeta Urano, que había sido
descubierto en los cielos apenas ocho años antes. Así que el nuevo elemento fue llamado
«uranio». En el mismo año, Klaproth extrajo el óxido de otro nuevo metal de una piedra
semipreciosa llamada circón, y denominó a este elemento «circonio»1.
Klaproth era un hombre que no albergaba deseos de alcanzar fama alguna que no le
correspondiese. Anotó que, en 1782, Franz Joseph Müller había descubierto un elemento
nuevo que fuera pasado por alto y al que todavía no se le había dado nombre (véase
capítulo 5). Klaproth llamó la atención del mundo científico y denominó al elemento
«telurio» («tierra»). Tuvo cuidado de señalar que la fama de aquel descubrimiento
pertenecía a Müller.
Hizo lo mismo por otro sacerdote inglés llamado William Gregor, el cual, en 1791, descubrió
el óxido de un nuevo metal en una arena negra que encontró en su propia parroquia. La
descripción de Gregor pasó inadvertida hasta que Klaproth llamó la atención hacia ella. De
nuevo sugirió un nombre para aquel elemento —«titanio» (según los titanes de la mitología
griega)—, y atribuyó a Gregor la fama del descubrimiento.
La virtud siempre trae aparejada su recompensa. Lavoisier nunca recibió la fama de
descubridor de elementos, como tanto ansiaba. Por otra parte, Klaproth, que hizo todo lo
1 Por lo general, la fama por el descubrimiento de un elemento pertenece al hombre que lo ha aislado por primera vez. No obstante, en algunas ocasiones se le atribuye al hombre que ha purificado por vez primera el óxido y muestra que debe contener un nuevo elemento. Klaproth nunca aisló el uranio (aunque pensara haberlo hecho) o el circonio.
En realidad, ninguno de estos dos metales fue conseguido con una razonable pureza hasta el siglo XX. (N. del A.) que pudo por evitar una fama inmerecida, sin embargo, a menudo es considerado como el
descubridor del telurio y del titanio.
Los óxidos de uranio, circonio y titanio fueron llamados «tierras» porque eran insolubles en
agua y no se veían afectados por el calor. En 1794, fue descubierta una particularmente
interesante nueva «tierra», en un mineral obtenido en una cantera de piedra en la pequeña
ciudad de Ytterby, en Suecia. Acabó por llegar a manos de un químico finlandés llamado
Juan Gadolin, otro de los discípulos de Bergman (véase capítulo 5). Gadolin llamó al nuevo
metal «itria», por el nombre de la ciudad, y el metal en sí llegó con el tiempo a ser conocido
como «itrio». Y Gadolin consiguió se le atribuyera su descubrimiento.
Esta nueva «tierra» era en extremo infrecuente, por lo cual se la llamó «tierra rara». Muy
pronto aparecieron otras «tierras raras».
Un muchacho sueco de quince años, llamado Wilhelm Hisinger, encontró un interesante
mineral en la finca de su padre, y lo envió a Scheele para su análisis. El pobre y
desafortunado Scheele no encontró nada desacostumbrado en él, pero Hisinger siguió
conservando su interés por el mineral y, posteriormente, a la edad de treinta y siete años,
mostró que contenía un nuevo elemento. Lo llamó «cerio», por el asteroide Ceres, que había
sido descubierto en 1801.
En 1798, un químico francés, Louis Nicolas Vauquelin, estaba analizando un mineral que
había sido descubierto en Siberia. Consiguió del mismo unos hermosos compuestos rojos y
amarillos, que se volvían de un brillante color verde cuando se añadían determinados
productos químicos. De estos compuestos extrajo el óxido de un nuevo metal y, calentando
el óxido con carbón vegetal, aisló trozos del metal en sí. Lo llamó cromo, de la palabra
griega chroma, que significa «color».
Al año siguiente, Vauquelin descubrió un óxido de otro nuevo metal en una gema
semipreciosa llamada berilo. Este metal sería denominado berilio.
Aproximadamente hacia el mismo tiempo, Estados Unidos contribuyó con un nuevo
elemento. Antes de la Revolución, el gobernador colonial había enviado a Londres un mineral
raro encontrado en Connecticut. En 1801, un químico inglés, Charles Hatchett, cortó un
trozo de la muestra y lo analizó. Decidió que contenía un nuevo metal y lo llamó
«columbio», por Columbia, el poético sobrenombre de la nueva nación de Estados Unidos.
Algunos años después, el químico inglés William Hyde Wollaston, tras analizar un segundo
fragmento, declaró que el «columbio» era el mismo elemento que el «tantalio», que había
sido descubierto por un químico sueco, Anders Gustaf Ekeberg, y que le había puesto el
nombre tomado de Tántalo, uno de los personajes de la mitología griega.
Finalmente, en 1846, el asunto fue zanjado por un químico alemán, Heinrich Rose, el cual
probó que Hatchett tenía razón y que Wollaston estaba equivocado. El columbio era muy
similar al tantalio, pero no idéntico a él. A causa de su semejanza con el tantalio, Rose dio al
columbio el nuevo nombre de «niobio», por Níobe, la hija de Tántalo. Durante muchos años,
los europeos llamaron al elemento niobio y los norteamericanos columbio, pero, en la
actualidad, el nombre oficial es el de niobio.
Wollaston enmendó su yerro desenterrando algunos descubrimientos genuinos. Le gustaba
trabajar con los minerales de platino, un metal muy fascinante. Al igual que el oro, era un
«metal noble», es decir, que formaba compuestos con muchas dificultades y que, además,
no se enmohecían u oxidaban. No era tan hermoso como el oro (ningún metal lo es), pero
era mucho más raro y más valioso.
Al igual que el oro, el platino podía ser disuelto en «agua regia». Pero dio la casualidad de
que también se disolvieron con él algunas de sus impurezas. Wollaston separó esas
impurezas, y en 1803, descubrió dos metales ligeros que eran similares en comportamiento
al platino, pero no «nobles». Los llamó «paladio» y «rodio»: paladio en honor de un
planetoide recientemente descubierto, Palas, y rodio, del griego rhodon, «de color rosa»,
puesto que el elemento formaba compuestos de ese color.
Otro químico inglés, Smithson Tennant (con quien Wollaston había trabajado en un tiempo
como ayudante), encontró otros dos metales en el platino, pero que eran más «nobles» que
el platino. No eran solubles en agua regia. Tennant les llamó «osmio» e «iridio». El osmio,
del griego osme, que significa «olor», dado que uno de los compuestos del elemento tenía
un aroma desagradable. El iridio fue denominado así de la palabra griega iris, «arco iris»,
por el gran colorido de sus compuestos.
Como resumen de este capítulo, en la tabla 5 presentamos una lista de los elementos
descubiertos de los siglos XVIII al XIX.
Capítulo 8
Descubrimientos con Electricidad
La lista de Lavoisier de treinta y tres «elementos» incluía varias sustancias que algunos
químicos creían que se trataba de compuestos. Éstos eran «cal», «magnesia», «barita»,
«alúmina» y «sílice».
La cal es una palabra que deriva del vocablo latino «calx». Se formaba al calentar piedra
caliza. Magnesia llevaba este nombre por la ciudad griega cerca de la cual, de acuerdo con la
leyenda, se había descubierto por primera vez. Barita, que se obtenía de un mineral muy
pesado, deriva del griego barys, que significa «pesado». Alúmina procedía de un mineral
muy corriente denominado «alumen» y sílice del pedernal, al que los romanos habían
llamado «sílex».
Lavoisier consideraba que todos ellos eran elementos, porque no podían ser reducidos
calentándolos con carbón vegetal. Pero otros químicos sospechaban que realmente eran
óxidos, y buscaron otra forma de liberar su oxígeno y encontrar sus elementos constitutivos.
Y tuvieron éxito al hallar un medio, que fue la electricidad.
En aquel tiempo, la electricidad era un nuevo juguete, muy excitante y popular. Benjamín
Franklin había extraído electricidad de una nube de tormenta con su famosa cometa.
Alessandro Volta, de Italia, acababa de inventar su pila eléctrica (en 1800). Las noticias de
sus trabajos se extendieron con rapidez por el mundo científico, con un efecto tan
electrizante como sus propias corrientes.
En Inglaterra, un científico llamado William Nicholson, y su joven amigo Anthony Carlisle,
iniciaron en seguida unos experimentos químicos con electricidad. Introdujeron dos
electrodos de una batería en agua ligeramente acidulada, y vieron que, al pasar la corriente
eléctrica a través del agua originaba burbujas de gas que aparecían en cada electrodo. El
gas resultó ser oxígeno en un electrodo e hidrógeno en el otro. En resumen, la electricidad
descomponía el agua en hidrógeno y oxígeno: dos partes de hidrógeno y una parte de
oxígeno. (Dalton, desarrollando su teoría atómica, había cometido el error de suponer que el
agua contenía un átomo de hidrógeno por uno de oxígeno y, por consiguiente, la mayor
parte de sus pesos atómicos eran incorrectos.)
El experimento de Nicholson-Carlisle demostraba que la electricidad podía separar dos
elementos de un compuesto. Pronto se derivaron hechos muy importantes de esta
demostración.
DAVY DA EN EL BLANCO
Dos jóvenes químicos siguieron por este camino. Se trataba de Jöns Jakob Berzelius, de
Suecia (1779-1848) y Humphry Davy, de Inglaterra (1778-1829).
Berzelius, criado por su padrastro, pasó una infancia muy difícil y dura, pero al final
consiguió asistir a la Facultad de Medicina y obtuvo su licenciatura. No obstante, no se
hallaba muy interesado por los temas médicos. Lo que realmente le interesaba era
experimentar en problemas químicos. Bajo la guía de su maestro (un sobrino del gran
Bergman), emprendió investigaciones en este campo y se convirtió en el químico más
importante de su tiempo.
Como profesor de química, Berzelius fue un apasionado conferenciante. Los estudiantes
acudieron a él desde toda Europa. Sus puntos de vista acerca de cada rama de la Química se
convirtieron casi en ley, aunque, a menudo, se equivocó... En la historia de la Química, la
primera mitad del siglo xix puede ser considerada la «era de Berzelius».
Berzelius publicó un tratado de Química (en 1808), que sustituyó al de Lavoisier como
primera autoridad en este tema. Durante casi treinta arios, publicó también un informe
anual acerca del progreso de la Química. En sus últimos años, como un anciano estadista de
la Química, el conservador profesor Berzelius, por lo general, consiguió encontrarse siempre
en el lado equivocado de la mayor parte de las controversias acerca de las nuevas teorías.
Pero acertado o equivocado, a través de toda su vida había constituido una fuerza
estimuladora en el conjunto del excitante mundo de la Química.
Una de sus primeras contribuciones la constituyó el sugerir, después de repetir el
experimento de Nicholson-Carlisle, que los elementos llevaban cargas de electricidad. A
partir de aquí, puso en marcha una teoría de reacciones químicas que fue ampliamente
aceptada, aunque demostró ser errónea. No obstante, la idea de las cargas eléctricas sobre
los átomos, se comprobó que era acertada casi un siglo después.
Humphry Davy también fue un muchacho pobre en sus comienzos. Al igual que otros
muchos químicos de su tiempo, trabajó como mancebo de botica. Empezó a interesarse por
la Química después de leer el tratado de Lavoisier. En 1779, cuando tenía sólo veintiún
años, de repente, se encontró con la fama al haber descubierto algo llamado «gas hilarante
o de la risa». Este gas es un óxido nitroso, un compuesto de dos átomos de nitrógeno y uno de oxígeno.Tan pronto como lo hubo preparado Davy, se descubrió que poseía asombrosas propiedades. La gente que respiraba el óxido nitroso parecía perder el dominio de sí mismo.
Sus emociones se hacían ingobernables: reían, lloraban y, por lo general, se comportaban de
una forma alocada. El respirar aquella droga se convirtió en una verdadera manía. (Hasta
muchos años después no fue adoptada por la clase médica como anestésico, para extraer
dientes u otras intervenciones menores.)
Dado el alcance de su descubrimiento, Davy se convirtió en un conferenciante popular sobre
temas químicos. La Ciencia se hallaba en pleno apogeo. La nueva máquina de vapor y los
vuelos en globo constituían los temas diarios de conversación, lo mismo que sucedió
después con los cohetes y los astronautas. Davy era una persona bien parecida, un
excelente orador y muy hábil en espectaculares demostraciones con electricidad y con otras
maravillas de la nueva ciencia. Auténticas multitudes se reunían para escucharle.
Pero Davy estaba menos interesado en las conferencias que en los trabajos de laboratorio.
¿Y qué pasaría si se utilizara la electricidad para disociar aquellos compuestos tan
íntimamente unidos que los químicos habían fracasado en separar?
Davy empezó primero con la sustancia llamada «potasa». Era, literalmente, una ceniza,
obtenida al quemar ciertas plantas y luego al poner las cenizas en remojo en un gran
recipiente. Davy comenzó por hacer pasar una corriente eléctrica a través de una solución
de potasa. Todo cuanto consiguió fue hidrógeno y oxígeno, tras descomponer el agua.
Decidió que debía llevar a cabo aquel experimento en ausencia de agua. Por tanto, mezcló
potasa seca e hizo pasar la corriente a través de una mezcla calentada. Para ello, tuvo que
fabricar unas grandes pilas capaces de suministrar unas corrientes más potentes que la
pequeña pila original de Volta.
Al instante, aparecieron pequeños glóbulos en uno de los electrodos de platino. Davy estaba
seguro de que aquella sustancia metálica era un nuevo elemento. Lo llamó «potasio» (de
potasa). Descubrió que el potasio poseía una extraordinaria actividad química y que podía
reaccionar con cualquier otra sustancia. En agua, por ejemplo, captaba los átomos de
oxígeno y liberaba el hidrógeno con tal energía que éste se inflamaba.
Unos pocos días después, Davy intentó el mismo experimentó con sosa, también un
producto obtenido tras quemar plantas. De la sosa aisló el «sodio», un elemento muy
parecido al potasio.
Los árabes habían llamado a la sosa y a la potasa al-qili (que significa «la ceniza»). Ésta es
la razón de que se haga referencia a estas sustancias como «álcalis», y el potasio y el sodio
sean conocidos como metales alcalinos.
Tras aislar estos elementos, Davy se dedicó a tratar de separar algunos de los «elementos»
de Lavoisier, comenzando con la cal. Al principio, no consiguió nada. Pero, llegados a este
punto, Berzelius acudió en su ayuda. Berzelius había descubierto que, cuando añadía un
compuesto de mercurio a la cal, o la barita, y hacía pasar una corriente a través del mismo,
conseguía una «amalgama» de mercurio y algún otro metal. Escribió a Davy contándole sus
resultados. Esto permitió a Davy comenzar de nuevo. Preparó la amalgama y luego la
calentó fuertemente.
El ensayo dio resultado. De la amalgama obtenida de la cal, aisló un metal al que llamó
«calcio» (de la palabra latina calx). A partir de la barita consiguió «bario», y de la magnesia
aisló el «magnesio». Siguió aplicando el mismo tratamiento a un mineral que tenía un
nombre derivado de la ciudad escocesa de Strontian, y, a partir de él, separó otro elemento
metálico: el «estroncio».
Estos tres elementos son conocidos en la actualidad con el nombre de «metales
alcalinotérreos».
PÉRDIDAS Y GANANCIAS DE DAVY
Davy puede ser también relacionado con otros dos elementos.
En 1810, informó de unos experimentos que parecían mostrar que el gas verde que Scheele
había obtenido del ácido clorhídrico era un elemento, no un compuesto, como Scheele había
creído. Davy lo llamó «cloro» por su color verde. Durante años, Berzelius y los químicos
franceses Joseph Louis Gay-Lussac y Louis Jacques Thénard negaron que el cloro fuese un
elemento. Pero Gay-Lussac y Thénard fracasaron en sus esfuerzos para separarlo en
sustancias más simples. (Digamos de pasada que Gay-Lussac ascendió a seis kilómetros de
altura en un globo, en 1804, para comprobar la composición del aire a grandes alturas. Fue
uno de los primeros científicos importantes en aventurarse de esta manera en la tercera
dimensión.)
Finalmente, el asunto fue resuelto de forma indirecta a través del descubrimiento de un
elemento parecido al cloro por otro químico francés, Bernard Courtois. Estaba
experimentando con las cenizas de algas, una buena fuente de sodio y de potasio. Al tratar
las cenizas con un ácido fuerte para retirar los compuestos de azufre, Courtois se percató de
que salía un vapor de color violeta. Enfrió los cristales oscuros de una nueva sustancia.
Decidió que se trataba de un elemento y lo denominó «yodo», por la voz griega que designa
el color violeta.
El yodo demostró ser muy similar químicamente al cloro. Si el yodo era un elemento, parecía
muy verosímil que el cloro también lo fuese. Este razonamiento convenció a Berzelius.
En 1826, se obtuvo un posterior descubrimiento que acabó de resolver el asunto. Un
químico francés llamado Antoine Jérôme Balard, que trabajaba con sales precipitadas de
agua de mar, descubrió que, al añadir ciertos productos químicos, la volvían de color pardo.
Siguió el rastro de este color pardo hasta llegar a un nuevo elemento con un fuerte y
desagradable olor. Balard lo denominó bromo, del griego brômos, fetidez.
El bromo, el yodo y el cloro formaban todos ellos compuestos similares: por ejemplo, las
sales de bromo y yodo son muy parecidas al cloruro sódico. Por esta razón, esos tres
elementos son llamados «halógenos», de las palabras griegas halós, sal, y gennao,
engendrar, «formadores de sal».
No obstante, Gay-Lussac y Thénard vencieron a Davy en otra competición. Durante muchos
años, los químicos habían intentado aislar un nuevo elemento del bórax. Lavoisier estaba
tan seguro de que su ácido, el ácido bórico, contenía semejante elemento que incluyó el
«radical bórico» en su lista de elementos. En 1808, Gay-Lussac y Thénard decidieron
arrancar una hoja del libro de Davy e ir detrás de este elemento.
Davy había demostrado que los átomos de potasio se adherían con mucha fuerza a los de
oxígeno. Por tanto, debía de existir una afinidad más intensa hacia los átomos de oxígeno
que hacia los de carbono, porque, al calentar potasa con carbón vegetal, no se conseguía
separar el potasio del oxígeno. Por tanto, Gay-Lussac y Thénard trataron de calentar ácido
bórico con potasio, al tener la idea de que, ya que el potasio poseía tanta afinidad hacia el
oxígeno, debía apoderarse y separar el oxígeno donde el carbono había fracasado.
(Digamos, de paso, que Napoleón Bonaparte había financiado sus experimentos, porque
deseaba una victoria científica sobre Inglaterra, con la que Francia estaba en guerra en
aquel tiempo. Como pueden ver, la rivalidad científica entre naciones, con propósitos de
propaganda, no es un nuevo fenómeno de nuestro tiempo.)
Los franceses se apuntaron una victoria. Su experimento produjo el nuevo elemento «boro».
Independientemente, Davy estaba intentando lo mismo y también aisló el boro, pero lo
logró, exactamente, nueve días después que los franceses.
BERZELIUS SE UNE A LA CAZA
Mientras tanto, Berzelius también había comenzado a mostrarse activo en el juego de la
caza de los elementos. Contaba con un gran número de casi aciertos. Davy le había vencido
en el descubrimiento del bario y del calcio. Berzelius trabajó durante algún tiempo con
Hisinger y estuvo muy cerca de compartir la fama por el descubrimiento del cerio, pero
Hisinger lo consiguió por sí mismo más tarde. Uno de los alumnos de Berzelius, llamado
Johan August Arfvedson, también encontró un elemento independientemente. El joven
Arfvedson decidió que cierto mineral sueco debía contener un metal químicamente activo,
similar a los metales alcalinos (sodio y potasio) que se habían encontrado en las plantas.
Llamó a este elemento nuevo litio, del griego lithión, «piedra». Arfvedson no tuvo éxito en
aislar el litio, pero Davy lo hizo más tarde.
En 1817, el mismo año en que Arfvedson encontró el litio, uno de los estudiantes de
Vauquelin, un químico alemán que se llamaba Friedrich Stromeyer, separó un nuevo metal
similar al cinc de un mineral llamado «cadmia». Así que denomino cadmio, al nuevo
elemento.
Por último, el propio Berzelius conseguiría ser un descubridor por sí mismo. Estaba
predestinado a conseguirlo, más pronto o más tarde, puesto que tenía un dedo metido en
cada pastel... En 1818, se encontraba analizando muestras de cierto ácido sulfúrico
preparado en una ciudad minera sueca, y encontró una impureza que creyó que se trataba
de un nuevo metal. Al principio, pensó que debería tratarse del telurio, pero cuando aisló el
metal, demostró ser algo más: un nuevo elemento que se parecía al telurio. A causa de que
el telurio había sido denominado así por la tierra, Berzelius llamó al nuevo elemento
«selenio», de la palabra griega que designa a la Luna.
En 1824, Berzelius se dedicó a la sílice, una tierra en la lista de elementos de Lavoisier, que
Davy no había conseguido aún romper. Tras adoptar el método de Gay-Lussac y Thénard,
Berzelius calentó sílice con potasio. Y consiguió el éxito al aislar el elemento silicio.
Luego se dedicó a la última «tierra» de la lista de Lavoisier: la alúmina. Davy y Berzelius
trataron ambos de aislarla por medios eléctricos, pero sin éxito. Sin embargo, en 1827, un
discípulo de Berzelius, Friedrich Wöhler, consiguió extraer una pequeña cantidad de metal,
bastante impuro, de este óxido. Naturalmente, este metal era el aluminio. No se conseguiría
un método eléctrico para purificar el aluminio a una escala sustancial, hasta 1886, cuatro
años después del fallecimiento de Wöhler.
Berzelius añadió aún un tercer elemento a su propia lista de descubrimientos. En 1829, en
un mineral que le había enviado un ministro noruego, encontró un metal al que llamó
«torio», del nombre del dios noruego Thor.
Un año después, un discípulo de Berzelius, Nils Gabriel Sefström, descubrió otro nuevo
metal en una muestra de mena de hierro, y también lo denominó según una antigua deidad
noruega. Eligió a una diosa, Vanadis, y llamó al elemento «vanadio».
En la tabla 6 damos una relación de los elementos descubiertos en la primera cuarta parte
del siglo dominado por Davy y Berzelius.
Capítulo 9
Símbolos y Pesos
Hacia 1830, aquella primitiva pregunta de Tales «¿De qué está hecho el Universo?», ya
había recibido una asombrosa cosecha de respuestas. Buscando las piezas básicas del
edificio del Universo, los químicos habían encontrado ya cincuenta y cuatro elementos
diferentes... Y no hay que decir los muchos más que aún aguardaban su descubrimiento...
La química se había convertido en una selva.
Con todos estos elementos, y el vasto número de compuestos que podían formarse con los
mismos, los químicos debían de ingeniarse un sistema más sencillo de etiquetarlos, pues, de
otro modo, se perderían en una gran maraña de nombres larguísima.
Los alquimistas habían inventado símbolos para sus elementos, pero esos, signoscabalísticos, tomados de la astrología, aún hacían a la química más misteriosa. Por ejemplo:
En el siglo XVIII, Étienne François Geoffroy añadió más símbolos ocultos para elementos y
compuestos: una pequeña corona para el antimonio, un triángulo con el vértice hacia arriba
para el azufre, una cruz con dos puntos para el vinagre, y todo de esta forma...
Este lenguaje carecía de sentido y era difícil de recordar. Cuando Dalton propuso su teoría
de los átomos (que representó como unas pequeñas esferas), trató de simplificar las cosas
al representar cada elemento con un círculo con una marca distintiva: el oxígeno era un
círculo blanco; el carbón, un círculo negro; el hidrógeno, un círculo con un punto; el
nitrógeno un círculo atravesado por una línea vertical; otros elementos tenían una inicial en
el círculo, como «s» para el azufre, «g» para el oro, etcétera.
Fue Berzelius quien, al final, trazó un sistema racional. ¿Por qué no simplificar el uso de la
letra inicial del nombre de cada elemento en funciones de su símbolo? (Para soslayar las
diferencias de los idiomas, por ejemplo, nitrógeno o ázoe era nitrogen en inglés, azote en
francés y Stickstoff en alemán, los tomó de los nombres latinos como idioma universal. De
todos modos, al ser el español un idioma neolatino es fácil rastrear la mayor parte de los
nombres, pues poseen iniciales parecidas...
Así, el oxígeno se convirtió en O; el hidrógeno en H; el nitrógeno en N; el carbono en C,
etcétera. Y cuando más de un elemento comenzaban por la misma letra inicial, se añadía
una segunda letra para evitar la confusión. Así, Ca para el calcio, Cd para el cadmio, Cl para
el cloro...
Esta forma abreviada mostraba de qué estaba formado un compuesto de una sola ojeada.
CO2 (dióxido de carbono) nos dice que la molécula tiene un átomo de carbono y dos de
oxígeno. De un modo parecido, H2O, NH2, CaSO4, y todas las demás expresiones parecidas
son muy fáciles de leer y definen de una forma unívoca los compuestos.
El sistema lógico de Berzelius, como es natural, fue en seguida adoptado y ha quedado ya
igual desde entonces.
En las tablas 7 y 8 damos la lista de los cincuenta y cuatro elementos conocidos en 1830,
con sus símbolos. La razón de estas dos tablas es tan sólo para mostrar que una parte de los
símbolos (en la tabla 8) que están tomados de los nombres en latín no son los mismos en
español. Algunas diferencias se observan en nombres que en español han cambiado alguna
letra de su palabra latina. Por ejemplo, Na, por sodio, procede de la voz latina natrium; Au,
por oro, es la palabra latina aurum; Fe, por hierro, de la voz ferrum, etc.
PESANDO LOS ÁTOMOS
La química tiene aún otra gran deuda con Berzelius. Tras crear un lenguaje para los
elementos, procedió a establecer sus pesos atómicos sobre unas bases sólidas.
Dalton trató de determinar los pesos atómicos, pero se equivocó en muchos de ellos debido
a que trabajaba con poca habilidad. Berzelius se pasó más años analizando varios miles de
compuestos y pesando exactamente cuánto contenía de cada uno. Como nivel comparativo
de los pesos relativos de los elementos, al final se basó en el peso del hidrógeno igual a 1, y
midiendo a todos los demás como múltiplos de esta unidad. Más tarde, los químicos se
percataron de que habría conseguido unos valores más exactos si hubiese utilizado el
oxígeno, con un peso atómico exacto de 16, como estándar. (Más recientemente, ha sido
elegido el carbono 12, el isótopo de carbono con un peso atómico de 12, como el modelo
más preciso disponible, y la tabla de los pesos atómicos ha sido calculada de nuevo sobre
esta base.)
Hacia 1826, Berzelius había preparado una relación de pesos atómicos, que incluso los
químicos del siglo xx la consideran muy buena. Sólo tres de sus pesos atómicos no son
correctos... Los tres equivocados correspondían a la plata, el sodio y el potasio; sus valores
para los mismos eran dos veces superiores a las correctas. De todos modos, sus mediciones
constituyeron una indiscutible prueba de habilidad y una tarea muy dificultosa.
Para estar seguros, desde entonces los químicos han hecho gran número de correcciones y
definiciones de los datos de Berzelius, desarrollando los métodos más delicados para estas
mediciones. Para poner un ejemplo, digamos que Berzelius encontró el átomo de azufre dos
veces más pesado que el átomo de oxígeno, lo cual daba al azufre un peso atómico de 32.
Unos setenta años después, los químicos situaron este peso en 32,06. En 1925, colocaron
en la medición otro decimal, es decir, 32,064. En 1956, lo corrigieron a 30,066. Pero pueden
observar, de todos modos, lo cercano que se encuentran estos cálculos de los de Berzelius.
En la tabla 9 damos una lista de los cincuenta y cuatro elementos conocidos en su tiempo,
con sus pesos atómicos, sobre la base del oxígeno igual a 16,000. Estos pesos se aproximan
mucho a los de Berzelius en casi todos los casos.
Una vez son conocidos los pesos atómicos, los pesos relativos de las moléculas individuales
pueden ser calculados con facilidad. Por ejemplo, el «peso molecular» del carbonato de
sodio, Na2CO3, es la suma de los dos átomos de sodio (22,991 más 22,991), un átomo de
carbono (12,011) y tres átomos de oxígeno (16,0000 más 16,0000 más 16,0000), todo lo
cual suma la cantidad de 105,993.
EL CONGRESO DE KARLSRUHE
Por extraño que parezca, la mayoría de los químicos de su época no creían mucho en la lista
de Berzelius de los pesos atómicos. Los átomos eran pequeños, invisibles, intangibles:
¿cómo podía uno estar seguro de lo que pesaban? Los químicos preferían calcular en
términos de sus mediciones directas de las sustancias que manejaban. Por ejemplo,
averiguaron que el agua contenía ocho partes de oxígeno por una parte de hidrógeno en
peso. Por tanto, afirmaban que el «equivalente en peso» del oxígeno era 8. Esto les parecía
más significativo que decir que el peso atómico del oxígeno era 16.
No obstante, muchos químicos empezaron a confundir peso equivalente con peso atómico, y
a menudo encasillaban el peso atómico del oxígeno como 8. Además, no eran tan
cuidadosos en distinguir entre «peso atómico» y «peso molecular».
Como resultado de todo ello, se alzaban frecuentes desacuerdos de cómo escribir las
fórmulas de las moléculas más complicadas, particularmente aquellas en que se hallaba
implicado el carbono. Con un químico afirmando que una molécula tendría dos átomos de
oxígeno con un peso de 8 cada uno, y otro que decía que debería tener un átomo de oxígeno
con un peso de 16, pueden percatarse de que se desperdiciaba una horrorosa cantidad de
energía en esas inútiles disputas.
Al fin, uno de los químicos más importantes de aquella época, Friedrich August Kekule, de
Alemania, propuso: ¿Por qué no convocar una conferencia de los químicos más importantes
de toda Europa y discutir el asunto?
De este modo, en 1860, se reunió el Primer Congreso Internacional de Química, en la ciudad
dé Karlsruhe, en el pequeño reino de Badén, al otro lado del Rin y próximo a Francia.
Empezó con mal pie. Los químicos hablaban y hablaban y no parecían llegar a ninguna
parte. Luego, un químico italiano llamado Stanislao Cannizzaro, de repente, cambió todo el
espíritu de la reunión.
Cannizzaro era un hombre valeroso muy acostumbrado a las controversias. Había tomado
una parte muy activa en la revolución contra Nápoles, en su Sicilia natal, y tuvo que salir de
allí a toda prisa cuando se perdió la Revolución. Trabajando y esperando su momento
oportuno, en Francia y Egipto, regresó a Italia en 1860, cuando se estaba formando el
nuevo reino de una Italia unida. (Cannizzaro llegó a ser más adelante vicepresidente del
Senado italiano.) Ahora, en mitad de aquel desorden, aún tuvo tiempo para acudir al
Congreso de Karlsruhe.
Enfrentándose a los químicos que disputaban, Cannizzaro electrizó a la asamblea con una
ardiente defensa del punto de vista atómico en Química. Pongamos fin, solicitó, a la
confusión entre átomos y moléculas, entre pesos equivalentes y pesos atómicos. Al
concentrarse en los pesos atómicos, se podía aclarar sus fórmulas y poner orden en todo
aquel caos.
Cannizzaro convenció a los químicos. Regresaron a sus laboratorios con nueva confianza y
comenzaron a trabajar de una forma más sistemática y con provechosos resultados.
Mientras tanto, habían ido apareciendo nuevos elementos.
Uno de los ayudantes favoritos de Berzelius, Cari Gustav Mosander, había analizado una
tierra rara llamada ceria (óxido de cerio). De una muestra del mineral, disolvió, con un ácido
fuerte, un nuevo óxido. A sugerencia de Berzelius, Mosander lo llamó «lantana» (de una
palabra griega que significaba «escondido»), porque se había ocultado en el mineral.
Constituyó el óxido un nuevo elemento, el cual, naturalmente, fue denominado «lantano».
Dos años después, Mosander aisló otro óxido de su preparación. Este metal era tan parecido
al lantano que lo llamó «didimio» (del griego didymos, «gemelos»). En la actualidad, el
didimio no es un elemento sino una mezcla de dos elementos casi idénticos, unos auténticos
gemelos... Sin embargo, esto no se descubrió hasta cuarenta años más tarde, mucho
después de la muerte de Mosander.
Mosander se dedicó a la tierra rara «itria». Después de dos años de trabajo, mostró que la
itria podía separarse en tres óxidos. Uno, que poseía las características propiedades de itria,
era incoloro. Los otros dos formaban un óxido amarillo, al que llamó «erbia» y otro de color
rosa al que bautizó como «terbia». Los metales fueron, respectivamente, el «erbio» y el
«terbio». Así, los tres elementos —itrio, erbio y terbio—, tiene todos nombres de la pequeña
aldea de Ytterby.
Ya hemos mencionado, al final del capítulo 7, que las menas del platino albergaban cinco
elementos.: platino, osmio, iridio, paladio y rodio. En 1844, se descubrió un sexto «metal de
platino». Karl Karlovich Klaus, un huérfano estoniano de ascendencia alemana, y mancebo
también de botica, consiguió al final desempeñar el oficio de boticario en las estepas del
Volga, donde pasó muchos años entregado al estudio de las plantas y la vida animal. Luego
se dedicó a la investigación mineralógica y comenzó a estudiar las menas de platino en los
montes Urales. Empezó, deliberadamente, la caza de metales. Uno por uno, separó a cada
uno de los cinco metales conocidos de platino, y al final encontró a un sexto, más raro que
cualquiera de los otros cinco. Lo llamó «rutenio», según el antiguo nombre de Rusia.
En la tabla 10 exponemos la relación de los elementos descubiertos durante la década final
de la vida de Berzelius.
En la época del Primer Congreso Internacional de Química, en Karlsruhe, el número de los
elementos conocidos ascendía ya a cincuenta y ocho.
Capítulo 10
Pistas en el Espectro
Después del Congreso de Karlsruhe, los pesos atómicos se convirtieron en un gran factor en
la investigación de los elementos, al igual que el trabajo de cada día de los químicos. Parecía
como si el peso atómico hubiese arrojado luz en las semejanzas y diferencias entre los
elementos, y pudiese conducir al descubrimiento de otros nuevos.
Por ejemplo, teníamos el cobalto y el níquel. El peso atómico del cobalto es 58,94 y el del
níquel, 58,71. Los dos elementos eran muy parecidos entre sí. Tal vez esto significase que,
cuanto más cercanos, fuesen dos elementos en peso atómico, más similitudes tendrían.
El problema con esta teoría radicaba en que no acababa de funcionar. Los pesos atómicos
del cobre y el cinc eran muy próximos: 63,54 y 65,38, respectivamente. Sin embargo, los
dos metales no se parecían en nada. Si se consideraba el azufre (peso atómico 32,066) y el
cloro (35,457), a pesar de la proximidad de sus pesos atómicos, químicamente
representaban polos opuestos: el azufre es un sólido amarillo y el cloro un gas verde, y
ambos se comportan de forma muy diferente en las reacciones químicas.
Por otra parte, y para hacer las cosas aún más intrigantes, los químicos averiguaron que
algunos elementos que diferían ampliamente en peso atómico, tenían propiedades muy
similares. Por ejemplo, el sodio y el potasio eran muy semejantes, aunque el peso atómico
del segundo fuese casi el doble del primero.
¿No estaría equivocada por completo toda la especulación sobre el peso atómico? No del
todo... Ya en 1817, Johann Wolfgang Döbereiner, un químico alemán, se había percatado de
algo interesante.
Döbereiner estaba intrigado por tres elementos: el calcio, el bario y el estroncio. Los tres
eran parecidos de algún modo. ¿Y qué cabía decir de sus diferencias? Pues el calcio se funde
a una temperatura de 851° C y el bario a 710° C, mientras que el punto de fusión del
estroncio queda en medio: 800 grados centígrados.
Luego había que fijarse en su actividad química. El calcio es muy activo. Un trozo de calcio
añadido al agua reacciona con el oxígeno y libera hidrógeno. El bario es considerablemente
más activo, pero su reacción con el agua es menos vigorosa. ¿Y qué decir del estroncio? Su
actividad es intermedia.
Los tres elementos forman compuestos parecidos. Por ejemplo, el sulfato cálcico (CaSO4), el
sulfato bárico (BaSO4) y el sulfato de estroncio (SrSO4). Ahora bien, el sulfato cálcico es
moderadamente soluble en agua, el sulfato bárico apenas es soluble, y —supongo que ya lo
habrán imaginado— el sulfato de estroncio tiene una solubilidad intermedia.
Este estado intermedio del estroncio se muestra en otras centenares de formas.
Lo que más interesaba a Döbereiner era cómo se adecuaba todo esto con la situación de
pesos atómicos. Según las mediciones de Berzelius, el peso atómico del calcio era 40,
mientras el del bario era 137, y el del estroncio 88... Es decir, casi exactamente la cantidad
intermedia entre los dos pesos atómicos...
En otras palabras, el estroncio, cuyo comportamiento parecía estar a mitad de camino entre
el calcio y el bario, también se hallaba en una posición intermedia en lo referente al peso
atómico.
Döbereiner abandonó este asunto durante algún tiempo. Era un hombre que practicaba
numerosas actividades. Entre otras cosas, se hizo famoso como inventor de la «lámpara
Döbereiner», que fue uno de los mecanismos conocidos para emplear un catalizador. Con
este aparato proyectó un chorro de hidrógeno sobre un poco de platino en polvo; al incidir
sobre el platino, el hidrógeno se inflamó. Berzelius dio el nombre de «catálisis» a este
proceso, en el que una sustancia (como el platino) produce una reacción sin ser ella misma
consumida.
Döbereiner también es conocido por otra ilustre asociación: llegó a ser amigo íntimo de
Goethe y enseñó Química al gran poeta.
En 1829, Döbereiner volvió a su juego de números con tríos de elementos. Uno de los
nuevos tríos que consideró fue el azufre, el selenio y el telurio. Aquí de nuevo había una
tríada de elementos que poseían unas propiedades químicas muy similares y un miembro —
el selenio— estaba a mitad de camino entre los otros dos en comportamiento y en peso
atómico: el del azufre era de 32, el del telurio 128 y el del selenio 79. Döbereiner encontró
un tercer caso de la misma especie. Éste se relacionaba con el cloro, el bromo y el yodo. El
cloro es un gas ligeramente coloreado y muy activo. El yodo es un sólido bastante coloreado
de oscuro y considerablemente menos activo. ¿Y el bromo? Es un líquido medianamente
oscuro con una mediana actividad. Y también es intermedio en todas las otras cosas. (En
realidad, cuando se descubrió por primera vez, algunos químicos pensaban que era un
compuesto de cloro y yodo.) Y, de acuerdo con los valores de Berzelius, el peso atómico del
cloro era de 35 ½, el del yodo 127 y el del bromo se encontraba casi exactamente en la
mitad, con sus 80.
Döbereiner quedó fascinado. Le costó sudores de muerte el informar al mundo científico de
lo que había observado en esas «tríadas» de elementos. Pero estaba demasiado adelantado
respecto de su tiempo... Los químicos de su época no vieron utilidad en todo aquello...
Pensaron que el juego de Döbereiner era simplemente eso, jugar con números...
HUELLAS DACTILARES EN COLOR
Hacia la década de 1850, la persecución de los elementos tomó un giro gracias al
descubrimiento de una nueva técnica.
Esto era volver al viejo descubrimiento de Newton de que la luz tenía un espectro de
diferentes colores. Newton había separado aquellos colores, al hacer pasar la luz solar a
través de un prisma de cristal. Más tarde, los químicos descubrieron que las diferentes
sustancias emitían unos colores distintivos cuando se las calentaba. Por ejemplo, en 1758, el
químico alemán Marggraff (el hombre que aisló por primera vez el cinc), se percató de que
la sosa ardía con una llama amarilla y la potasa con una llama violeta. En 1834, un físico
inglés, Henry Fox Talbot (que fue uno de los inventores de la fotografía), llevó un paso
adelante esta especie de análisis del color. Ya se había averiguado que el litio y el estroncio
ardían con una llama roja. ¿Sus colores eran exactamente el mismo, o había pequeñas
diferencias entre ellos? Talbot pasó la luz de cada llama a través de un prisma y descubrió
que los dos espectros eran muy diferentes.
Llegado el momento, un físico de Pennsylvania, llamado David Alter, tras estudiar la luz en
numerosos gases y metales, realizó la atrevida sugerencia de que cada elemento tenía su
propio espectro.
En este momento oportuno, dos físicos alemanes, Robert Wilhelm Bunsen y Gustav Robert
Kirchhoff, se presentaron con un invento (en 1859) que era exactamente lo que le habría
encargado el norteamericano. Su invento fue el espectroscopio (una invención más
importante que aquella otra que haría famoso a Bunsen: el mechero Bunsen).
Bunsen y Kirchhoff habían ideado un instrumento simple, que hacía pasar la luz a través de un
estrecho orificio y luego por un prisma. El prisma extendía los colores en una franja que
abarcaba todo el espectro del arco iris. La luz blanca, que contenía todos los colores,
formaba una banda continua. Pero cuando sólo ciertos colores estaban presentes en la luz,
los mismos aparecían como unas líneas brillantes (imágenes de la abertura), en los lugares
apropiados del espectro. Así, por ejemplo, la llama de sodio, mostraría unas líneas
prominentes en la región del amarillo del espectro (además de, secundariamente, las líneas
para los colores menos importantes de su llama).
Aquí, al fin, había un medio rápido y conveniente de identificar a un elemento, o incluso a un
compuesto. Cada elemento, según averiguaron Bunsen y Kirchhoff, tenía su propio y
característico modelo de líneas espectrales, tan distintivo como las huellas digitales... Sólo
había que calentar una sustancia hasta hacerla brillar, mirar luego su línea espectral en el
espectroscopio, y ya se podía decir, de un simple vistazo, qué elementos estaban presentes,
aunque algunos sólo apareciesen en muy pequeñas proporciones.
Y lo que es más, se podían descubrir nuevos elementos cuando unas no familiares huellas
digitales aparecían en el análisis espectral de un mineral o de cualquier muestra de materia.
Ahora, los elementos desconocidos podían ser rastreados sistemáticamente, en vez de
recurrir a la pura casualidad...
Bunsen y Kirchhoff encontraron rápidamente dos nuevos elementos. Al estudiar algunas
muestras de minerales que contenían litio, descubrieron dos líneas extrañas, una azul y otra
roja. La línea azul demostró pertenecer a un nuevo metal alcalino, al que llamaron «cesio»
(de la palabra latina coesius, que significa «azul»), y la línea roja pertenecía a un metal al
que denominaron «rubidio» (del latín rubidus, rubio).
EL ESPECTROSCOPIO EN LA TIERRA Y EN EL CIELO
El espectroscopio fue adoptado en seguida por los demás químicos. El mismo año en que se
descubrió el rubidio, William Crookes, de Inglaterra, encontró otro nuevo elemento en
algunas sales formadas en la fabricación del ácido sulfúrico. Estaba particularmente
interesado en el elemento selenio, pero cuando calentó esas sales y estudió la luz por el
espectroscopio, descubrió una nueva línea verde, que no pertenecía a las líneas del selenio.
Esta línea verde reveló un nuevo elemento, al que Crookes denominó «talio», del vocablo
griego thallós, «rama verde».
A continuación, un físico alemán ciego a los colores, llamado Ferdinand Reich, y que formaba
equipo con un químico, Hieronymus Theodor Richter, añadió otro elemento a la lista, en
1863. Se encontraban estudiando un mineral de cinc con el espectroscopio. Richter, que no
era ciego a los colores, observó una línea de color índigo, que no correspondía a ninguna
línea conocida. Asignaron a este nuevo elemento el nombre de «indio».
Mientras tanto, el espectroscopio había sido adoptado también por los astrónomos para
observar a las estrellas. Muchos años antes de que el instrumento fuese inventado, el físico
alemán Josef von Fraunhofer había empleado un prisma para analizar la luz solar que
pasaba a través de una abertura. Encontró centenares de líneas oscuras (que todavía siguen
llamándose «líneas de Fraunhofer») en el espectro del sol. Las líneas oscuras constituyeron
un misterio hasta la invención del espectroscopio, que hizo posible experimentos de
laboratorio que las explicasen.
El espectroscopio mostró que los elementos en estado frío (es decir, que no brillasen)
absorberían luz de la misma longitud de onda que las que emitían cuando brillaban. Por
ejemplo, el hidrógeno caliente muestra líneas brillantes en cierta longitud de onda azul; el
hidrógeno frío absorbería la luz que fuese de esa misma longitud de onda. De este modo,
cuando el espectroscopio recibe luz que ha pasado a través de hidrógeno frío, las líneas
oscuras aparecen en el espectro de la misma longitud de onda.
Dicho todo esto, ¿qué significaban las líneas de Fraunhofer en el espectro de la luz solar?
Pues que unos gases fríos en la atmósfera solar absorbían parte de la luz que emitía el sol. Y
si esto era así, entonces las líneas oscuras contendrían las huellas dactilares de los
elementos de la atmósfera del sol. En otras palabras, el espectroscopio le haría posible al
hombre averiguar qué elementos estaban presentes en la atmósfera de los, cuerpos
celestes, no sólo del sol, sino también de otras estrellas e incluso de los planetas.
Los astrónomos rápidamente averiguaron que los elementos de los cuerpos espaciales eran
los mismos que los de la Tierra. Aristóteles se había equivocado por completo: el universo
celeste no estaba hecho de algún «éter» especial, o «quintaesencia», sino de la misma
materia que nuestro planeta.
De todos modos, un elemento desconocido en la Tierra apareció en el Sol. En 1868, los
astrónomos observaban la atmósfera del Sol con un espectroscopio, durante un eclipse
solar, y el francés Pierre Jules César Janssen observó la presencia de una nueva línea
amarilla. Un astrónomo inglés, Norman Lockyer, sugirió que aquello representaba un nuevo
elemento; lo llamó «helio» (del vocablo griego helios, que designaba al Sol). Los químicos
no lo aceptaron en aquella época. El helio no se añadió, oficialmente, a la lista de los
elementos hasta muchos años después, cuando se le encontró en la Tierra...
La tabla 11 facilita la relación de los cuatro elementos descubiertos con el espectroscopio
poco después de la invención de este instrumento.
La lista de los elementos había aumentado ya a sesenta y dos. Era aún sólo una lista. Con la
excepción de Döbereiner, nadie había visto ninguna clase de ritmo o razón en esta colección
de elementos. Ya era hora de que alguien los ordenase y tratara de distribuir o clasificar a
los elementos en alguna clase de orden.
Capítulo 11
En Orden de Pesos Atómicos...
Existen varios medios lógicos en que se puedan relacionar los elementos: en el orden
cronológico de su descubrimiento (ya lo hemos hecho así en la mayor parte de las tablas
que he dado), o alfabéticamente, o en el orden de su peso atómico. Esta última disposición
(véase tabla 12), por lo menos representa algún sentido físico. Pero resulta poco atrayente
desde el punto de vista de aclarar algo respecto de las propiedades de los elementos.
En 1862, un geólogo francés llamado Alexandre Émile Béguyer de Chancourtois, se estaba
divirtiendo escribiendo la lista de los elementos en una columna espiral. La cosa más
interesante de esta divertida disposición fue que las tríadas de Döbereiner se dispusieron en
línea en un orden relacionado. Por ejemplo, la tríada del calcio, del estroncio y del bario se
encontraba en una línea vertical, con el estroncio inmediatamente debajo del calcio y el
bario debajo del estroncio. Lo mismo resultaba cierto respecto de la tríada del cloro, del
bromo y del yodo, y asimismo en la tríada del azufre, selenio y telurio.
Béguyer de Chancourtois llamó a su disposición «tornillo telúrico». Incluso lo imprimió, pero
nadie se fijó en ello. En primer lugar, era un escritor muy pobre; en segundo lugar, empleó
una terminología geológica y los químicos no le entendieron; y, en tercer lugar, la
publicación pasó por alto incluir el diagrama en que se mostraba los elementos dispuestos
en forma cilíndrica. Su publicación no consiguió dejar la menor huella en el mundo de la
Química.
Pero una buena idea siempre salta de nuevo, más temprano o más tarde. En 1864, un
químico inglés llamado John Alexander Reina Newlands, también se entretenía enrollando la
lista de los elementos en columna. Se percató de que, dividiendo la lista en columnas de
siete elementos cada uno (en el orden de pesos atómicos), conseguía una pauta definida de
similitudes familiares. Sus tres primeras columnas las mostramos en la tabla 13.
(Newlands incluía el flúor porque su existencia ya era sospechada, aunque no figurase aún
en la lista oficial. Debería haber colocado el vanadio en la tercera columna —después del
titanio—, pero tenía un peso atómico erróneo para ese elemento y, por tanto, lo situó mucho
más abajo en la relación.)
LA LEY DE LAS OCTAVAS
Lancemos de nuevo una ojeada a la primera columna de Newlands y veamos qué podemos
hacer con ella.
En primer lugar aparece el hidrógeno, un gas bastante activo. A continuación, el litio, un
sólido activo. En tercer lugar, el berilio, un sólido menos activo; luego el boro, un sólido aún
menos activo; a continuación el carbono, un sólido aún mucho menos activo. Después de
éste, el nitrógeno, un gas inactivo; finalmente, el oxígeno, un gas activo.
Hasta aquí, esto no significa mucho. Pero probemos con la segunda columna.
En primer lugar tenemos al flúor, un gas activo; luego el sodio, un sólido activo; el
magnesio, un sólido menos activo; el aluminio, un sólido aún menos activo y, finalmente, el
silicio, que es un sólido muchísimo menos activo.
Ahora ya hemos encontrado algo. La segunda columna repite la pauta de la primera.
Además, los parecidos, no son sólo superficiales. El flúor presenta varias similitudes
químicas con el hidrógeno, y el sodio es muy parecido también al litio. Del mismo modo, el
magnesio, el aluminio y el silicio son, químicamente, semejantes al berilio, al boro y al
carbono, respectivamente.
Los últimos dos elementos de la segunda columna, el fósforo y el azufre, resultan un poco
decepcionantes. No son gases, como sus contrapartidas, el nitrógeno y el oxígeno, en la
primera columna. Y, sin embargo, existen semejanzas químicas. El fósforo combina con
otros elementos de una forma parecida al nitrógeno, y lo mismo ocurre con el azufre y el
oxígeno.
¿Y qué cabe decir de la tercera columna? En primer lugar tenemos al cloro, un gas activo
muy parecido al flúor. El potasio, el segundo en la columna, es un sólido activo y un primo
químico del sodio y del litio, número 2 en la primera y en la segunda columnas,
respectivamente. El calcio, el número 3 en la tercera columna, se parece al berilio y al
magnesio de las primeras dos columnas. Y todo de una forma semejante.
Newlands estaba seguro de que había conseguido algo. Su tabla explicaba maravillosamente
las tríadas de Döbereiner. El cloro encabezaba la tercera columna; el bromo, la quinta, y el
yodo la séptima columna. A esta tríada, ahora Newlands podía añadir el hidrógeno y el flúor,
que encabezaban la primera y la segunda columnas y que presentaban similitudes químicas
con el cloro, el bromo y el yodo.
Una vez más, la tríada de Döbereiner del calcio, el estroncio y el bario se encontraban todos
en el tercer lugar de sus respectivas columnas, y podía añadírsele el berilio y el magnesio.
Finalmente, el azufre, el selenio y el telurio, la tercera tríada, estaban todos al final de las
columnas.
Döbereiner había seguido la pista correcta, pero no sólo había llegado suficientemente lejos.
La tabla de Newland no revelaba ahora tríadas sino quintetos, e incluso familias mayores, de
elementos similares. Todo cuanto había que hacer era encontrar familias que pudiesen
leerse horizontalmente a través de las columnas.
Newlands recordó en aquel momento las octavas de la escala musical. Al igual que la música
tenía sus octavas, así su tabla de los elementos tenía sus intervalos de octavas, con siete
elementos en cada grupo (que correspondían a las siete notas, do, re, mi, ja, sol, la, si).
Newlands denominó a su descubrimiento «la ley de las octavas».
Por desgracia, la tabla de Newlands tenía serios defectos. Algunos de los elementos,
obviamente, no encajaban en los lugares que les había asignado. Por ejemplo, el hierro, el
último elemento de la tercera columna, era por completo diferente, en cualquier forma, al
oxígeno y al azufre, los miembros que ocupaban el último lugar en las primera y segunda
columnas; ni tampoco formaban la misma clase de compuestos. Dediquémonos ahora a
considerar los elementos del principio de las ocho columnas de Newlands.
Hidrógeno, flúor, cloro, bromo y yodo, ciertamente, pueden todos incluirse en la misma
familia. Pero el cobalto, el níquel, el paladio, el platino y el iridio no se corresponden con
éstos Apenas cabe imaginar unos elementos más distintos que el flúor y el iridio. El flúor es
el elemento más activo de toda la lista y el iridio, el menos activo. El flúor es un gas y el
iridio, un metal...
Además, para mantener el ritmo de las similitudes en sus octavas, Newlands tuvo que
doblar los elementos en algunas posiciones; es decir, el cobalto con el níquel y el platino con
el iridio. También debía situar algunos elementos en un falso orden respecto del peso
atómico. Por ejemplo, colocó al cromo por delante del titanio, aunque sabía que su peso
atómico era superior, porque el cromo se parecía más al aluminio que al silicio (véase tabla
13).
Primera columna hidrógeno
Segunda columna flúor
Tercera columna cloro
Cuarta columna cobalto y níquel
Quinta columna bromo
Sexta columna paladio
Séptima columna yodo
Octava columna platino e iridio
La mayoría de los químicos ridiculizaron la tabla de Newlands, y las publicaciones científicas
se negaron a publicar su artículo en que describía la ley de las octavas.
El hecho es que Newlands había llegado a una idea correcta, pero había cometido un simple
error que convertía a su tabla en desesperanzadamente inútil. El defecto radicaba en su «ley
de las octavas»; se había equivocado al contar en sus columnas por grupos de siete.
ALARGANDO LOS PERÍODOS
En 1870, seis años después de la brillante aunque abortada inspiración de Newlands, un
químico alemán llamado Julius Lothar Meyer introdujo también la nariz en este problema.
Pero Meyer se aproximó de forma opuesta al intentar disponer los elementos: en vez de
tratar de colocarlos en una disposición rigurosa, como Béguyer de Chancourtois y Newlands
habían hecho, permitió que fuesen las propiedades de los elementos las que determinasen
su posición.
Meyer se concentró en una propiedad en particular: el peso. Se preguntó acerca del extraño
hecho de que los pesos específicos de los elementos (el peso de un volumen dado de la
sustancia cuando se le asignaba una escala) no eran consistentes con sus pesos atómicos
relativos. Por ejemplo, tomemos el cesio y el bario. En volumen, el bario es casi dos veces
más pesado que el cesio: el peso específico del bario (su peso en comparación con el
volumen igual de agua) es de 3,78, mientras que el del cesio es sólo de 1,903. Sin embargo,
ambos tienen un peso atómico muy próximo: 132,91 para el cesio y 137,36 para el bario.
Esto sólo podía significar una cosa: en sus concentraciones en volumen, los átomos del bario
debían de estar unidos dos veces más próximamente que los átomos de cesio. Para
expresarlo de otra forma: el «volumen atómico» del bario era sólo la mitad del cesio.
Meyer siguió con toda la lista de elementos, agrupando volumen atómico contra peso
atómico y consiguiendo una gráfica que tomó la forma de una serie de ondas.
Para mostrar el resultado tan sencillo como sea posible, hemos dibujado una forma
simplificada de esta gráfica, dejando fuera el hidrógeno y comenzando con el litio, el
segundo elemento más ligero entonces conocido (véase tabla 14). El litio tiene un cierto
volumen atómico. Meyer descubrió que los volúmenes atómicos de los elementos que siguen
a éste, van descendiendo al principio (por ejemplo, para el berilio y el boro) y luego
comienzan a aumentar (como en el carbono, el nitrógeno, el oxígeno, el flúor y el sodio, que
tienen, sucesivamente, mayores volúmenes atómicos). El sodio alcanza un ápice (más alto
que el litio); después de eso, los volúmenes atómicos comienzan a descender de nuevo y
luego se elevan hasta que alcanzan el ápice superior del potasio. Y así continúa con toda la
serie de elementos, con los volúmenes atómicos aumentando y disminuyendo como en una
serie de ondas.
Puede observarse ahora que los puestos máximos del diagrama parcial que presentamos
corresponden al litio, al sodio, al potasio, al rubidio y al cesio. Todos ellos son metales
alcalinos. Forman una auténtica y consistente pauta de elementos muy estrechamente
emparentados. Y lo mismo cabe decir de la serie de elementos en la parte inferior de las
curvas y los que se encuentran en otras posiciones de las mismas. En otras palabras,
cuando Meyer clasificó los elementos, de acuerdo con el volumen atómico, y en relación con
el peso atómico, fue uniendo familias.
El diagrama nos muestra un hecho significativo que nos indica dónde se equivocó Newlands.
Las ondas se van haciendo mayores a medida que proseguimos con la lista de los elementos
(o hacia «arriba» de la lista, considerando su creciente volumen atómico). Las primeras dos
ondas, (del litio al sodio y del sodio al potasio) son casi de la misma longitud; las dos
siguientes son ya más de dos veces más largas. Si Newlands hubiese hecho las siguientes
columnas dos veces más largas que las dos primeras (combinando las columnas 3 y 4, 5 y 6
y 7 y 8), hubiera resuelto una de sus dificultades. Las cinco columnas habrían estado
encabezadas por el hidrógeno, el flúor, el cloro, el bromo y el yodo, todos ellos productos
químicos emparentados. Cobalto, níquel, paladio, platino e iridio no hubieran aparecido en
escena para estropear las cosas.
Meyer, como ya hemos indicado, publicó su gráfica en 1870. La historia debería haber hecho
de él un hombre famoso. Pero llegó exactamente un año tarde. En 1869, un químico ruso
había publicado una tabla que se convertiría en la biblia más duradera de los elementos.
Capítulo 12
La Tabla Periódica
Esta gran contribución a la Química llegada de Rusia, era de lo más desconcertante en sí
misma. En los siglos xviii y xix, la Química había sido casi un monopolio de los países
occidentales de Europa, en particular de Alemania, Suecia, Francia e Inglaterra. Rusia se
encontraba tan lejos de la Ciencia como de las demás otras formas del conocimiento. Sus
habitantes eran dejados, deliberadamente, en el analfabetismo por los despóticos zares
rusos, que temían que la educación de los campesinos les condujese a la revolución.
Incluso así, en el siglo xviii Rusia había producido uno de los mayores químicos de todos los
tiempos: Mijail Vasilievich Lomonósov (1711-1765). Este hijo de un pobre pescador de aldea
del extremo norte, había conseguido acudir a Moscú para recibir educación. Se mostró tan
prometedor en la escuela, que lo enviaron a Alemania para que cursara estudios en Química.
Lomonósov se distinguió en numerosos campos; escribió alguna de las mejores poesías en
idioma ruso; reformó la lengua al simplificar su gramática y se convirtió en el Lavoisier de
Rusia. Incluso hoy día continúa siendo una de las figuras más veneradas de la historia rusa.
Entre otros honores, el nombre de Lomonósov ha sido concedido al pueblo en donde nació y
también a uno de los cráteres de la cara oculta de la Luna, la cual fotografió un sputnik
soviético, por primera vez, en 1959.
Pero, en su propio tiempo, Lomonósov fue poco conocido fuera de Rusia. Los científicos de
los demás países no leían los informes rusos; incluso la mayoría de ellos desconocían el
idioma. (Aún siguen haciéndolo hoy, aunque a muchos de ellos les gustaría saberlo.) Si los
químicos del siglo xviii hubieran leído los escritos de Lomonósov, se habrían enterado de que
había resuelto el problema de la química de la combustión (al llevar a cabo experimentos
parecidos a los de Lavoisier), veinte años antes que el propio Lavoisier...
Después que Lavoisier publicase su teoría de la combustión (independientemente de
Lomonósov), fue otro químico ruso, Vasili Vladimirovich Petrov, el que llevó a cabo unos
experimentos concluyentes que lo probaron. En 1797, demostró que, en el vacío (es decir,
sin oxígeno), el fósforo no ardía y los metales no dejaban residuos. Ésta era una concluyente
desaprobación de la teoría del flogisto y una demostración de la importancia del oxígeno.
Pero los químicos occidentales tampoco se enteraron del trabajo de Petrov.
No obstante, el ruso que nos interesa ahora no son ni Lomonósov ni Petrov, sino un tal
Dimitri Ivanovich Mendeleiev.
Mendeleiev había nacido en Siberia, en la ciudad de Tobolsk. Su madre se supone que
pertenecía al pueblo mongol. Dmitri fue el menor de sus 14 ó 17 hijos (los registros no han
aclarado el número exacto). Su padre era el director de la escuela superior del pueblo, pero
se quedó ciego cuando Dmitri era muy joven. Para mantener a una familia tan numerosa, la
madre de Dmitri instaló una fábrica de vidrio.
Cuando Dmitri tenía dieciséis años y terminó los estudios primarios, su padre murió y la
fábrica de su madre se incendió. Aquella increíblemente enérgica y arrojada mujer, decidió
que su hijo más joven y brillante debería recibir una educación superior. Mandó a Dmitri a
Moscú, a miles de kilómetros de distancia. Pero en esto la madre fue desairada, puesto que
la Universidad no admitió a Dmitri. Rechinando los dientes, la mujer se dirigió a San
Petersburgo. Allí, un amigo de su difunto marido, consiguió que el joven Mendeleiev
ingresara en la Universidad. Una vez cumplida su misión, la señora Mendeleiev murió poco
después...
Dmitri Mendeleiev sentía inclinación hacia la Ciencia, a la que había sido atraído por su
primer maestro, un exiliado político en Siberia. Acabó la carrera universitaria el primero de
su clase. Luego viajó a Francia y Alemania para conseguir la experiencia que le era imposible
alcanzar en Rusia.
En Alemania, trabajó con Bunsen, que acababa de inventar el espectroscopio. Mendeleiev
también asistió al Congreso de Karlsruhe, y debió de quedar profundamente influido por
aquel gran discurso de Cannizzaro acerca de los pesos atómicos.
El joven siberiano regresó a San Petersburgo y, a la edad de treinta y dos años, se convirtió
en un auténtico profesor de Química.
Pronto se convirtió en el más interesante conferenciante de Rusia, y muy poco después, en
uno de los mejores de Europa. También escribió un tratado de Química, con el título de Los
principios de la Química, el cual, probablemente, fue el mejor que se había escrito jamás en
ruso.
VALENCIA Y LA TABLA
A finales, de los años 1860, Mendeleiev, como la mayoría de los químicos anteriores a él, se
había enfrentado al problema de encontrar cierta clase de orden en la lista de los elementos.
En Alemania, Meyer estaba trabajando en aquel problema desde el punto de vista de los
volúmenes atómicos. Mendeleiev, que no estaba enterado de la labor de Meyer, enfocó el
asunto desde un ángulo diferente. Su punto de partida fue el de las «valencias» de los
elementos.
Desde hacía muchos años, era ya conocido que cada elemento tenía cierto «poder de
combinación». El átomo de hidrógeno, por ejemplo, sólo podía hacerse cargo de otro átomo
a la vez: nunca se combinaba con dos átomos de oxígeno, digamos, para formar HO2. Por
otra parte, el oxígeno, podía combinarse con dos, pero sólo dos, de otros átomos (por
ejemplo, H2O). Podríamos decir que el átomo de hidrógeno es monógamo y el átomo de
oxígeno, bígamo...
Así, pues, el hidrógeno tenía un «poder de combinación» de uno. Lo mismo le ocurre al
sodio, al flúor, al bromo, al potasio, al yodo y a otros pocos elementos más. El oxígeno y
otro cierto número de elementos tienen un poder de enlace de dos. El nitrógeno y otros más
un poder de combinación de tres (por ejemplo, NH4). Y así por este estilo.
En 1852, un químico inglés llamado Edward Frankland acuñó el término «valencia» (del latín
valens, participio de valere, valer) para configurar esta capacidad de combinación. Cada
elemento tenía asignada una valencia, según su comportamiento químico.
Ahora, Mendeleiev se concentró en las valencias de los elementos. ¿Mostraban algún tipo de
pauta? Hizo una lista de los elementos en orden de su peso molecular y escribió la valencia
al lado de cada elemento. La tabla 15 nos muestra parte de esa relación.
Como puede verse, el valor de la valencia sube y baja. Empezando con 1, aumenta hasta 4
y luego desciende hasta 1, se eleva a continuación hasta 4 y luego desciende a 1 otra vez. A
medida que aumenta la lista, las cosas no son tan sencillas, pero la valencia continúa
ascendiendo y descendiendo en ondas. No obstante, las ondas se hacen más alargadas (lo
mismo que Meyer había descubierto en su gráfica de los volúmenes atómicos).
Sobre la base de estos ciclos, o «períodos», revelados por las valencias, Mendeleiev
compuso una «tabla periódica» de los elementos. Esta vez, toda Europa tomó nota de la
labor de un ruso. La publicación de Mendeleiev, en 1869, fue en seguida traducida al alemán
y editada por los químicos de todas partes.
Mendeleiev siguió trabajando con su tabla y mejorándola. Después que se publicara la
gráfica de Meyer, en 1870, Mendeleiev descubrió que aclaraba algunos puntos que la
valencia había dejado confusos. Cuando Mendeleiev terminó su tabla, ésta presentaba casi
el mismo aspecto que la que los químicos emplean todavía en la actualidad.
En la tabla 16 presentamos los elementos entonces conocidos en una disposición cercana a
la que al final alcanzó Mendeleiev. Hemos efectuado algunos cambios para ponerla más de
acuerdo con nuestras actuales ideas sobre este tema, y, por tanto, se han incluido los
valores modernos de los pesos atómicos.
Esta tabla tiene siete columnas, usualmente llamadas «primer período», «segundo período»,
etc. En el primer período sólo existe un elemento: el hidrógeno. El segundo y tercer períodos
tienen siete elementos cada uno, lo mismo que en la tabla de Newlands. Los períodos
cuarto, quinto y sexto, sin embargo, son considerablemente más largos. A fin de alinear
semejantes elementos horizontalmente, debía dejarse un intervalo a la izquierda de la
sección de en medio de los períodos más cortos. Por acuerdo, las hileras se etiquetan con
números romanos, de acuerdo con un sistema que depende de la valencia.
Ante todo, debemos observar que las tríadas de Döbereiner ya ocupaban bien su sitio. Cloro,
bromo y yodo se encuentran ahora en la misma hilera; lo mismo sucede con el azufre, el
selenio y el telurio, y también con el calcio estroncio y el bario.
Y lo que es más, cualquier químico reconocerá que todos los elementos en una hilera pueden
ser considerados como pertenecientes a la misma familia. Por ejemplo, litio, sodio, potasio,
rubidio y cesio son ya, de manera definitiva, similares químicamente; cobre, plata y oro son
metales con muchas propiedades en común, lo mismo cabe decir del carbón, el silicio, el
estaño y el plomo que comparten similitudes químicas.
En la hilera VIII existe una serie de tres elementos llamados «tríadas» (aunque no son las
tríadas de Döbereiner). Los miembros de cada tríada son similares, y las triadas, a su vez,
se parecen unas a otras; asimismo, las dos tríadas rutenio-rodio-paladio y osmio-iridioplatino
son denominadas todas ellas metales del platino.
No sólo se hallan relacionados los elementos de una hilera, sino que existen también
semejanzas entre las hileras, tal como indican las hileras Ia e Ib, IIa y IIIb, etc. El hidrógeno
es un ejemplo, particularmente dramático, de relación entre hileras: puede colocarse en la
hilera VIIb, lo mismo que la Ia, en lo que se refiere a la similitud con los otros miembros de
la hilera.
Por primera vez, la tabla de Mendeleiev también proporcionaba sentido a toda la multitud de
elementos. Los organizaba en familias muy definidas. Y no se trataba de una representación
poco sistemática de coincidencias, como lo habían sido las tríadas de Döbereiner; ni
tampoco una mezcla de unas malas coincidencias junto a otras buenas, como había ocurrido
en la tabla de Newlands. Mendeleiev presentaba a todas las familias en una disposición tan
lógica que resultaba imposible considerarlas simples coincidencias.
El mundo de la química no pudo dejar de mostrarse impresionado. Sin embargo, los
químicos no podían manifestarse dispuestos a aceptar la tabla sólo por su apariencia
externa. Era demasiado adecuada..., demasiado buena para ser cierta... Querían pruebas...
Pero lo que acabó de poner un broche de oro al notable logro de Mendeleiev, y a su fama,
fue la asombrosa manera en que se encontró esta prueba.
LOS HUECOS EN LA TABLA
Mendéleiev tenía tanta confianza en la validez de su tabla periódica, que no titubeó en
contradecir las ideas establecidas acerca de los elementos individuales y a realizar unas
predicciones muy arriesgadas1.
Al igual que Newlands, colocó al telurio por delante del yodo en su tabla, a pesar de su más
elevado peso atómico, porque ese cambio situaba a los elementos en las hileras apropiadas
con sus primos químicos. Pero Mendéleiev no hizo juegos malabares de la misma forma con
1 Si se observa la tabla 16, podrá comprobarse que el cobalto y el níquel están también en un orden erróneo. No obstante, esos elementos son tan similares en comportamiento y en peso atómico que constituye casi algo como jugara cara y cruz, cuál poner primero y cuál en segundo lugar. La suposición de Mendéleiev de que el cobalto debía ser el primero y el níquel el segundo demostraría ser acertada. Todos los elementos, tal como había realizado Newlands, y llegado el momento se demostraría que había tenido razón al llevar a cabo esa excepción.
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Nota al pie de página
1 Si se observa la tabla 16, podrá comprobarse que el cobalto y el níquel están también en un orden erróneo. No obstante, esos elementos son tan similares en comportamiento y en peso atómico que constituye casi algo como jugar a cara y cruz, cuál poner primero y cuál en segundo lugar. La suposición de Mendéleiev de que el cobalto debía ser el primero y el níquel el segundo demostraría ser acertada
Mendéleiev realizó pronto otros cambios que aún conmocionaron más a los químicos. El
berilio se suponía que poseía un peso atómico de, aproximadamente, 14. Imposible,
respondió Mendéleiev; no había hueco para un elemento de aquel peso en su tabla. Colocó
al berilio en la hilera IIa junto al magnesio, al que se parece. Esto significaba que el berilio
debía quedar entre el litio y el boro en peso atómico; es decir, su peso atómico debería ser
de, aproximadamente, 9. De manera similar, afirmó que los químicos estaban equivocados,
en sus pesos atómicos para el indio y el uranio también, y los pesos que dio para esos dos
elementos se demostró más tarde que eran correctos.
Pero el paso precario dado por Mendéleiev pareció ser su afirmación acerca de algunos
elementos que faltaban. Para que su tabla periódica funcionase, tuvo que dejar en ella
varios huecos.
Por ejemplo, existía un hueco entre el cinc (peso atómico: 65,38) y el arsénico (peso
atómico: 74,91). El cinc pertenecía a la hilera IIb porque era muy parecido al cadmio, y el
arsénico debería encontrarse en la hilera Vb porque era parecido al antimonio (véase tabla
15). ¿Pero qué pasaba con los lugares de las hileras IIIb e IVb que quedaban vacíos? No se
conocían elementos con pesos atómicos entre los del cinc y el arsénico.
Naturalmente, contestaba Mendéleiev. Lo que había que hacer era buscarlos... Y Mendéleiev
insistía: Aquí existen dos elementos que se han pasado por alto, de los cuales no existe
duda alguna de que los hay en la Tierra y lo que debe hacerse es encontrarlos...
Procedió a describir a aquellos elementos que habían hecho novillos. Uno, afirmó, debe de
tener propiedades intermedias entre las del aluminio y las del indio, puesto que debía estar
en medio de ellos en la hilera IIIb. Predijo que este elemento, al que llamó «ekaaluminio»,
debería tener un peso atómico de cerca de 68, un peso específico de, aproximadamente, 5,9
y un punto bajo de fusión. No resultaría afectado por el aire y reaccionaría con lentitud ante
los ácidos. Formaría un compuesto de átomos de óxido de ekaaluminio y tres átomos de
oxígeno en la molécula. Mendéleiev continuó describiendo el comportamiento del óxido y de
algunos otros compuestos del ekaaluminio.
El segundo elemento desconocido, predijo, tendría unas propiedades parecidas a las
intermedias de las del silicio y el estaño (en la hilera IVb). A éste le denominó «ekasilicio».
Su peso atómico debería ser 72 y su gravedad específica de 5,5. Se combinaría con dos
átomos de oxígeno para formar un bióxido y cuatro átomos de cloro para formar un
tetracloruro. El tetracloruro, prosiguió, herviría a una temperatura por debajo de los 100° C.
La tabla de Mendéleiev poseía una tercera vacante en el cuarto período, éste próximo al itrio
en la hilera IIIa (véase la tabla 16). Mendéleiev estaba seguro de que un elemento se había
pasado por alto allí también, y que sus propiedades deberían ser parecidas a las del itrio y el
lantano. Debería presentar semejanza con los elementos de la hilera IIIb, a causa de que
esta familia se hallaba relacionada con la IIIa. Los elementos de la hilera IIIb, del segundo y
tercer períodos, son el boro y el aluminio. Mendéleiev ya había denominado a uno de estos
elementos perdidos como ekaaluminio, por lo que llamó al tercero «ekaboro».
El ekaboro, predijo, tendría un peso atómico de 44 y formaría un óxido similar al óxido de
aluminio. Sus compuestos serían incoloros y tendría otras determinadas propiedades
específicas.
Un más específico, y arriesgado, desafío difícilmente podía haberse llegado a concebir de
este modo... Si los mencionados elementos se encontraban, Mendéleiev se convertiría en un
héroe y su tabla periódica quedaría verificada más allá de toda duda... Pero si no existían, Mendéleiev se convertiría en uno de las más ridículas pitonisas, con su bola de cristal de toda la historia de la Química....
Capítulo 13
Los Elementos que Faltaban
Al principio, los químicos se negaron a tomar en serio las predicciones de Mendéleiev. Ya se
habían cometido demasiadas tonterías en nombre de la Química, pero nadie había intentado
aún conjurar los elementos en alas de la pura imaginación. La gente había deducido los
elementos de la muerte de ratones, por los colores de los minerales, por las líneas de un
espectro. Pero Mendéleiev no tenía nada: sólo una tabla que había redactado y que daba la
casualidad que aparecían en ella espacios en blanco. Sin embargo, presumía poder describir,
con los detalles más nimios, unos elementos que no habían dado hasta entonces ninguna
prueba tangible de su existencia.
Mendéleiev no prestó atención a los que se burlaban de él y se limitó a aguardar los
acontecimientos. Y sucedió que no tuvo que esperar demasiado...
Un joven químico francés llamado Paul Émile Lecoq de Boisbaudran, que trabajaba en un
pequeño laboratorio de su propiedad, quedó tan fascinado con el espectroscopio que, año
tras año, no hizo otra cosa que estudiar detenidamente minerales con su instrumento. Un
día, en 1874, detectó algunas raras líneas espectrales en un mineral que había recibido de
unas minas de cinc de los. Pirineos. ¿Un nuevo elemento? Muy excitado, corrió a París para
mostrar a los químicos importantes lo que había encontrado. Luego regresó a seguir
trabajando en el aislamiento del elemento.
De centenares de kilos de mineral, al final consiguió unos montoncitos de un raro metal.
Fundía a la baja temperatura de 30° C: incluso se fundía lentamente con el calor de la mano
de una persona. Lecoq de Boisbaudran llamó al elemento «galio», del antiguo nombre latino
de Francia. (Algunos creen que lo denominó así también por él mismo, dado que el apellido
Lecoq significa «gallo», y la palabra latina correspondiente es gallus).
El químico francés se sintió regocijado con su descubrimiento, pero ni la mitad de excitado
que Mendéleiev. Tan pronto como el ruso leyó la descripción del nuevo elemento, supo que
era su ekaaluminio. Había predicho que el elemento fundiría a un punto bajo. Había
estimado su peso atómico en unos 68 y el galio tenía 69,72. También había pronosticado
que su peso específico sería de 5,9 y el galio tenía 5,94. Su comportamiento químico seguía
sus predicciones. Punto por punto, el galio se adecuaba por completo al ekaaluminio.
Aquella notable adecuación causó sensación. Los químicos tuvieron que admitir que el galio
era el ekaaluminio de Mendéleiev de forma absoluta. Tal como ahora aparecía, su tabla
periódica no era sólo unos ingeniosos garabatos en un papel. Podía ser incluso una clave
para la interpretación sistemática de los elementos y hasta de la Química en sí...
Constituyó tal vez el momento más excitante en toda la ya larga historia de la búsqueda de
los elementos. Al fin, alguien había averiguado lo suficiente sobre los elementos, como para
predecir la existencia de uno que nadie había sospechado nunca.
Cuatro años después, se cumplió la segunda profecía de Mendéleiev. Lars Fredrick Nilson, un
químico sueco, estaba estudiando un mineral recientemente descubierto. De manera por
completo accidental, se vio ante un óxido que no le era familiar. Decidió que era el óxido de
un nuevo elemento, y lo llamó «escandio», en honor de Escandinavia, donde el mineral
había sido encontrado.
Fue otro caza-elementos sueco, Per Teodor Cleve, quien se percató de que el escandio se
parecía a uno de los elementos perdidos de Mendéleiev. Se comportaba tal y como
Mendéleiev había predicho que le sucedería al ekaboro. De nuevo, la descripción de
Mendéleiev del elemento demostró ser casi del todo correcta en cada detalle. El peso
atómico del escandio era de 44,96 (la predicción había sido 44); el óxido dé escandio tenía
un peso específico de 3,86 (previsión: 3,5), etc.
El triunfo final de Mendéleiev llegó en 1886. Un químico alemán, Clemens Alexander
Winkler, se encontraba analizando un mineral de una mina de plata y se le presentaron
algunos problemas. Después de descomponer todos los elementos que pudo identificar, halló
que aún le quedaba un 70 por ciento de otro mineral. Winkler decidió que éste debía de
constituir un elemento desconocido. Trabajó en él durante meses y, al final, logró extraer el
elemento. Lo llamó «germanio», por Alemania1.
Ahora los químicos debían echar una ojeada al tercer elemento de Mendéleiev. El germanio,
según averiguó rápidamente Winkler, era sin duda este tercer elemento perdido, el
ekasilicio. Su peso atómico era de 72,60 (casi exactamente los previstos 72); su peso
específico era de '5,47 (la prevista: 5,5). Tal y como Mendéleiev había dicho, el elemento
formaba un tetracloruro de bajo punto de ebullición. Mendéleiev sólo se había equivocado en
un cálculo; el germanio fundía a una temperatura menor de la que había vaticinado.
Mendéleiev había triunfado las tres veces... Su tabla periódica fue ahora reconocida como un
descubrimiento monumental...
Los dirigentes de Rusia se apresuraron a conceder honores a su prestigioso científico. Lo
enviaron en una misión a Estados Unidos (otro país muy subestimado en aquel tiempo por
los europeos occidentales) para estudiar los yacimientos petrolíferos de Pennsylvania, a fin
de tener una guía de cómo debían desarrollarse los campos petrolíferos del Cáucaso.
1 Constituyó una rara coincidencia que los tres elementos predichos por Mendéleiev fuesen denominados según los países donde nacieron sus descubridores. (N. del A.)
Mientras, las más aristocráticas sociedades científicas de Europa también honraban a
Mendéleiev. La Royal Society, de Londres, le recompensó con la codiciada «Medalla Davy»,
en 1882. Le siguieron otras medallas y distinciones.
Mendéleiev fue también un auténtico pionero en otros campos, además de la Química. En
1887, subió en globo para fotografiar un eclipse solar. Hay una fotografía en la que se le ve
erguido en la góndola con una gran dignidad, con el aspecto de un patriarca bíblico, con sus
flotantes cabellos y su larga barba. Mendéleiev también habló con arrojo contra el Gobierno
zarista, en defensa de los estudiantes descontentos. Al igual que otros muchos intelectuales
rusos, quedó conmocionado y desilusionado por la derrota de Rusia ante el Japón, en la
guerra de 1904, pero no vivió lo suficiente para presenciar la inevitable revolución contra el
régimen de los zares.
El triunfo de la tabla periódica de Mendéleiev también aportó reconocimiento y vindicación
para Meyer, Newlands e incluso para Béguyer de Chancourtois. En efecto, en 1891, una
publicación científica francesa, tardíamente, imprimió el diagrama del más perfeccionado
«tornillo telúrico».
LOS ELEMENTOS SIN PREDECIR
Ahora se presentaba la tarea de acabar de rellenar la tabla. El esquema de Mendéleiev
sugería que existía un número limitado de elementos. Todo cuanto los químicos tenían que
hacer era completar sus hileras y períodos y verificar la existencia de aquellos elementos
que aún no habían sido aislados. Por lo menos, esto era lo que parecía...
El flúor era un elemento que se había resistido tozudamente a ser aislado. Los químicos
sabían dónde encontrarlo, pero no les acompañaba la suerte a la hora de separarlo de sus
compuestos. En 1886, tras heroicos esfuerzos, un químico francés, llamado Henri Moissan,
finalmente logró atraparlo.
El flúor había desafiado a su liberación, debido a que era extremadamente activo. Atacaba al
agua, a la mayor parte de los metales, e incluso al vidrio, por lo que el equipo de laboratorio
tuvo que ser sumergido en agua en cuanto quedó liberado. Además, también atacaba a los
tejidos vivos, y Moissan resultó gravemente intoxicado varias veces durante sus
experimentos.
Al fin, consiguió hallar la estrategia adecuada. Como contenedores para albergar el gas
empleó una aleación de platino y de iridio, el más inerte de los metales conocidos. Para
enlentecer la actividad del flúor, enfrió su equipo a la menor temperatura que le fue posible
conseguir. Con esas técnicas logró, por lo menos, atrapar un poco de flúor libre dentro de
sus recipientes de metal noble. En 1906, el año anterior a su muerte, recibió el premio Nobel
de Química por sus logros.
(Moissan consiguió otra clase de fama al anunciar que había logrado fabricar diamantes
artificiales partiendo del carbono, al disolverse en hierro fundido. Mostró algunos pedazos de
diamante para apoyar su alegación. Pero ahora sabemos que su método no podía dar
resultado. Existe la teoría de que un ayudante deslizó algunos fragmentos de diamante en
las preparaciones del profesor, como una broma práctica.)
Después del descubrimiento del galio, del escandio y del germanio, aún quedaban tres
huecos en la tabla de Mendéleiev: uno en el quinto período y dos en el sexto. Nadie dudó de
que, eventualmente, se llenarían a través de nuevos descubrimientos. Pero a todos los había
intrigado un molesto detalle. Existían varios elementos conocidos para los que no se había
encontrado espacio en la tabla...
El problema comenzó con tres elementos de tierras raras: cerio, erbio y terbio. La tabla de
Mendéleiev no tenía un lugar apropiado para ellos y se vio obligado a meterlos juntos de
cualquier manera. (Hemos retirado esos elementos de la tabla 16 para evitar problemas.)
Esas patitas de mosca en un cuadro, por otra parte, tan perfecto, habían sido pasados por
alto, pero cuanto más tiempo transcurría, más embarazosos resultaban. La lista de nuevos
elementos que no encajaban en la tabla continuaba creciendo. ..
En 1879, Lecoq de Boisbaudran, aún al pie de su espectroscopio, descubrió unas nuevas
líneas espectrales en un mineral ruso de tierras raras llamado samarsquita. Las adscribió a
un nuevo elemento al que denominó «samario». Mientras tanto, Cleve (el químico que había
reconocido al escandio como el ekaboro de Mendéleiev), localizó otros dos elementos de
tierras raras con el espectroscopio. A una, le llamó «holmio», por Estocolmo, y a la segunda
«tulio», por Tule, el antiguo nombre latino de las tierras del lejano Norte. En lo que se
refiere al descubrimiento del holmio, un físico francés, llamado Louis Soret, comparte la
fama con Cleve, porque también observó aquellas líneas del espectro casi al mismo tiempo.
Los elementos tierras raras siguieron multiplicándose como malas hierbas. Lecoq de
Boisbaudran encontró, en la misma mena con holmio, otro elemento al que llamó
«disprosio», de la palabra griega dysprositos, de «difícil acceso». Un químico suizo, Jean-
Charles Galissard de Marignac, encontró un nuevo elemento al que llamó «iterbio», el cuarto
en ser denominado así según el pueblo de Ytterby. Aún consiguió descubrir otro en la mena
de holmio; Lecoq de Boisbaudran, que también lo localizó, sugirió que se llamase
«gadolinio» en honor de Johan Gadolin, el descubridor del primer elemento de las tierras
raras. Y un químico austriaco, Cari Auer Welsbach, desentrañó dos elementos casi idénticos,
a los, que llamó «praseodomio («gemelo verde») y «neodimio» («nuevo gemelo»).
Así, pues, aquí había ocho elementos más que debían añadirse a la tabla periódica. ¿Y cómo
encajarlos? En ninguna parte, por lo que todos podían ver. Junto con el cerio, el erbio y el
terbio, formaban un total de once elementos sin hogar, para los que no existían lugares
apropiados.
Lógicamente, los once pertenecían a la hilera IIIa, junto con los demás elementos conocidos
de tierras raras. Todos los elementos de tierras raras eran muy parecidos, poseían una
valencia de 3 y parecían encontrarse siempre juntos. Pero los compartimientos de la hilera
IIIa estaban ya ocupados con el escandio, el itrio y el lantano (véase tabla 16). Y los once
elementos sin hogar venían, exactamente, detrás del lantano en peso atómico, tal y como
muestra la tabla 17. Esto significaba que debían colocarse en el sexto período. El único lugar
en que encajarían en ese período, de acuerdo con sus propiedades químicas, era en el
mismo cajón, con el tierras raras del lantano. En resumen, para conseguir que la tabla
funcionase, 12 elementos debían amontonarse en el mismo compartimiento. La tabla tan
nítida de Mendéleiev se estaba convirtiendo en algo no tan claro.
Se iban a presentar más complicaciones, como nos proponemos exponer.
Para poner al día nuestra crónica del descubrimiento de los elementos, relacionamos en la
tabla 18 los elementos descubiertos en los años que siguieron a la publicación de la tabla de
Mendéleiev. La lista de los elementos había aumentado hasta setenta y cuatro.
LA HILERA IMPREVISTA
A fines del siglo xix, otro hecho asombroso conmocionó a los químicos. No hacían más que
sacar a luz una nueva serie de elementos que no encontraban sitio en la tabla de
Mendéleiev. Pero esta vez la solución era sencilla. Simplemente, Mendéleiev se había
olvidado una hilera completa...
Realmente, la historia comienza con el intrigante hecho que Henry Cavendish ya había
descubierto antes. Había tratado de averiguar si existían otros gases en el aire, además del
oxígeno y el nitrógeno. El retirar el oxígeno de su muestra de aire no constituía ningún
problema; consiguió desembarazarse con facilidad de él. El nitrógeno era una cosa más
difícil, porque se negaba a formar compuestos para ser eliminado. Pero Cavendish,
finalmente, consiguió forzarlo en combinaciones con algún tipo de producto químico muy
activo. Al fin, se quedó con el 1 % de aire original y que no podía combinarse con nada.
Decidió que este gas que quedaba no podía ser nitrógeno. Debería ser incluso más inerte
que el nitrógeno. Pero no existía modo de identificar el gas, y los otros químicos ignoraron la
conjetura de Cavendish de que se trataba de un nuevo elemento.
En la década de 1890, Robert John Strutt, el famoso físico más conocido como Lord
Rayleigh, reavivó la cuestión. Descubrió que el «nitrógeno» del aire pesaba ligeramente más
que las muestras de nitrógeno de los minerales que contenían nitrógeno. ¿Significaba esto,
quizá, que algún gas desconocido y más pesado, se encontraba mezclado con el nitrógeno
que había obtenido del aire? Lord Rayleigh puso a un ayudante, un químico escocés llamado
William Ramsay, a trabajar en este problema. Ramsay repitió el experimento de Cavendish, y de una manera parecida llegó al final a un burbujeo de un gas completo inerte.
Pero ahora contaba con el espectroscopio, instrumento del que Cavendish había carecido,
para examinar este gas. Lo calentó hasta que brilló, y su espectro mostró unas nuevas
líneas. En efecto, se trataba de un nuevo elemento. Ramsay lo llamó «argón», del griego
argos, inactivo.
¿Dónde debía situarse el argón en la tabla periódica? Su peso atómico, 39,944, quedaba
entre los del potasio y el calcio, pero no había ningún puesto vacante entre ellos. La solución
de Ramsay fue situar el argón por delante del potasio, a pesar de su levemente mayor peso
atómico, porque de esta manera podía colocar al nuevo elemento al final de la columna
precedente y añadir una nueva hilera.
Debemos recordar que Mendéleiev había confeccionado su tabla basándose en las valencias.
¿Y cuál era la valencia del argón? Pues la valencia de un elemento completamente inerte
podía considerarse igual a cero. Esto encajaría muy bien con el esquema de Mendéleiev,
puesto que la valencia de los elementos, inmediatamente antes e inmediatamente después
del argón, era de 1. Si el cero se colocaba entre estos unos, y se crease un nuevo escalón
en cada período, todos los períodos seguirían estando bien, dado que una nueva hilera había
sido añadida al final de la tabla.
Ramsay hizo sitio para añadir la hilera: la llamó «hilera O». El argón fue incluido en la hilera
O en la parte inferior del tercer período, debajo del cloro. Naturalmente, aquello levantó de
nuevo la veda en la caza de los elementos. ¿Qué otros elementos deberían situarse en la
nueva hilera?
Ramsay comenzó por buscarlos en el aire, razonando que, probablemente, contenía trazas
de otros gases inertes además del argón. Su intuición resultó correcta. Con un colaborador,
Morris William Travers, pronto rastreó el «neón» (al que llamó así derivado de la palabra
griega neos, que significa «nuevo»), «criptón» (que significaba «oculto») y xenón (con
significado de «extraño»). Los tres eran gases inertes, como el argón. El neón ocupaba muy
bien su lugar debajo del flúor y al final del segundo período, el criptón debajo del bromo, en
el cuarto período, y el xenón debajo del yodo, en el quinto período.
Mientras tanto, Ramsay había tenido suerte con otro gas inerte en una zona por completo
inesperada. Un químico norteamericano, William Francés Hillebrand, había descubierto en un
mineral que contenía uranio, un gas del que pensó que se trataba de nitrógeno. Ramsay,
que seguía la exploración hacia los nuevos gases, decidió examinarlo posteriormente. Él
también halló el gas inerte en un mineral que contenía uranio, y lo observó con el
espectroscopio... ¡Eureka...! Mostraba unas líneas que no pertenecían al nitrógeno. Y lo que
resultaba más sorprendente era que se trataba de las mismas líneas que habían sido
descubiertas en el Sol, hacía casi treinta años, y que se atribuyeron a un elemento solar al
que llamó helio el astrónomo inglés Lockyer (véase capítulo 10).
Lockyer no tenía la menor idea de qué clase de elemento debería ser, por lo que le había
dado la terminación común «io», que, por acuerdo, se aplica a los metales. Si hubiese
sospechado que se trataba de un gas, seguramente le habría denominado «helión».
El helio, el elemento más ligero después, del hidrógeno, naturalmente, ocupó su sitio al final
del primer período. Ramsay había llenado ya los lugares en la nueva hilera desde la primera
a la quinta columnas. Por su descubrimiento de los gases «nobles», recibió el premio Nobel
de Química, en 1904.
Estos elementos, con sus pesos, atómicos, se relacionan en la tabla 19. Elevaron el número
total de los elementos conocidos hasta 79.
La tabla periódica había resistido, prácticamente, toda clase de pruebas. Su esquema
general estaba tan bien establecido, que la adición de una nueva hilera no lo había
estropeado en absoluto; en realidad, aún lo había reforzado. Pero existía aún el espinoso
problema de la bolsa repleta con los elementos de tierras raras, que se aglomeraban con el
lantano. ¿Y qué cabía decir del final de la tabla, de más allá del sexto período? ¿Cuántos
elementos más se encontrarían allí? ¿Y qué longitud acabaría teniendo la tabla?
Capítulo 14
Más Pequeño que el Átomo
Los químicos, tenían ahora un cuadro muy bien ordenado de los elementos de que estaba
formado el Universo. Pero todos sus descubrimientos y su organización de los elementos, les
habían llevado más lejos que nunca de la respuesta a la vieja pregunta de Tales. Éste había
preguntado, de una manera muy razonable, si existía una sustancia básica —un definitivo
bloque de construcción— que constituyese todo el material del Universo. Las decenas de
diferentes elementos que los químicos habían encontrado sólo habían incurrido en una
petición de principio. ¿De qué estaban hechos los elementos?
Ya en 1815, un físico y químico inglés, llamado William Prout, había ofrecido una interesante
respuesta. El átomo de hidrógeno. Si se le atribuye un peso atómico de 1, cabe suponer que
todos los demás elementos están hechos con ese bloque de construcción. El carbono, por
ejemplo, con un peso atómico de 12, puede considerarse una combinación muy apretadade
12 átomos de hidrógeno; el nitrógeno estaría compuesto de 14 átomos de hidrógeno, el
azufre por 32 átomos de hidrógeno, etc.…
Por desgracia, la «hipótesis de Prout» pronto tropezó con el hecho de que numerosos
elementos poseían un peso atómico que no era un múltiplo entero del hidrógeno. Las
mediciones de Berzelius habían mostrado que el peso atómico del boro, por ejemplo, era de
10,8; el del cloro, 35,5, etc. ¡Esto significaría que el boro estaba compuesto de 10,8 átomos
de hidrógeno...! Se partiera como se partiese, no se podía dividir el átomo de boro en
átomos de hidrógeno (y ni siquiera en cuartos o mitades de átomo). Y la situación aún
llegaba a ser peor a medida que los pesos atómicos de los elementos se iban midiendo con
mayor precisión. Cuando las medidas eran de una precisión refinada, como las que efectuó
el químico norteamericano Theodore William Richards a fines del siglo xix (y por cuyo
trabajo recibiría el premio Nobel de Química), éste se halló con que los pesos atómicos
debían ser expresados en fracciones, que a veces llegaban hasta los tres decimales.
Esto, ciertamente, podía considerarse una prueba concluyente de que el átomo de hidrógeno
no podía ser el bloque de construcción de los elementos. Y luego, a finales de la década de
1890, un físico hizo una serie de dramáticos descubrimientos que dejaban muerta y bien
muerta la premisa de Prout... Averiguó que, a fin de cuentas, el átomo de hidrógeno no era
la unidad menor de la materia... En realidad, existían unas partículas tan pequeñas que el
mismo átomo de hidrógeno podía considerarse una estructura enorme. Y lo que es más, la
teoría de que los átomos eran individuales se derrumbaba también completamente por su
base...
Fue un físico británico, Joseph John Thomson, el que descubrió la primera partícula
«subatómica». Los experimentadores con electricidad habían averiguado que una corriente
eléctrica, en el vacío, producía una radiación brillante a la que llamaron «rayos catódicos».
Thomson mostró que esos «rayos» consistían en partículas muy pequeñas que llevaban una
carga eléctrica negativa. La masa de la partícula era sólo 1/800 del átomo de hidrógeno.
Dado que parecía la última unidad de electricidad, se la llamó «electrón».
Mientras tanto, el físico alemán Wilhelm Konrad Roentgen, cuando estudiaba los mismos
rayos catódicos, había descubierto, accidentalmente, que podían alcanzar una muy enérgica
penetración radiactiva. Llamó a estas radiaciones «rayos X». Muy poco después, el físico
francés Antoine Henri Becquerel, realizó su famoso descubrimiento de la radiactividad, a
través del accidente de una placa fotográfica guardada en un cajón, con algunas sales de
uranio, y que fue oscurecida por la radiación procedente del uranio. Esta radiación, llegado
el momento, se averiguó que consistía en «rayos alfa», «rayos beta» (electrones) y «rayos
gamma».
El uranio no era el único átomo que, espontáneamente, disparaba rayos y trozos de sí
mismo, como los físicos pronto descubrirían. Existían otros elementos radiactivos. Por tanto,
después de numerosos siglos de creer en la indivisibilidad del átomo, los científicos, de
repente, habían encontrado átomos que se rompían por todas partes...
Naturalmente, siguieron tratando de ver si podían separar los átomos, o por lo menos
explorar la estructura interior del átomo. El cabecilla de esta exploración fue Ernest
Rutherford, en el famoso «Laboratorio Cavendish», en la Universidad de Cambridge.
Empezó por bombardear átomos con partículas alfa emitidas por material radiactivo. Las
partículas alfa eran más de siete mil veces tan macizas como las partículas beta, y viajaban
a una velocidad muy elevada cuando eran emitidas por átomos radiactivos. Rutherford
montó láminas de un metal delgado en la pista de esas pequeñas balas. La mayor parte de
las partículas alfa pasaron muy bien a través de la hoja fina metálica. Pero unas cuantas
fueron reflejadas y otras hasta saltaban hacia atrás. Tal y como observó Rutherford, se
trataba de algo tan notable como si se hubiesen disparado balas de verdad contra una hoja
de papel y algunas de ellas hubiesen rebotado.
Decidió que las partículas alfa que habían rebotado deberían haber chocado con unos
pesados y concentrados blancos en el interior de la delgada lámina de metal. Debía de
tratarse de los núcleos de los átomos metálicos. Y del hecho de que la mayor parte de sus
balas pasara a través de la lámina sin ser reflejados, dedujo que el núcleo de cada átomo
debería ser muy pequeño, tan pequeño que sólo una de cada varios millares de sus balas,
alcanzaba un núcleo. Por tanto, la mayor parte del volumen de un átomo debía de consistir
en espacios casi vacíos poblados sólo por los ligeros electrones.
¿Y de qué estaba hecho el núcleo? Según el comportamiento de los átomos de hidrógeno,
Rutherford decidió que consistía en una o más de una partícula cargada positivamente, a las
que llamó «protones». Cada núcleo tenía tantos protones como el átomo electrones, por lo
que las cargas del protón y del electrón se equilibraban, y el átomo, como un todo, era
eléctricamente neutro.
El átomo de hidrógeno contiene sólo un protón y un electrón. El átomo de helio posee dos
protones y dos electrones; en realidad, su núcleo es el mismo que una partícula alfa.
Rutherford averiguó que era capaz de cambiar átomos al cortar piezas y añadirlas en su
núcleo por medio de sus proyectiles de partículas alfa. De esta manera, transformó átomos
de hidrógeno en átomos de oxígeno en 1919. Por fin se había logrado el antiguo sueño
alquímico de la transmutación, pero de una manera en la que los alquimistas jamás habían
soñado.
RADIACTIVIDAD
Thomson, Roentgen, Becquerel y Rutherford todos ellos recibieron el premio Nobel por sus
trabajos. Pero el más famoso de los galardonados con el premio Nobel en el cambio de siglo,
fue Marie Curie, nacida María Sklodowska, en Polonia, en 1867. Marie marchó a París para
proseguir su educación (en la Sorbona), y allí conoció y se casó con un químico francés,
Pierre Curie.
El descubrimiento de Becquerel de las radiaciones del uranio fascinó a Marie; fue ella la que
sugirió el término «radiactividad». Con entusiasmo e imaginación, se sumergió en una
carrera de investigación de este fenómeno. Marie empezó por tratar de medir la fuerza de la
radiactividad. Como instrumento de medición empleó el fenómeno de la piezoelectricidad,
que estaba relacionado con el comportamiento de los cristales, y que había sido descubierto
por Pierre Curie. Pierre, percatándose quizá de que su mujer era una científica más
competente que él, abandonó sus propias investigaciones y se unió a las de su esposa.
Mientras medían la radiactividad de muestras de uranio, averiguaron, ante su gran sorpresa,
que algunas muestras eran varias veces más radiactivas que lo que podrían corresponderles
por su contenido en uranio. Esto sólo podía significar que estaban presentes otros elementos
radiactivos. Pero si así era, la cantidad debía de ser extremadamente pequeña, porque los
Curie fueron incapaces de detectarla por los procedimientos corrientes de análisis químicos.
Así que decidieron que debían reunir grandes cantidades, de la mena para conseguir una
cantidad apreciable de aquellas trazas de mineral, con el fin de examinarlas. Consiguieron
varias toneladas de mena de unas minas de Bohemia; el Gobierno austriaco no tenía ningún
destino que darles y quedó agradecido por desprenderse de ellas, dado que los Curie
pagaban el transporte. Esto representó el objetivo de toda su vida.
Instalaron un almacén en un pequeño cobertizo sin calefacción y comenzaron a trabajar con
sus montañas y montañas de mena de uranio. Año tras año, fueron concentrando la
radiactividad, apartando el material inactivo y continuando sus trabajos con el activo. (Marie
incluso se tomó su tiempo para tener un hijo, Irene, que más tarde también se convirtió en
una prestigiosa científica.) Al final, en julio de 1898, consiguieron reducir sus toneladas de
mena a unos residuos altamente radiactivos. Lo que tenían era una pizca de un polvo
blanco, que era cuatrocientas veces más radiactivo que la misma cantidad de uranio puro lo
hubiera sido. En este escaso material encontraron un nuevo elemento que se parecía al
telurio. Mendéleiev lo habría llamado «ekatelurio». Los Curie lo llamaron «polonio», por el
país natural de Marie.
No obstante, este elemento no era el causante de toda aquella radiactividad. Un elemento
aún más' activo debía ocultarse en su mena. Seis meses después, finalmente, concentraron
su elemento. Sus propiedades eran parecidas a las del bario. El elemento se adaptaba en la
hilera IIa del séptimo período de la tabla de Mendéleiev. Fue el primer nuevo elemento
descubierto en el séptimo período desde que Berzelius había encontrado el torio, sesenta
años antes.
Los Curie llamaron a este nuevo elemento «radio», debido a su poderosa radiactividad.
Pierre Curie murió en 1906, como resultado de un accidente de circulación (en el que estuvo
implicado un coche tirado por caballos, no uno de los nuevos coches de motor). Marie
continuó desempeñando la cátedra de su marido en la Sorbona y continuó los trabajos de
investigación ella sola. Fue la primera mujer profesora en la historia de aquella orgullosa
institución. Además, ha sido el único científico en la Historia que ha recibido dos premios
Nobel: uno de Física (compartido con su marido y con Becquerel), por sus exactas
mediciones de la radiactividad, y otro de Química, por el descubrimiento del polonio y del
radio.
Poco después de que los Curie rastreasen aquellos dos raros elementos radiactivos, se
descubrieron dos más. En 1899, un químico francés, André-Louis Debierne, encontró un
elemento que se adaptaba a la hilera IIIa, a la derecha del lantano. Lo llamó «actinio», del
griego aktís, rayo. Luego, en 1900, un físico alemán, Friedrich Ernst Dorn, descubrió un gas
sumamente radiactivo asociado con radio. Más tarde, Ramsay mostró que era un sexto gas
inerte, perteneciente a los otros gases nobles de la hilera O. Se le llamó «radón».
Los elementos radiactivos se habían hecho cargo del centro del escenario. Pero los químicos
aún seguían enzarzados también en la caza de los no radiactivos. En 1901, un químico
francés, llamado Eugène Demarçay, que había ayudado a los Curie a localizar el radio con el
espectroscopio, se dedicó a un nuevo elemento de tierras raras, al que llamó «europio», por
Europa. Otro químico francés, Georges Urbain, también encontró un elemento de tierras
raras para añadirlo a la lista: lo llamó «lutecio», por el antiguo nombre romano (Lutecia) de
París. Fue el elemento de tierras raras más pesado identificado hasta aquel momento.
En la tabla 20 presentamos la lista de los elementos descubiertos en el cambio de siglo.
ISÓTOPOS
La mayor parte de estos elementos se adaptaban estupendamente a la tabla periódica. El
radón era un gas inerte; el radio, un elemento alcalinotérreo; el polonio, un pariente del
telurio, y el actinio, un pariente del lantano. Quedaba un hueco exacto para cada uno de
ellos. Además, ayudaban a rellenar los períodos sexto y séptimo, y aún quedaba mucho
espacio para nuevos elementos.
Pero los elementos radiactivos introdujeron nuevos problemas en la tabla. Constituyeron un
rompecabezas de no pequeñas proporciones.
Rutherford y su ayudante, Frederick Soddy, se percataron, casi al instante, de que los
elementos radiactivos debían de estar continuamente cambiando. Cada vez que un átomo
radiactivo emitía una partícula alfa o una partícula beta, se convertía en un átomo diferente.
En otras palabras, la transmutación espontánea estaba en funcionamiento durante todo el
tiempo.
Cada uno de los elementos radiactivos tiene cierta «vida media», como Rutherford la
denominó. Ésta mide la proporción de su ruptura, es decir, el tiempo que tardan la mitad de
sus átomos en declinar hacia otros átomos. Por ejemplo, la vida media del uranio es 4,5 mil
millones de años; la del torio, de 14 mil millones de años. Esto es algo que avanza muy
despacio, en toda la historia de nuestro planeta, sólo una parte de estos elementos ha
cambiado. Pero, por otro lado, también tenemos al radio, con una vida media de sólo mil
seiscientos años; el actinio, con unos veintidós años; el polonio, con unos cuatro meses y el
radón menos de cuatro días... Ya no debería haber prácticamente nada de estos elementos
en nuestro viejo planeta. En realidad, ya no quedarían de no haber tan pequeñas cantidades
de ellos, que se forman constantemente por la ruptura de los elementos pesados.
El rompecabezas de la tabla periódica se planteó cuando los químicos comenzaron a fijar su
atención en los productos de la decadencia de los elementos radiactivos. Se encontraron con
tres diferentes series de productos, denominados «la serie del uranio», la «serie del torio» y
«la serie del actinio», tras el elemento inicial en cada caso. Muy pronto, los químicos
identificaron más de cuarenta «elementos» entre estos productos...
Las tres series terminaban en el plomo: éste era el elemento final y estable en el que
acababan. (Menuda ironía para los alquimistas: transmutaciones que acababan en plomo, en
vez de ser al revés...) Si el plomo era el producto final, entonces todos los elementos
transicionales formados por la decadencia radiactiva de los elementos más pesados debería
encontrarse entre el plomo y el uranio en peso atómico. El problema radicaba en que sólo
quedaban tres puestos vacantes en la tabla periódica en ese intervalo. ¿Cómo acomodar
más de cuarenta elementos en tres vacantes?El colega de Rutherford, Soddy, al final (en 1913) aportó la respuesta. No eran cuarenta elementos diferentes, sino únicamente variedades de sólo unos cuantos elementos. Un elemento singular debería tener un número de formas diferentes, que difiriesen levemente en peso atómico y con distintas radiactividades. Químicamente, todos pertenecían al mismo lugar de la tabla periódica. Soddy los llamó «isótopos», del griego isos, igual, y topos, lugar: «el mismo lugar».
El cómo podía existir un elemento con diferentes pesos atómicos no quedó claro hasta 1932,
cuando el físico inglés James Chadwick descubrió una nueva partícula atómica. La partícula
es el neutrón, que posee la misma masa que el protón, pero no carga eléctrica. Esto aportó
luz al hecho de que el núcleo de un átomo, en casi todos los casos, contuviese tanto
neutrones como protones.
Ahora, tomando el caso más sencillo, vamos a considerar un núcleo compuesto de un protón
y de un neutrón. Dado que existe sólo una carga positiva en el núcleo, el átomo tendrá sólo
un electrón fuera del núcleo. En lo que se refiere al comportamiento químico, el electrón es
una cosa importante; el núcleo no interviene, directamente, en las propiedades químicas del
átomo. La actividad química de cada elemento viene determinada por el número y
disposición de sus electrones; éstos dictan la clase de compuestos que pueden formarse.
Así, el hidrógeno es hidrógeno porque tiene un electrón, y de la misma forma los restantes
elementos. El átomo de hidrógeno siempre posee un protón, y permite un electrón. Pero su
núcleo puede contener también uno o dos neutrones. La variedad corriente de hidrógeno no
tiene neutrón en su núcleo.
Sin embargo, cada muestra de hidrógeno en la Naturaleza también incluye pequeñas
cantidades de dos, «isótopos» más raros, que contienen uno o dos neutrones,
respectivamente.
Esto explica por qué los elementos poseen variedades con diferentes pesos atómicos. El
isótopo de hidrógeno, con un neutrón y un protón en su núcleo, tiene un peso atómico de 2,
naturalmente, dado que el peso del neutrón es casi igual al de un protón. De forma
parecida, el isótopo de hidrógeno que contiene dos neutrones y un protón, posee un peso
atómico de 3. Lo mismo cabe decir de las variedades de todos los demás elementos: los
pesos atómicos de sus isótopos varían de acuerdo con el número de neutrones que existen
en su núcleo. La presencia de neutrones de más, o de menos, de lo usual, no afecta las
propiedades químicas del elemento, puesto que dependen del número de electrones., el
cual, a su vez, sólo está determinado por el número de protones.
En el caso del uranio, el núcleo de la forma común del átomo, posee 92 protones y 146
neutrones, lo cual da un total de 238 «nucleones» (partículas nucleares), y un peso atómico
correspondiente de 238. Éste es conocido como uranio-238, o U238. Su famoso hermano
fisionable, el uranio-235, tiene tres neutrones menos. Este núcleo es menos estable, o más
radiactivo, por lo que su vida media es de sólo setecientos millones de años, contra los 4,5
mil millones de años del uranio 238.
La teoría del isótopo fue tenida en cuenta al instante para las cuarenta especies raras, de
elementos descubiertos entre el uranio y el plomo. De hecho, eran isótopos de sólo unos
cuantos elementos. Pero la teoría tiene mucho más que ver que esto. Mostraba, por primera
vez, por qué los pesos atómicos de la mayor parte de los elementos no eran números
enteros. La razón era, simplemente, que los elementos tal y como se encuentran en la
naturaleza, constituían mezclas de isótopos.
Los elementos radiactivos no son los únicos compuestos de isótopos. Sucede que numerosos
elementos estables están constituidos de dos o más diferentes especies de átomos. Esto fue
mostrado por un instrumento denominado «espectrógrafo de masas», desarrollado por el
físico inglés Francis William Aston, un ayudante de Thomson. Este instrumento separa los
elementos estables de diferentes pesos al estimularlos en un campo magnético, donde
toman diferentes sendas de acuerdo con sus pesos. Con este instrumento, Aston averiguó
que, en el elemento neón, nueve partes del átomo poseían un peso atómico de 20 y una
décima parte un peso de 22. Esto explicaba el porqué el peso promedio del neón era de
20,2. (Otro isótopo, el neón 21, fue descubierto después, pero es tan raro que no afecta
apreciablemente el peso del elemento.)
El peso atómico del cloro de 35,5 fue aclarado de la misma forma. Las tres cuartas partes de
sus átomos poseen un peso de 35 y la otra cuarta parte pesa 37 (con dos neutrones de
más).
Así, decimos que el cloro está compuesto por dos isótopos de «números de masa» 35 y 37.
En algunos casos, los isótopos no comunes son tan raros que el peso atómico del elemento
es, virtualmente, un número entero. En el nitrógeno, por ejemplo, sólo cuatro átomos de
cada 1.000 tienen un número de masa de 15: el resto es nitrógeno 14. Por ello, el peso
atómico del nitrógeno es, prácticamente, de 14.
Unos cuantos elementos tienen átomos de sólo un peso. La única variedad de flúor
encontrada en la Naturaleza, por ejemplo, es el flúor 19. Naturalmente, el peso atómico del
elemento es, exactamente, de 19.Prout no estaba, pues, tan equivocado. Si hubiera dicho que todos los elementos estabanhechos de núcleos de hidrógeno (el protón), hubiera estado muy cerca del punto exacto. Lo que no reconoció, y no podía hacerlo, era el neutrón, una partícula muy difícil de detectar que pesa lo mismo que el protón.
Capítulo 15
El Orden del Rango de los Elementos
Los descubrimientos que he expuesto en el último capítulo, empleando una palabra popular
en la actualidad, «degradaron» la importancia del peso atómico. A fin de cuentas, esta
propiedad no era tan decisiva en la identificación de los elementos. Aquí, por ejemplo,
existían tres, formas de plomo con diferentes pesos atómicos: plomo-206, plomo-207 y
plomo-208 (los estadios finales de la degradación de las series del uranio, el actinio y el
torio, respectivamente). A pesar de sus diferentes pesos, los tres eran plomo; químicamente
hablando, forman idénticos tripletes. Así, pues, ¿qué distinguía a un elemento de otro? ¿Qué
hace que acaban en plomo?
Ya hemos razonado la respuesta en el capítulo anterior: el rasgo decisivo de un elemento es
el número de protones en su núcleo. Pero en la Ciencia, nada es evidente por sí mismo. Los
descubrimientos y conocimientos se consiguen sólo tras un duro y minucioso trabajo. A
principios de la década de 1900, los científicos atómicos tenían, sólo unas escasísimas
nociones de lo que hubiese dentro del átomo, y la existencia de neutrones ni siquiera se
sospechaba.
La respuesta a la pregunta acerca de los elementos fue descubierta en lo que podría
considerarse una forma indirecta, y con lo que parecía un instrumento no adecuado: los
rayos X.
Un físico británico, llamado Charles Glaver Barkla, había averiguado que cada elemento, al
ser alcanzado por los rayos X, los dispersaba de una forma muy particular; es decir, cada
uno producía sus propios «rayos X característicos». Esto condujo a otro joven físico
británico, Henry Gwyn-Jeffreys Moseley, a realizar un estudio sistemático de los elementos
con rayos X a modo de prueba.
Cuando continuó con la lista de elementos, Moseley descubrió que la longitud de onda de los
característicos rayos X se hacía, progresivamente, más corta a medida que se incrementaba
el peso atómico. Así, pues, decidió que la longitud de onda reflejaba el tamaño de la órbita
de los electrones en torno del núcleo del átomo. Probablemente, los electrones eran
responsables de las emisiones de rayos X. Cuanto más cercanos estaban los electrones al
núcleo, más pequeña sería su órbita, y cuanto más estrecha fuese la órbita, más corta la
longitud de onda de los rayos X emitidos. Por lo menos, tal era su razonamiento...
Así, la longitud de onda disminuía con el peso del átomo. En los átomos más pesados, pues,
los electrones deberían encontrarse más próximos al núcleo. ¿Y cuál era la fuerza que les
hacía acercarse? Debía de tratarse de un incremento en la carga positiva del núcleo,
atrayendo a los electrones cargados negativamente. En otras palabras, la carga nuclear
debía aumentarse de un elemento a otro a través de toda la tabla periódica. La forma más
razonable para tener esto en cuenta, radicaba en suponer que cada elemento tenía una
unidad más de carga positiva (es decir, un protón más) que el anterior.
La tabla comienza con el hidrógeno: una carga positiva. A continuación, sobre la base de la
carga, viene el helio (dos cargas, el litio (tres cargas), y así sucesivamente. De este modo,
los elementos pueden relacionarse según el «número atómico», refiriéndose al número de
cargas positivas en el núcleo.
Una vez se publicó el descubrimiento de Moseley, los químicos comenzaron a asignar
números atómicos a un elemento después del otro. La tabla 21 relaciona todos los
elementos entonces conocidos en orden del creciente número atómico. El más pesado
elemento conocido, el uranio, tenía el número 92.
El número atómico demostró en seguida ser mucho más provechoso que el peso atómico,
para organizar la tabla de los elementos. Por ejemplo, en términos de peso atómico existía
una brecha sustancial entre el hidrógeno (1,0080) y el helio (4,003). Esto, decían,
proporcionaría espacio para un elemento con un peso atómico de cerca de 3. Pero sus
respectivos números atómicos de 1 y 2, que significaban que el átomo de hidrógeno
contenía un protón y el átomo de helio sólo dos, definitivamente, desarrollaba la posibilidad
de que existiese cualquier elemento entre ellos. Por otra parte, un número atómico pasado
por alto en la lista significaba, de una forma definida, un elemento perdido. En resumen, el
empleo de los números atómicos determinaba con precisión todos los elementos pasados
por alto, y también dejaba muy claro cuáles elementos no se habían omitido.
Además, el sistema de número atómico resolvía el misterio de los pocos elementos que
debían ser situados en orden incorrecto de peso atómico en la tabla periódica. Tomemos
como ejemplo el telurio y el yodo. Sobre unos antecedentes químicos, Mendéleiev había
situado el telurio por delante del yodo, aunque su peso atómico fuese mayor. Ahora, al
desarrollar esto, de acuerdo con la carga nuclear, se demostraba que Mendéleiev había
tenido razón: el telurio tiene 52 protones y el yodo, 53. La razón de que el telurio posea un
peso atómico superior es que sus isótopos cargan el elemento en el lado más pesado. Tiene
siete isótopos y el más común es el más pesado: el telurio-128. Por otra parte, el yodo se
presenta sólo de una forma: el yodo-127. Por tanto, el telurio, tal y como se encuentra en la
naturaleza, es levemente más pesado.
Este mismo hecho sucede con el argón-potasio y el cobalto-níquel, y sus respectivos
cambios en la tabla periódica; el argón es levemente más pesado que el potasio, y el cobalto
que el níquel, debido a un desequilibrio en los pesos atómicos de sus isótopos. Moseley no vivió para ver lo estupendamente que funcionaba su descubrimiento de los números atómicos. En 1915, a la edad de veintisiete años, murió de un balazo en la batalla de Gallipoli. Fue la trágica pérdida de uno de los mejores cerebros de la Ciencia.
Tabla 21
LOS NOVENTA Y DOS ELEMENTOS
La tabla 21 muestra que todos los elementos conocidos en la época de Moseley, y por
debajo del peso atómico 83, eran radiactivos. De esos elementos pesados, sólo el torio y el
radio tienen una larga vida. Los químicos estaban seguros de que los elementos que
faltaban, 85, 87 y 91, se demostraría que eran radiactivos y de una vida muy breve. Que
verosímilmente se trataba de productos transitorios de la desintegración del uranio y del
torio.
En 1917, el elemento 91 fue rastreado y, de una forma segura, confirmó la predicción. Sus
descubridores fueron Otto Hahn y Lise Meitner (que más tarde se harían famosos por su
descubrimiento de la fisión del uranio). Trabajando en Berlín, esos dos científicos
descompusieron pechblenda con ácido caliente para separar sus elementos. Después de
haber quitado las trazas de radio y de otros elementos radiactivos conocidos, encontraron un
residuo radiactivo que demostró ser el elemento 91. Se desintegraba hasta el actinio, por lo
que fue denominado «protactinio». Soddy, y algunos de sus colaboradores, descubrieron,
independientemente, el protactinio, pero fueron Hahn y Meitner quienes lo publicaron
primero.
Los científicos, atómicos se sentían seguros de que los elementos de más allá del 92
(uranio), tendrían una vida tan breve que no sobreviviría la menor traza de ellos para
encontrarlos en la Naturaleza. Así, pues, para todos los efectos prácticos, constituía el fin de
la tabla periódica. El Universo estaba hecho sólo de 92 elementos...
Quedaban aún algunos huecos: unas pocas presas que debían ser aún desenterradas por los
cazadores de elementos... Entre los mismos parecía haber dos elementos perdidos de tierras
raras: los pesos atómicos 61 y 72.
Urbain, el descubridor del lutecio ya a principios de 1800, había pensado que detectaba el
número 72 en un material de tierras raras. Llamó a su descubrimiento «celtio», por los
celtas de la antigua Francia. Pero el análisis con rayos X mostró que el «celtio» no era más
que una mezcla de lutecio y de iterbio. El «descubrimiento» de Urbain no fue más que la
primera de una larga lista de falsas alarmas, que no es posible explicar dada la corta
extensión de este libro...
El físico danés Niels Bohr decidió, finalmente, por sus estudios de la disposición de los
electrones en los átomos, que el elemento 72 no era, en absoluto, un elemento de tierras
raras. El número 72 pertenecía a la hilera IVa, cerca del circonio, y debía de ser parecido a
este metal. Y así fue... En 1923, el físico alemán Dirk Coster y el químico húngaro Georg von
Hevesy, trabajando en Copenhague, examinaron con los rayos X unos, aparentemente,
compuestos purificados de circonio. Los rayos X revelaron que otro elemento, muy parecido
al circonio, estaba mezclado con éste. Lo denominaron «hafnio», por el nombre latino de
Copenhague. El hafnio no es un elemento muy raro; la razón de que no se le identificase
antes era que constituye casi un gemelo químico del circonio.
Tres químicos alemanes, Walter Noddack, Ida Tacke y Otto Berg, llevaron a cabo una
investigación sistemática con rayos X de algunos minerales, para descubrir nuevos
elementos, y en 1925 fueron recompensados por el descubrimiento del elemento número
75. Lo llamaron «renio», por el nombre del río Rin. No era radiactivo y, en realidad, fue el
último de los elementos estables en ser descubierto.
La tabla 22 proporciona la lista de los nuevos elementos descubiertos en la década siguiente
a Moseley.
Así, pues, hacia 1925, la búsqueda de los elementos había descubierto ochenta y ocho, de
los cuales ochenta y uno eran estables y siete radiactivos. Sólo faltaban cuatro: los números
43, 61, 85 y 87.
En la década siguiente, varios cazadores pensaron haber encontrado uno u otro de estos
elementos. Pero sus alegaciones demostraron ser erróneas. Los últimos cuatro disidentes
eludieron su descubrimiento hasta la llegada de lo que llamamos «la era atómica».
CAPAS DEL ELECTRÓN
Mientras el danés Niels Bohr resolvía el secreto de la tabla periódica, Mendéleiev,
naturalmente, no tenía ni idea de por qué los elementos encajaban en períodos, hileras y
cómodos grupos familiares. Generaciones de químicos habían tratado de encontrar la
explicación. Bohr descubrió la respuesta en la disposición de los electrones de los átomos.
Obtuvo su información de las gráficas espectrales de los elementos. Sus pautas de líneas
espectrales le sugirieron que los electrones que daban vueltas en torno del núcleo de un
átomo, estaban confinados a ciertas órbitas definidas o «capas». Sólo había espacio para
cierto número de electrones en cada capa. La primera capa podía contener dos electrones.
Así, el hidrógeno, con un electrón, y el helio, con dos, poseía una simple capa de electrones.
Una vez quedaba cubierta esta capa, la adición de más electrones formaba una segunda
capa que contenía hasta seis electrones. Y esto podía decirse también de los siguientes seis
elementos. Luego venía una tercera capa con espacio para ocho electrones. Y así
sucesivamente.
¡Y con qué exactitud se adaptaba todo esto a la tabla periódica...! Cada capa representaba
un período. En lo que se refería a las hileras, cada una de ellas se caracterizaba por el hecho
de que todos los elementos de la misma tenían el mismo número de electrones en la última
capa, o capa exterior.
El número de electrones en esta capa más exterior es el factor más importante para
determinar el comportamiento químico de un elemento. Fija la valencia del elemento y
determina cómo el elemento puede combinar con los otros elementos.
Echemos un vistazo a la hilera la. El hidrógeno posee un electrón. El siguiente elemento en
la hilera, el litio (número atómico 3) tiene tres electrones: dos en la primera capa y uno en
la segunda. El siguiente, el sodio (número atómico 11), posee once electrones: dos en la
primera capa, ocho en la segunda y uno en la tercera. Lo mismo se cumple con los demás
elementos de la hilera la: el potasio tiene un electrón en su capa exterior (la cuarta), lo
mismo que el rubidio (en la quinta capa) y el cesio (en la sexta capa). La afinidad química
de estos elementos se manifiesta en el hecho de que, con excepción del hidrógeno (un
elemento que en muchas formas es único), todos ellos forman una familia: la de los metales
alcalinos.
De modo semejante, todos los elementos alcalinotérreos —berilio, magnesio, calcio,
estroncio, bario y radio—, poseen en común la presencia de dos electrones en su capa más
exterior. Siete electrones en la capa exterior caracterizan a los halógenos: flúor, cloro,
bromo y yodo (todos en la hilera VIIb). Una rellena capa exterior, que contiene ocho
electrones, es característica de los gases inertes: neón, argón, criptón, xenón y radón. Y lo
mismo sucede en las otras hileras.
El modelo de Bohr de las capas de electrones se ha modificado posteriormente: ocurrió que
cada capa estaba dividida en sub-capas. Esto ayudaba a explicar algunas rarezas: los casos
de la afinidad química que parecían contradecir la teoría de la capa de electrones. Por
ejemplo, el hierro, el cobalto y el níquel poseen la misma valencia y son químicamente
diferentes, a pesar de que contienen, respectivamente, 26, 27 y 28 electrones. ¿Cómo
pueden tener el mismo número de electrones en la capa exterior cuando cada uno de ellos
sólo posee un electrón más que el precedente?
La respuesta es que los sucesivos electrones no se añaden a la capa más exterior, sino a la sub-capa debajo de ésta. De este modo, las tres capas exteriores son iguales en los tres casos.
Esto constituye un rasgo general de los elementos más pesados de la tabla periódica.
Mientras aumenta el número atómico, los electrones no se añaden en un orden
estrictamente regular, llenando cada capa antes de comenzar la siguiente. Algunos pueden ir
a una nueva capa exterior mientras la de debajo aún tiene huecos. En realidad, pueden
quedar agujeros en una capa dos niveles por debajo de la más exterior. Así, en un
determinado momento, electrones adicionales comienzan a rellenar los huecos en las capas
interiores, en vez de dirigirse a la capa exterior.
Esto es lo que sucede en la serie de los elementos de tierras raras. En esos catorce
elementos, cada sucesivo electrón se añade a la capa situada dos niveles por debajo. Por
ello, los catorce elementos tienen el mismo número de electrones en su capa más exterior.
El electrón añadido, y que distingue a cada elemento del siguiente, está enterrado tan
profundamente que ejerce un efecto muy pequeño sobre el comportamiento químico. Ésta
es la razón de por qué los catorce elementos de tierras raras, que comienzan con el lantano,
sean tan parecidos.
Capítulo 16
Los Elementos Artificiales
El hombre al fin había comprendido suficientemente bien los elementos como para hacerlos
propios. En el siglo XX, el hombre se convirtió en un alquimista que sabía lo que estaba
haciendo... hasta cierto punto...
En primer lugar, quedaba pendiente lo de aquellos cuatro elementos que aún estaban
ausentes de la tabla periódica. El hecho era que, prácticamente, también habían
desaparecido de la Naturaleza. Los científicos tuvieron que hacer ellos mismos aquellos
elementos para poder estudiarlos.
Como ya hemos mencionado, en 1919, Ernest Rutherford cambió el nitrógeno en oxígeno
bombardeando átomos de nitrógeno con partículas alfa. Esto sugirió que lo que había que
hacer para alterar un elemento artificialmente, era añadir o sustraer partículas de su núcleo.
Así, pues, el primer isótopo completamente nuevo y artificial fue producido con ayuda del
método de Rutherford. Sus creadores fueron Irene Curie, la hija de los famosos Marie y
Pierre, y su marido Frédéric Joliot. (Para perpetuar el apellido Curie, Joliot se cambió el suyo
en Joliot-Curie, una vez casado con Irene.
Los Joliot-Curie bombardearon aluminio con partículas alfa. Su ataque transformó parte de
los átomos de aluminio en una sustancia altamente radiactiva. Esto demostró ser una nueva
clase de fósforo. Su peso atómico era de 30, en lugar de 31, que es el del fósforo natural.
(Como el descubrimiento del neutrón iba a mostrar más tarde, el núcleo del fósforo 30 tiene
15 neutrones en vez de los. 16 del fósforo natural.)
No era de extrañar que el fósforo 30 no se presentase en la Naturaleza; su vida media era
sólo de dos minutos y medio... A todos los eventos, los Joliot-Curie habían producido
«radiactividad artificial» por primera vez. Irene, al igual que su madre antes que ella, recibió
el premio Nobel de Física, en 1935, junto con su marido.
RELLENANDO LOS ÚLTIMOS HUECOS
La era de la transmutación artificial comenzó realmente con la fabricación del primer
«aplasta-átomos» —el ciclotrón—, por Ernest Orlando Lawrence, de la Universidad de
California, en 1931. Con el ciclotrón, y con el enormemente más enérgico acelerador de
partículas, desarrollado más tarde, se hizo posible abrir los núcleos de cada átomo, para
añadirle partículas e incluso crear también partículas nuevas.
El primer elemento producido de esta forma fue el perdido elemento número 43. Se realizó
en 1925, por Noddack, Tacke y Berg, los descubridores del renio. Denominaron a este nuevo
elemento número 43 «masurio» (por un distrito de la Prusia Oriental). Pero nadie más fue
capaz de encontrar el «masurio» en el mismo material de origen, por lo que el supuesto
descubrimiento quedó en el aire. En realidad, se trató sólo de un error. En 1937, Emilio Gino
Segrè, de Italia, un ardoroso caza-elementos, identificó al auténtico número 43.
Lawrence había bombardeado una muestra de molibdeno (elemento número 42) con
protones acelerados en su ciclotrón. Finalmente, consiguió un poco de materia radiactiva, la
cual envió a Segrè, en Italia, para su análisis. Segrè y un ayudante, C. Perrier, rastrearon
parte de la radiactividad hasta un elemento que se comportaba parecidamente al
manganeso. Dado que el elemento número 43 que faltaba pertenece a una vacante, en la
tabla periódica, próximo al manganeso, estaban seguros que se trataba de éste.
Pero resultó que el elemento número 43 tenía varios isótopos. Y cosa rara, todos ellos eran
radiactivos. En este elemento no existían isótopos estables...
Esto resultaba sorprendente. Cada otro elemento hasta el bismuto (número 83) tenía, por lo
menos, un isótopo estable. Nadie podía entender por qué un elemento, con un número
atómico tan bajo como el 43, tenía sólo formas radiactivas.
De todos modos, los hechos eran los hechos... El elemento 43 es, en efecto, totalmente
inestable. Su isótopo de vida más larga, con un número másico de 99, poseía una vida
media de poco más de 200.000 años. Por ello, todos los elementos que hubiesen podido
formarse de forma originalmente natural, debían de haberse ya descompuesto al principio
de la historia de nuestro planeta, que tiene una antigüedad de varios miles de millones de
años.
Segrè llamó al elemento número 43 «tecnecio», de una palabra griega que significaba
«artificial», porque se trataba del primer elemento fabricado por el hombre.
El siguiente de los elementos que quedaban por descubrir, fue el número 87. Éste se ha
descubierto en la Naturaleza. En 1939, Marguerite Perey, una química francesa, encontró un
nuevo tipo de radiación entre los productos de la desintegración radiactiva del actinio. La
radiación demostró pertenecer a un elemento que se comportaba de igual forma que un
metal alcalino. Por lo tanto, debía de ser el elemento número 87, el miembro perdido de la
familia de los alcalinometales. Marguerite Perey lo denominó «francio».
La cantidad de francio que encontró fue sólo de una ligera traza. El elemento se obtuvo más
tarde artificialmente con un acelerador, y sólo entonces los químicos pudieron disponer de
material suficiente para realizar su detallado estudio. Por dicha razón, el francio, por lo
general, es considerado uno de los elementos artificiales.
Fue de nuevo Segrè quien detectó el siguiente de los elementos que faltaban. Abandonó la
Italia fascista, en 1938, y pasó a trabajar en el «Laboratorio de Radiación», de la
Universidad de California. Con dos colegas de allí, D. R. Corson y K. R. Mackenzie,
bombardeó bismuto con partículas alfa. Esta maniobra tuvo éxito al añadir a la partícula alfa
dos protones del núcleo del bismuto, formando el elemento 85. Dado que el nuevo elemento
carecía de elementos estables, se le denominó «astatinio», de una palabra griega que
significa «inestable». Más tarde, se encontraron en la Naturaleza trazas de astatinio, como
un producto de descomposición del uranio.
Así, pues, en 1940, tres de los cuatro últimos huecos habían quedado rellenados. El
elemento que aún faltaba en la tabla de 92 elementos era el número 61. Y éste salió a luz
de una manera enteramente distinta. No se produjo de una forma deliberada, sino como un
resultado más del descubrimiento de la fisión nuclear.
Después que Chadwick encontrara el neutrón, en 1932, los físicos se percataron al instante
de que constituía un precioso instrumento para la investigación de los núcleos atómicos y tal
vez para formar nuevos elementos. Como partícula sin carga, no sería repelida por los
núcleos cargados positivamente.
Uno de los primeros en empezar a bombardear núcleos con neutrones fue el gran físico
italiano Enrico Fermi. A mediados de la década de 1930, Fermi y sus colegas de Roma
llevaron a cabo muchos experimentos con neutrones. Entre otras cosas bombardearon
uranio con partículas alfa, con la esperanza de crear elementos más allá del uranio. Creían
que sucedería algo así al hacer esto, pero no pudieron demostrarlo. En realidad,
consiguieron algunos productos que les desconcertaron a ellos y a los demás físicos durante
varios años.
El resultado de este misterio constituye ahora una historia familiar: cómo Otto Hahn, en
Alemania, descubrió que uno de estos productos era el bario, un elemento de sólo la mitad
de peso que el uranio; cómo su antiguo compañero, Lise Meitner, que había escapado a
Suecia huyendo de los nazis, llegó a convencerse de que el bombardeo del neutrón había
escindido el átomo del uranio en dos («fisión del uranio»), y se apresuró a publicar su
revolucionaria conclusión; cómo Fermi y otros físicos., muchos de ellos refugiados en
Estados Unidos huyendo de las dictaduras europeas, llegaron al fin a producir una fisión de
reacción en cadena y la bomba atómica.
El punto que nos interesa aquí es el de que la fisión del uranio produjo docenas de diferentes
«productos de fisión», muchos de ellos nuevos isótopos que no habían sido conocidos
anteriormente. Y, en 1948, tres químicos del «Oak Ridge National Laboratory» —J. A.
Marinsky, L. E. Glendenin y C. D. Coryell— encontraron el elemento número 61 entre los
productos de fisión. Tal y como los químicos habían sospechado, todos los isótopos del
elemento demostraron ser radiactivos; el más longevo tenía una vida media de sólo 30
años. No era de extrañar que no hubiese sido encontrado en la naturaleza...
Los descubridores llamaron a este elemento «promecio», por Prometeo dado que había sido
creado en el cálido fuego del horno nuclear.
Y así quedó cubierto el último hueco de la tabla periódica. Pero el promecio no constituyó el
final de la búsqueda de los elementos.
MÁS ALLÁ DEL 92
A fin de cuentas, el noventa y dos no era el límite. Fermi, que pensó que había construido el
elemento número 93 y lo denominó «uranio X», no se había equivocado del todo. Su mezcla
de productos del bombardeo del uranio incluía al elemento 93, aunque no pudo identificarlo.
En 1940, Edwin M. McMillan, de la Universidad de California, descubrió trazas de un
elemento en los neutrones bombardeados del uranio, que pensó que debería tratarse del
número 93. ¿Qué clase de elemento sería? En el séptimo período de la tabla periódica, el
actinio (elemento 89) era conocido por ser químicamente similar al lantano. ¿Significaba
esto que comenzaba una segunda serie de elementos de tierras raras, como las del lantano
siguiente? Y si era así, el actinio, el torio, el protactinio, el uranio y el elemento 93 serían
todos metales de tierras raras.
La química de estos elementos no era muy bien conocida en aquella época. La única cosa
con la que los químicos debían proseguir, consistía en que alguna de las propiedades del
uranio parecían asemejarse a las del tungsteno. Esto significaría que el uranio no era una
tierra rara. Y si el uranio seguía a continuación del tungsteno en la tabla, entonces el
elemento 93 sería parecido al renio, el elemento que seguía al tungsteno en el sexto
período.
McMillan pidió a Segrè que analizase su muestra de «elemento 93». Segrè averiguó que no
se parecía al renio, sino que era más bien una tierra rara.
McMillan y su ayudante, Philip Abelson, muy pronto estableció que su sustancia era
definitivamente el elemento número 93. McMillan lo llamó «neptunio», por Neptuno, el
planeta más allá de Urano, del que el uranio había recibido su nombre.
McMillan tuvo que abandonar su trabajo a causa de la guerra y dejó sus investigaciones a
cargo de Glenn Theodore Seaborg, en California. Seaborg muy pronto descubrió que el
neptunio radiactivo daba origen a otro elemento nuevo: el número 94. Cuando el neptunio
se desintegraba, emitía un electrón de su núcleo, y uno de sus neutrones se cambiaba a
protón. Esto elevó el número de protones de 93 a 94, por lo que se convirtió en un nuevo
elemento. El elemento fue denominado «plutonio», por Plutón, el planeta situado más allá
de Neptuno.
Tanto el neptunio como el plutonio se comportaban químicamente igual que las tierras raras,
confirmando el que los elementos que comenzaban con el actinio deberían formar una
segunda serie de tierras raras. Para distinguir a las dos series, el primer grupo (que
comenzaba con el lantano) fue conocido como los «lantánidos», y el segundo grupo como
los «actínidos».
El isótopo del neptunio de vida más larga, con un número másico de 237, tenía una vida
media de un poco más de dos millones de años. Ya no quedaba ninguna traza detectable del
neptunio originariamente presente en la tierra. Pero pequeñas cantidades del mismo debían
de formarse, continuamente, a través de los neutrones de rayos cósmicos que incidían sobre
el uranio en el suelo y en las rocas. Efectivamente, trazas de estos elementos han sido
detectadas en las menas de uranio.
Si el neptunio y el plutonio podían fabricarse artificialmente, ¿por qué no producir más
elementos transuránicos? Bajo la dirección de Seaborg, el grupo de California estableció un
programa sistemático para ver cuán lejos podían llegar. Bombardearon cada elemento
transuránico, sucesivamente, hasta formar otros con números atómicos superiores. El
trabajo no resultaba sencillo, y se hacía más difícil de un elemento a otro. Las vidas medias
de los sucesivos elementos eran cada vez más y más cortas, y, por tanto, resultaba cada
vez más difícil recoger suficiente cantidad de cada elemento para poder fabricar el siguiente.
En 1944, Seaborg y dos de sus ayudantes, R. A. James y L. O. Morgan, tuvieron éxito en
conseguir el elemento 95 al bombardear el uranio con partículas alfa. Dado que el 95 se
parecía al europio en la primera serie de tierras raras, lo denominaron «americio», por
América.
Más avanzado aquel año, Seaborg, James y A. Ghiorso rastrearon el elemento 96, esta vez
bombardeando el plutonio con partículas alfa. Como colega del tierras raras gadolinio
(llamado así por el cazador de elementos Gadolin), el número 96 fue denominado «curio»,
por los Curie.
En 1949, Seaborg, Ghiorso y S. G. Thompson anunciaron que, tras bombardear el americio
con partículas alfa, habían formado el elemento 97. Al año siguiente, esos tres operarios y
K. Street fabricaron el número 98 al bombardear el curio con partículas alfa. En honor del
lugar en que estos elementos se estaban descubriendo, los números 97 y 98,
respectivamente, fueron llamados «berquelio» (por Berkeley, la ciudad universitaria) y
«californio».
Los siguientes elementos aparecieron tras la terrorífica explosión de la primera bomba de
hidrógeno, en 1952. En los restos de la explosión, los científicos detectaron trazas de lo que
parecían ser los elementos 99 y 100. Dichos elementos fueron más tarde obtenidos en el
laboratorio y anunciados en 1955.
Al bautizarles, los descubridores decidieron conmemorar a Albert Einstein y a Enrico Fermi;
el elemento 99 fue denominado «einstenio» y el número 100 se llamó «fermio».
En 1955, un equipo de químicos, entre los que se incluían Seaborg y Chiorso, bombardearon
el einstenio con partículas alfa y produjeron unos cuantos átomos del elemento número 101.
El mismo, al fin, fue denominado «mendelevio», en honor de Mendéleiev.
En 1957, los equipos de químicos de los Estados Unidos, Gran Bretaña y Suecia, informaron
del aislamiento del elemento número 102. Debido a que parte de la tarea se había llevado a
cabo en el «Instituto Nobel», en Estocolmo, fue denominado «nobelio».
En 1961, un equipo norteamericano obtuvo el elemento 103 y sugirió que se llamase
«laurencio», por Lawrence, el inventor del ciclotrón.
El laurencio acabó de redondear la serie de tierras raras. Los científicos siguieron en busca
del elemento 104, esperando confiadamente que se pareciese al hafnio, el primer elemento
después de los lantánidos.
En la tabla 23 relacionamos los elementos artificiales. Naturalmente, todos ellos son
radiactivos. No podemos asignarles verdaderos pesos atómicos porque no se presentan en la
naturaleza y no es conocido todavía ninguno de sus posibles isótopos.
Así, pues, en el momento en que se escribe este libro, la lista de elementos conocidos
asciende a 103. Su disposición en la tabla periódica se muestra en la tabla 24. (Por lo
general, la tabla periódica se escribe con los períodos transcritos horizontalmente y las
hileras de una forma vertical, pero lo hemos hecho de otra manera, con el fin de tener
espacio para escribir los nombres completos de los elementos, en vez de sólo sus símbolos.
Aquí les dejo un hermoso libro del señor Asimov sobre el avance de la humanidad en el entendimiento de los elementos químicos desde los cuatro elementos de los griegos: aire, agua, tierra y fuego hasta la tabla periódica de los elementos actual. Que lo disfruten.
Capítulo 1
El Prodigio de los Griegos
Hace veintiséis siglos, en el año 640 a de JC, nació uno de los hombres más notables de
toda la Historia. Se llamaba Tales, y había nacido en la ciudad de Mileto, en la costa
occidental de Asia Menor, que en aquel tiempo formaba parte de Grecia.
Tales poseía la clase de mente que se ocupa de todo, y con brillantes resultados. Como
hombre de Estado, persuadió a las diversas ciudades griegas de la Jonia a unirse para
protegerse mutuamente contra los reinos no griegos del interior de Asia Menor. Como
científico, realizó importantes descubrimientos en Matemáticas y Astronomía. En realidad,
Tales puede ser considerado el fundador del razonamiento matemático. Elaboró un sistema
para derivar nuevas verdades matemáticas de aquellas ya conocidas. Este método, llamado
deducción (del latín deductio, onem, que significa llevar, conducir), constituye la base de las
matemáticas modernas, por lo que Tales, puede ser considerado como el primer auténtico
matemático.
Tales aprendió Astronomía de los babilonios, cuyos estudios sobre los cielos les permitieron
confeccionar un calendario de las estaciones y explicar los eclipses de sol.
A los pueblos antiguos, el súbito oscurecimiento de la Tierra por el eclipse era algo que
resultaba aterrador. Suponían que algún monstruo se estaba tragando al Sol. La gente salía
corriendo de sus casas hasta la plaza del pueblo, golpeando recipientes y gritando
atronadoramente para espantar al monstruo. Dado que el Sol siempre reaparecía al cabo de
unos minutos, los golpeadores de recipientes estaban seguros de que eran sus esfuerzos los
que habían salvado al Sol.
Los astrónomos babilonios fueron los primeros en descubrir que la Luna, al pasar delante del
Sol, era responsable de los eclipses. Después de haber calculado los movimientos de la Luna
y el Sol, los astrónomos asombraban a la gente prediciendo con exactitud cuándo tendría
lugar un eclipse.
Tales, después de regresar a su país desde Babilonia, presentó la nueva astronomía a los
griegos. El año 586 a. de JC, predijo que tendría lugar, en Jonia, un eclipse total de Sol.
Cuando sucedió, el eclipse se produjo en el momento en que los ejércitos de dos pueblos
cercanos, los medos y los lidios, estaban a punto de entrar en combate. Ambos ejércitos
quedaron tan asustados por el oscurecimiento del Sol que, inmediatamente, firmaron un
tratado de paz.
Tales fue conocido en toda Grecia como un gran estudioso. Cuando los escritores griegos
redactaron unas listas de sus «siete sabios», todos ellos pusieron a Tales de Mileto en el
primer lugar de la lista.
Fue el primer «filósofo» griego (lo cual significaba «amante de la sabiduría»). Hubo quienes
se mofaron de su inclinación filosófica y le decían: «Si eres tan sabio, ¿por qué no eres
rico?» Tales, según sigue el relato, silenció a aquellos burlones con un perspicaz asunto de
negocios. Tras deducir, conforme a sus estudios, que el clima del próximo año sería bueno
para la cosecha de aceitunas, compró todas las prensas (empleadas para extraer el aceite
de oliva) y, después, exigió elevados precios por su empleo. Aquel golpe de audacia le
convirtió en un hombre rico. Pero pronto dejó los negocios. Como filósofo, amaba la
sabiduría más que el dinero.
También fue el original «profesor distraído». Una noche, mientras andaba por la carretera
estudiando las estrellas, se cayó en una zanja. Una criada que le ayudó a salir de allí, se rió
de él:
—He aquí un hombre que desea estudiar el Universo y que, sin embargo, no puede ver
dónde pone sus propios pies...
Y era realmente cierto lo de que Tales deseaba estudiar el Universo. En realidad, de todas
sus contribuciones a la Ciencia, quizá la más notable radicó en el planteamiento de una
sencilla pero profunda pregunta: ¿De qué está hecho el Universo? Los hombres han estado
persiguiendo la contestación a esta pregunta de Tales durante miles de años, a partir del
momento en que la planteó por vez primera.
La historia de la búsqueda para responder a esta pregunta constituye una de las mayores
historias de detectives de la Ciencia. Y es la historia con la que este libro se halla
relacionado.
LOS ELEMENTOS GRIEGOS
Tales deseaba saber: ¿De qué materia está hecho el Sol, la Luna, las estrellas, la Tierra, las
rocas, el mar, el aire y los seres vivos sobre el planeta? Resultaba la cosa más natural del
mundo suponer (e incluso los científicos modernos lo han supuesto así), que si se rompen
todas las cosas hasta su última naturaleza, se encontraría que todas ellas estaban formadas
por una sustancia simple, es decir, de un elemental bloque de construcción.
La palabra «elemento» procede de la palabra latina elementum. Nadie conoce el origen de
esta palabra latina. Una sugerencia es que los romanos dijeran de algo que era «tan sencillo
como L-M-N-», lo mismo que nosotros decimos «fácil como el A-B-C». De cualquier forma,
elementum llegó a significar algo simple con el que están hechas las cosas complejas.
Tales, tras mucho pensar, decidió que el elemento del que estaba hecho todo el Universo era
el agua. En primer lugar, existe una gran cantidad de agua sobre la Tierra, auténticos
océanos de ella. En segundo lugar, cuando el agua se evapora, aparentemente, se convierte
en aire. El agua, de modo parecido, parece volver a transformarse en agua en forma de
lluvia. Finalmente, el agua que cae al suelo puede, llegado el caso, endurecerse, pensó, y de
esta manera convertirse en suelo y rocas.
Otros griegos tomaron la interesante especulación de Tales, y llegaron a diferentes
conclusiones. Su propio discípulo, Anaximandro, pensó que el agua no podía ser,
posiblemente, el bloque edificador del Universo, porque sus propiedades eran demasiado
específicas. Los materiales que todos conocían resultaban variados y poseían numerosas
propiedades contradictorias. Algunos eran húmedos y otros secos; algunos fríos y otros
calientes. Ninguna sustancia conocida podía combinar todas esas opuestas cualidades. Por
tanto, el elemento básico del Universo debería ser alguna misteriosa sustancia que no se
pareciese a ninguna con la que el hombre estuviese familiarizado.
Anaximandro, naturalmente, no podía describir esa sustancia, pero le dio un nombre:
apeiron. Sostuvo que el Universo se había formado de la unión de un suministro ilimitado de
apeiron. Algún día siempre y cuando el Universo fuese destruido, todo se convertiría de
nuevo en apeiron.
La mayor parte de los filósofos griegos no estuvieron de acuerdo con esta idea. El decir que
el Universo estaba compuesto por algo que existía sólo en la imaginación, en su opinión, no
constituía una respuesta.
Anaxímenes, un joven filósofo de Mileto, vio en el elemento aire, en lugar del agua, el
principio del Universo. Dado que todo estaba rodeado por el aire, razonó que la Tierra y los
océanos estaban formados por la congelación o condensación del aire.
Heráclito, un filósofo de Éfeso, cerca de Mileto, tuvo otra idea. Insistió en que el último
elemento era el fuego. El rasgo más importante y universal del Cosmos, afirmó, era el
cambio. El día sigue a la noche y la noche al día. Una estación da paso a otra. La superficie
de la Tierra está siendo continuamente alterada por los ríos y los terremotos. Los árboles, y
las estructuras se elevan y después desaparecen. Incluso el hombre era efímero: nacía,
crecía y, finalmente, moría. Toda esta mutabilidad quedaba definida del mejor modo de
todos a través del fuego. Esta «sustancia», continuamente cambiante de forma, que
resplandece y luego se apaga, representaba la esencia del Universo, en opinión de Heráclito.
Así, concluyó que el Universo debía de estar hecho de fuego en sus diversas
manifestaciones.
Esta discusión hubiera durado largo tiempo, mientras una sustancia tras otra fuese
proclamada el elemento principal del Universo, si no hubiese aparecido alguien con una idea
tan hermosa que redujo al silencio a los porfiados defensores. La idea procedió de la escuela
del famoso Pitágoras.
Pitágoras, un filósofo griego que había emigrado, hacia el año 530 a. de JC, a la ciudad de
Crotona, en Italia meridional, fundó una escuela mística de filosofía basada en el estudio de
los números. La escuela realizó importantes descubrimientos respecto de los números
irracionales (como, por ejemplo, la raíz cuadrada de dos), la naturaleza del sonido y la
estructura del Universo. El propio Pitágoras tal vez fuese el primer hombre en sugerir que la
Tierra era redonda y no plana. Naturalmente, también es famoso por el ser el autor del
teorema pitagórico, sobre el triángulo rectángulo, pero no es seguro que fuese el primero en
proponerlo.
No obstante, nuestro héroe no es Pitágoras, sino un brillante miembro joven de su escuela
llamado Empédocles. Al ponderar el problema de qué estaba hecho el Universo, apareció con
una proposición que, claramente, combinaba los puntos de vista de los campeones de los
elementos simples. ¿Por qué insistir respecto de que todo estaba hecho sólo de un
elemento? ¿No podía haber varios elementos? En realidad, esta idea tenía mayor sentido.
Explicaría las diferentes propiedades de la materia que se observaban. Pensando en estas
propiedades, Empédocles decidió que debía de haber cuatro elementos: tierra, agua, aire y
fuego, que representasen, respectivamente, lo sólido, lo líquido, lo vaporoso y la
mutabilidad. La mayor parte de los objetos, dijo, eran combinaciones de esos cuatro
elementos.
Tomemos un leño de madera. Dado que es sólido en su forma usual, puede consistir,
principalmente, del elemento sólido: tierra. Cuando se le calienta, arde, por lo que contiene
también el «elemento» fuego. Al arder, libera vapor, que es una forma de aire. Parte de este
vapor se convierte en gotas de agua; la madera, pues, debe contener también agua. En
resumen, la madera está hecha de los cuatro elementos: tierra, fuego, aire y agua. Así
razonaba Empédocles.
Su idea de los cuatro elementos fue captada al instante y gozó de popularidad entre los
filósofos griegos. Fue más tarde desarrollada por Aristóteles (384-322 a. JC), el más grande
filósofo de la antigua Grecia.
Aristóteles fue un estudioso completo, un hombre enciclopédico. Contribuyó con ideas
originales a cada rama de la Ciencia de su tiempo. Sobre la noción de Empédocles referente
a los cuatro elementos, Aristóteles edificó una teoría general acerca de la naturaleza de toda
la materia del Universo.
Sugirió, entre otras cosas, que cada elemento ocupaba su propio lugar natural en el plan
general. La Tierra, según creía, pertenecía al centro de nuestro Universo; en torno de su
núcleo se encontraba el agua de los océanos; una capa de aire, a su vez, rodeaba la Tierra y
los océanos; y más allá, en las capas superiores de la atmósfera, se encontraba el reino
natural del fuego (que, a menudo, se mostraba en forma de relámpagos). Cada elemento
buscaba su propio nivel. De este modo, una roca en el aire caería hacia la Tierra, su nivel
natural; el fuego siempre se alza hacia la región elevada del fuego. Y todo de esta misma
forma.
Aristóteles decidió que, las estrellas en los cielos, debían de pertenecer a una categoría
completamente diferente. A diferencia de la cambiante materia de la Tierra, parecían
inmutables y eternas. Además, los objetos en los cielos se movían en una esfera fija, sin
alzarse ni caerse. Por tanto, debían de estar hechos de un elemento completamente
diferente a cualquiera de la Tierra. De este modo, Aristóteles inventó un quinto elemento,
del cual creía que estaba compuesto todo el Universo exterior a la Tierra. Lo llamó «éter»;
más tarde, los filósofos lo denominaron «quintaesencia», la forma latina de «quinta
sustancia». Dado el quinto elemento se supuso que era perfecto (a diferencia de los
elementos de la imperfecta y cambiante Tierra), todavía seguimos empleando en nuestro
idioma la palabra quintaesencia para significar la forma más pura de cualquier cosa.
Aristóteles concibió otra noción que influyó en las opiniones de los hombres respecto de la
materia durante millares de años. Observó que lo frío y lo caliente, lo húmedo y lo seco,
parecían ser las propiedades fundamentales de los elementos. Pero las propiedades pueden
cambiar: algo frío puede ser calentado y algo húmedo, secado. Así, pues, resultaba
presumible que, al alterar las propiedades de algún modo se podía cambiar un elemento en
otro. Esta noción, como veremos, constituyó un destello que condujo a la Química pero hizo
avanzar a los hombres con el pie izquierdo, con resultados absurdos.
Capítulo 2
Alquimia y Elixires
Muy poco después de la época de Aristóteles, la cultura griega, de repente, se extendió
ampliamente por Asia y África, gracias a las aventuras militares y conquistas de Alejandro
Magno. Llevó el idioma griego y el conocimiento griego a Persia, Babilonia y Egipto. A
cambio, los griegos recogieron una gran cantidad de conocimientos de los babilonios y de los
egipcios.
Alejandro fundó numerosas ciudades en las tierras por él conquistadas. La mayor y más
importante fue Alejandría (bautizada así por él, como es natural. Dio comienzo al
asentamiento de su población, en la desembocadura de la rama más occidental del Nilo, en
el año 332 a. de Jesucristo.
Alejandría se convirtió en la capital del nuevo reino egipcio, regido por los descendientes de
Tolomeo, uno de los generales de Alejandro. Se convirtió en crisol de antiguas culturas: una
tercera parte de su población era griega, otra tercera parte, judía y la tercera y última,
egipcia.
Tolomeo I estableció un «Museo» en Alejandría. Aquí en lo que hoy llamaríamos una
Universidad, congregó a todos los filósofos que pudo, ofreciéndoles apoyo y seguridad. Su
hijo, Tolomeo II, prosiguió su obra, reuniendo libros para el Museo hasta que se convirtió en
la biblioteca más grande del mundo antiguo. Mientras los estudiosos acudían en tropel al
Museo para poder beneficiarse de su biblioteca y demás facilidades, Atenas declinaba como
centro del saber griego y Alejandría ocupaba su lugar. Permaneció como centro intelectual
del mundo antiguo durante setecientos años.
Los estudiosos de Alejandría continuaron en la tradición de los filósofos jonios y de
Aristóteles. Pero bajo la influencia egipcia, su pensamiento acerca de la composición del
Universo y la naturaleza de los elementos tomó una nueva dirección. La mayoría de los
pensadores griegos tan sólo habían razonado acerca del mundo físico, sin hacer muchos
intentos para observar o probar experimentalmente sus ideas. Según el punto de vista de la
filosofía griega dominante, tal como fue expresado por Platón, lo ideal era más importante
que lo material; por ello, las verdades más importantes respecto de la naturaleza esencial de
las cosas serían descubiertas por puro pensamiento más que dedicándose a las cosas
materiales. Por el contrario, los egipcios, eran un pueblo sumamente práctico. Trataban
ciertas piedras —calentándolas con carbón de leña, por ejemplo— para obtener metal de
ellas. Fabricaron cristal de la arena, y ladrillos de la arcilla. Prepararon tintes y medicinas y
otras muchas sustancias.
Los griegos dieron el nombre chemia a este arte de tratar materiales con objeto de cambiar
su naturaleza. Tal vez habían tomado la palabra de «Chem», el nombre egipcio de su propio
país. Algunos pueblos creen que chemia, además, debe entenderse como significando
«magia negra». En lo que a los egipcios se refiere, llamaban a su tierra «negra» por una
muy buena razón que nada tiene que ver con el misterio o la magia. Hacía referencia al
negro y fértil suelo de su país natal del Nilo, que contrastaba con las amarillentas arenas del
desierto.
Cuando los árabes conquistaron más tarde Egipto, colocaron a chemia el prefijo al, que
equivale en árabe al artículo el, con lo que la palabra se convirtió en al chemia y, con el
tiempo, en español, en alquimia.
Los primeros artesanos que trabajaron con metales, tintes y otras sustancias mantuvieron
sus técnicas en secreto, á fin de conseguir un monopolio sobre sus productos y ponerles
unos precios elevados (una práctica no desconocida en la actualidad). Esto se añadió al
misterio que rodeaba a la alquimia. Y también hizo crear una jerga en la mayor parte de los
escritos alquímicos. De hecho, la Alquimia fue, al principio, casi una religión, y los egipcios
consideraron al dios Tot como el dios de la Alquimia. Los griegos reservaron este honor para
su dios Hermes, que era su doble de Tot. Y por ello llamaron a la Alquimia el «arte
hermético». Aún empleamos este término en la actualidad; cuando guardamos algo de una
forma estanca (un procedimiento que los antiguos egipcios empleaban a veces en Alquimia),
decimos que está «herméticamente cerrado».
LOS ALQUIMISTAS GRIEGOS
El primer escritor griego sobre Alquimia que conocemos fue un hombre que trabajaba los
metales, llamado Bolos Demócrito, y que vivió en el siglo n. Trató de combinar el
conocimiento práctico de los egipcios con las teorías de Aristóteles. Bolos Demócrito sabía
que ciertos tratamientos pueden cambiar el color de los metales. Por ejemplo, mezclando
cobre (un metal rojo) con cinc (otros gris), se produce una aleación amarillenta (bronce). Su
color era parecido al del oro. Bolos Demócrito razonó que el primer paso para formar el color
del oro llegaría a formar el mismo oro. Y dado que, de acuerdo con Aristóteles, tanto el
plomo como el oro estaban formados de los cuatro elementos universales (tierra, agua, aire
y fuego), ¿no podría ser transformado en oro, simplemente, por el cambio de las
proporciones de los elementos? Bolos Demócrito empezó a experimentar con toda clase de
recetas para convertir el plomo en oro.
Éste fue el principio de un largo esfuerzo de más de dos mil años para llegar a la
«transmutación» de los metales (de una voz griega que significa «cambiar por completo»).
La idea fue adoptada, entusiásticamente, por tantas, personas, que, en una época tan
temprana como el año 300 a. JC, un alquimista llamado Zósimo escribió una enciclopedia de
Alquimia que abarca 28 volúmenes.
Casi todas las teorías alquímicas son consideradas, en la actualidad, como un conjunto de
desatinos. Pero eran tomadas tan en serio que, en tiempos del emperador romano
Diocleciano, éste ordenó que todos los libros de Alquimia fuesen destruidos, partiendo de la
base de que, si todo el mundo aprendía a fabricar oro, se arruinaría el sistema monetario y
se vendría abajo la economía del Imperio. La destrucción de los libros que ordenó es una de
las razones de que conozcamos hoy tan poco acerca de la Alquimia griega. Tal vez si
hubieran sobrevivido más libros, encontraríamos algunas gemas de auténtica sabiduría en
medio de tantos desatinos. Por ejemplo, Zósimo describió ciertos experimentos en los que
parecía hablar de un compuesto al que hoy llamamos «acetato de plomo».
En el siglo v, Alejandría se hundió como centro de conocimientos. Después que el emperador
Constantino hiciera el cristianismo la religión oficial del Imperio romano, Alejandría fue
atacada por los nuevos conversos como centro de la enseñanza «pagana». Las turbas
cristianas destruyeron gran parte de la gran biblioteca y forzaron a muchos de los estudiosos
a emigrar. Además, Constantinopla, la ciudad que Constantino había fundado como su
capital, remplazó a Alejandría como depositaría del saber griego.
No obstante, durante mil años los estudiosos cristianos se dedicaron más bien a la teología y
a la filosofía moral que a la filosofía natural. El único alquimista importante durante estos
siglos, en Constantinopla, fue Calinico. Inventó el «fuego griego», una mezcla de sustancias
cuya fórmula exacta se ha perdido. Probablemente se componía de pez y cal viva. La cal
viva se hidrata, con gran desprendimiento de calor, cuando se le añade agua, calor
suficiente como para prender fuego a la pez. Además, el fuego griego ardía con mucha
fuerza en el mar. Los ejércitos de Constantinopla lo emplearon para alejar a las flotas
invasoras.
ISLAM Y ELIXIRES
Durante el siglo siguiente a que Constantinopla se convirtiera en capital, el Imperio romano
fue invadido por tribus bárbaras procedentes del Norte. Hacia el año 500, toda la mitad
occidental del Imperio estaba por completo bajo el dominio de los bárbaros. Y en el siglo vii,
la mayor parte de la mitad oriental, incluyendo a Siria y Egipto, que habían caído en manos
de la nueva religión, el Islam, fundada por Mahoma. Los ejércitos árabes se lanzaron sobre
Siria y Persia y luego invadieron el norte de África. Tomaron Alejandría el año 640 después
de Jesucristo.
No obstante, culturalmente los árabes fueron conquistados por la tradición del saber griego.
Los mahometanos, más receptivos al conocimiento pagano que lo habían sido los cristianos,
preservaron la filosofía natural griega en centros árabes de cultura, como Bagdad, El Cairo y
Córdoba.
Bagdad, la capital del mayor de los imperios musulmanes, alcanzó la cúspide de su poder y
gloria en los siglos viii y ix. En la actualidad es la capital del Irak. El Cairo, fundado por los
musulmanes en el siglo x, se convirtió en un gran centro cultural en el siglo xiii. En la
actualidad es la capital de Egipto y la ciudad más populosa de África. Córdoba, la capital del
reino musulmán establecido en España, en el siglo viii, declinó en su importancia tras su
reconquista por los reyes cristianos españoles en el siglo xiii, pero es aún una importante
ciudad provincial en el sur de España.
El primer alquimista árabe del que tenemos antecedentes es Yalib ibn Yazid, que vivió del
año 660 al 704. Fue hijo de uno de los primeros califas árabes y pudo haber ascendido al
trono, al no haber sido por las intrigas palaciegas. Afortunadamente, estaba más interesado
en la Alquimia que en la política; se retiró, afortunadamente, de la vida pública y se dedicó a
sus estudios. Se supone que aprendió Alquimia de un griego alejandrino y que escribió
muchos libros acerca de este tema.
No obstante, el fundador más importante de la alquimia árabe fue Yabir. La vida de Yabir
coincidió con el apogeo de la gloria de Bagdad en el siglo viii. Fue funcionario alquimista en
la Corte del califa Harún al-Raschid y amigo personal del visir del califa, Yafar; ambos
aparecen en muchos de los cuentos de Las mil y una noches. Después que el visir perdiera
su favor y fuese ejecutado, Yabir decidió que resultaba más sano abandonar la Corte, por lo
que regresó a al-Kufa, una ciudad a unos 160 km al sur de Bagdad, donde había nacido.
Muchos libros y tratados se atribuyen a Yabir; tantos, en realidad, que algunos de ellos es
posible que fueran escritos por otros alquimistas que pusieron el nombre del famoso
alquimista en los libros para atraer más atención hacia sus obras. En los tiempos antiguos,
esto constituía una práctica muy común.
Al parecer, Yabir fue un alquimista muy cuidadoso. Escribió las fórmulas para producir un
gran número de nuevos materiales. Además, no estaba satisfecho con la noción de que
todas las sustancias estuviesen compuestas de los cuatro elementos de Aristóteles. Aparte
de esto, se dedicó a desarrollar otras ideas (las cuales tal vez se le habían ocurrido ya a
otros alquimistas griegos).
Yabir consideraba el hecho de que los metales y los metaloides poseían propiedades muy
diferentes. (¿Cómo podían estar ambos compuestos del mismo elemento sólido, tierra?)
Decidió que los metales debían de contener algún principio especial, el cual, cuando se
añadía a la tierra en diferentes proporciones, producía los diversos metales individuales.
Este principio, según Yabir, debía de existir en grandes cantidades en el mercurio, porque
este metal era un líquido y, además, debía de contener poca tierra sólida.
Yabir se percató, más adelante, que algunos metaloides ardían, mientras que los metales
eran incombustibles. De nuevo razonó que debía de existir algún principio especial, que,
añadido a una sustancia, le confería la propiedad de ser capaz de arder. Decidió que el
azufre debía de contener ese principio en mayor proporción, porque el azufre ardía con
facilidad. Su principio de inflamabilidad fue, por tanto, el azufre.
Yabir llegó a la conclusión de que todas las sustancias sólidas eran combinaciones de
«mercurio» y «azufre» (es decir, de los principios que éstos representaban). Además, si, por
ejemplo, se podía alterar la proporción de plomo, se podría convertir éste en oro.
En el siglo ix, Bagdad produjo un segundo gran alquimista, apropiadamente conocido como
al-Razi, un nombre que después los europeos cambiaron por el de Rhazes. Probablemente,
era de descendencia persa, puesto que su nombre significa «el hombre de Rai» (una antigua
ciudad cuyas ruinas se encuentran cerca de Teherán).
Aproximadamente a la edad de treinta años, al-Razi visitó Bagdad. Allí, según cuenta la
historia, quedó fascinado por las historias que escuchó a un boticario acerca de medicina y
enfermedades. Al-Razi decidió estudiar Medicina, y acabó siendo jefe de los médicos del
mayor hospital de Bagdad.
Al-Razi describió sus experimentos tan cuidadosamente, que los modernos estudiosos
pueden repetirlos. Describió el yeso blanco, por ejemplo, y la manera en que podía
emplearse para formar moldes que mantuviesen en su sitio los huesos rotos. También
estudió la sustancia que conocemos en la actualidad con el nombre de antimonio.
Otro médico nacido en Persia, sin duda el más ilustre de los médicos de la Edad Media, fue
conocido como Ibn Sina. Después que sus libros fuesen traducidos al latín, se hizo famoso
entre los estudiosos europeos, con una mala pronunciación de su nombre, que quedó en
Avicena. Había nacido en Afchana, cerca de Bujará, una ciudad al noroeste del moderno Irán
y que hoy forma parte de la URSS.
Escribió más de un centenar de libros sobre Medicina (algunos de ellos muy voluminosos) e
hizo listas de centenares de medicinas y de sus usos. Naturalmente, se convirtió en un
alquimista, puesto que la mayor parte de las drogas se obtenían por medio de
procedimientos alquímicos. No obstante, fue un alquimista fuera de lo corriente, puesto que
no creía que la transmutación fuese posible.
En esto se encontraba por delante de su tiempo. Los alquimistas seguían persiguiendo la
transmutación de los metales con creciente ansia. Cada cual deseaba descubrir el secreto de
la fácil riqueza. Persiguieron incansablemente una misteriosa sustancia, algún polvo seco y
mágico, que produciría la transformación en «mercurio» y «azufre» y formaría oro. Los
árabes llamaron a esa sustancia mágica al-iksir, de una palabra griega que significa «seco»
(lo cual, probablemente, quiere decir que los griegos comenzaron primero la investigación).
La palabra se ha hecho de uso corriente entre nosotros como elixir.
Los alquimistas, naturalmente, imaginaban que el maravilloso elixir que cambiaría los
metales baratos en oro también tendría otras muchas maravillosas cualidades. Curaría, por
ejemplo, la enfermedad y haría posible que los hombres viviesen para siempre. Incluso hoy,
a veces hablamos de medicinas como «elixires» y, en fantasía literaria, hablamos de «elixir
de vida», que puede hacer inmortales a los hombres.
En siglos posteriores, los europeos, al pensar en el elixir como un material duro y sólido, lo
denominaron la «piedra filosofal».
Después de Avicena, los libros árabes sobre Alquimia no fueron otra cosa que un puro
galimatías. El poder y la cultura musulmana empezaron también a declinar, mientras el
Imperio se destruía. Pero, afortunadamente, Europa estaba empezando a emerger de su
infancia intelectual y a hacerse cargo de la antorcha de la Ciencia.
Capítulo 3
El Declive de la Magia
Durante el período europeo más bajo, entre los años 500 y 1000 (algunas veces se le ha
denominado las «Edades oscuras»), los europeos occidentales pensaban de los musulmanes
únicamente como un pueblo diabólico con una falsa religión.
En 1096, los caballeros de la Europa occidental se lanzaron a las Cruzadas para recuperar
Tierra Santa, que llevaba ya bajo el dominio musulmán casi 450 años. Tomaron Jerusalén y
la retuvieron durante ochenta años, pero, después de dos siglos de continuas guerras, los
cristianos fueron expulsados por completo de Oriente Medio. Desde entonces, la mayor parte
del mismo ha sido musulmán, excepto el nuevo Estado de Israel y el parcialmente cristiano
Estado del Líbano.
Los cruzados se encontraron con que los musulmanes eran más civilizados y eruditos de lo
que habían supuesto. Regresaron con noticias acerca de nuevos productos empleados por
los árabes (tales como la seda y el azúcar) y de avances de la Medicina y de la Alquimia que
se encontraban más allá de todo lo conocido en Europa.
Estudiosos aventureros europeos comenzaron a buscar el conocimiento musulmán en
algunos lugares como España y Sicilia, donde los árabes habían ejercido durante mucho
tiempo su dominio. Aprendieron su lengua y, con la ayuda de los estudiosos musulmanes y
judíos, empezaron a traducir los libros árabes al latín.
El más importante de esos primitivos traductores fue un italiano, Gerardo de Cremona
(1114-1187). Viajó a Toledo, una ciudad española que había sido recientemente conquistada
a los musulmanes. Trabajando con los estudiosos del Islam, tradujo algunos de los libros de
Alquimia de Yabir y de al-Razi, y los libros médicos de Ibn Sina. También tradujo algunas de
las obras de Aristóteles y de los grandes matemáticos griegos Euclides y Tolomeo.
Mientras esto sucedía, el renacimiento del interés por Aristóteles en Europa Occidental fue
también estimulado por los dos grandes intérpretes vivos del filósofo griego: un estudioso
musulmán, Averroes, que vivía en España, y un estudioso judío, Maimónides, en Egipto,
El nuevamente descubierto saber árabe y los rescatados escritores griegos se esparcieron
por toda Europa. Hacia el siglo xiii, Europa Occidental había comenzado a ponerse en cabeza
como centro principal del saber, y siguió en liderazgo hasta el siglo xx.
LOS ALQUIMISTAS EUROPEOS
Naturalmente, los estudiosos europeos adoptaron un interés inmediato por la alquimia
árabe. El primero en realizar una investigación original en este campo fue un noble alemán,
Alberto, conde de Bollstädt (1206-1280), conocido más corrientemente como Alberto Magno.
También es conocido como «Doctor Universal» porque estudió los libros de Aristóteles y le
pareció a sus estudiantes que lo conocía todo.
Alberto Magno propuso algunas recetas para producir oro y plata. Pero lo más importante
(aunque nadie se dio cuenta de ello en aquel tiempo) fue su descripción de un método para
preparar arsénico, una sustancia grisácea con algunas propiedades metálicas. Los minerales
que contenían arsénico habían sido conocidos por los griegos y los romanos, que los habían
empleado como sustancia colorante. No obstante, el arsénico puro era una cosa nueva.
Alberto Magno fue el primero en llamar la atención de los estudiosos europeos hacia esta
sustancia, y, tradicionalmente, se le concede el mérito de su descubrimiento.
Alberto Magno tuvo dos discípulos particularmente famosos: Tomás de Aquino (1225-1274),
en Italia, y Roger Bacon (1214-1292), en Inglaterra. Bacon se convirtió en un activo
alquimista. Popularizó la noción de Yabir en lo referente a los principios del «mercurio» y del
«azufre». Algunos han atribuido a Bacon la invención de la pólvora, pero, en la actualidad,
se considera que el primer europeo que fabricó pólvora fue un alquimista alemán llamado
Berthold Schwarz.
Otro de los primeros alquimistas europeos fue el español Arnau de Vilanova. Al igual que
otros muchos alquimistas, llevó a cabo un importante descubrimiento mientras perseguía la
quimera dé la transmutación. Averiguó que ciertos vapores, al quemar carbón vegetal, eran
tóxicos; lo que había descubierto (aunque no lo supo) fue el monóxido de carbono.
También en España, hacia 1366, vivió un alquimista que escribió bajo el seudónimo de
«Geber», aparentemente para hacerse pasar por el famoso Yabir. Hubiera sido más
prudente que nos hubiese dado su auténtico nombre, puesto que fue un auténtico
descubridor cuyo nombre en la actualidad se ha perdido. Fue el primero en describir los
ácidos minerales fuertes, como el ácido sulfúrico y el ácido nítrico.
Esos ácidos proporcionaron al alquimista nuevos instrumentos para tratar los materiales.
Pudieron disolver sustancias que no habían sido solubles con los ácidos débiles (tales como
el vinagre), conocidos ya por los antiguos. El descubrimiento de Geber es, en la actualidad,
más valioso que el oro. Los ácidos sulfúrico y nítrico se han convertido en bases de
industrias como la de fertilizantes, explosivos, tintes y muchas más. Si todo el oro existente
en el mundo desapareciese, difícilmente nos afectaría, pero la pérdida de los ácidos fuertes
representaría una auténtica catástrofe.
En aquel tiempo, la Humanidad sólo se sentía atraída por una fórmula mágica que permitiera
obtener oro. Y hubo muchos que aseguraron haberlo conseguido. Uno de los más famosos
fue un estudioso español llamado Ramón Llull, también conocido como Raimundo Lulio. Se
supone que fabricó oro para el rey Eduardo I de Inglaterra. Naturalmente que no hizo nada
de esto; en realidad, Llull parece haber sido uno de los alquimistas que no creían que la
transmutación fuese posible. Pero, de todos modos, la gente estaba ansiosa por creer esta
fábula acerca de su supuesta realización.
Los fraudes florecieron. Gran cantidad de monedas de «oro» (que estaban hechas de latón o
de plomo dorado) fueron escamoteadas con la pretensión de que habían sido fabricadas
mediante la alquimia. Hubo tantas falsificaciones de esta clase que, en 1313, el Papa Juan
xxii prohibió la práctica de la Alquimia por completo, sobre la inteligente base de que esa
transmutación resultaba imposible y los alquimistas no hacían más que engañar al pueblo y
lesionar la economía.
En Inglaterra, el rey Enrique IV, y los posteriores monarcas ingleses, de forma ocasional
otorgaron algunos permisos individuales para trabajar en el problema de la fabricación de
oro, con la idea de controlar el oro por sí mismos.
Durante los dos siglos posteriores a Geber, no se realizó ningún trabajo de auténtica
importancia en la Alquimia. Casi todo fueron fraudes y galimatías. Algunos de los,
practicantes dejaron este «juego de confianza»; unos cuantos fueron perseguidos y
castigados severamente (algunos incluso ahorcados). La misma palabra «alquimista» se
convirtió en sinónimo de «falsificador».
Hubo algunos honrados, alquimistas, como es natural. Uno de ellos fue Bernardo Trevisano,
de Italia (1406-1490). Dedicó su larga vida y su fortuna a perseguir en vano el secreto del
oro.
En el siglo xvi, un nuevo espíritu comenzó a animar la filosofía natural e, inevitablemente,
ello afectó a la Alquimia. Muy notable, entre la nueva generación de alquimistas, fue un
sueco excéntrico llamado Theophrastus Bombastus von Hohenheim (1493-1541). Su padre
le enseñó medicina y él mismo estudió minerales en las minas austriacas. Viajó por toda
Europa, recogiendo conocimientos por todas partes. Von Hohenheim se dedicó a los estudios
alquimistas para encontrar una piedra filosofal que crease medicinas para el tratamiento de
la enfermedad, más que para fabricar oro.
Uno de los más famosos escritores romanos sobre temas médicos fue Aulo Cornelio Celso.
Von Hohenheim, que rechazaba las nociones de romanos y griegos acerca de la enfermedad,
se llamó a sí mismo «Paracelso» (que se encontraba más allá de Celso).
En 1526, como profesor de Medicina en Basilea, Suiza, Paracelso conmocionó a los eruditos
de aquel tiempo al quemar en público todos los libros de Medicina escritos por griegos y
árabes. Emprendió drásticas acciones para sacar a la Ciencia de su marasmo. Los médicos
se pusieron furiosos, pero Paracelso les obligó a poner en tela de juicio las ideas
tradicionales y pensar con una nueva perspectiva. Consiguió curar a algunos pacientes que
los otros médicos no habían sido capaces de ayudar. Su fama aumentó. No obstante, no por
ello dejó de recurrir a algunos engaños; por ejemplo, alegó haber descubierto el secreto de
la vida eterna, aunque, como es natural, no vivió para probar su teoría... Falleció a los
cincuenta años, al parecer de una fractura de cráneo tras una caída accidental.
Paracelso añadió un tercer principio al «mercurio» y «azufre», lo cual supuestamente
proporcionaba propiedades metálicas e inflamabilidad. ¿Pero qué cabía decir de los
metaloides que no ardían, como, por ejemplo, la sal? Decidió que un tercer principio debería
representar esta propiedad, y tomó la «sal» como su corporización.
Paracelso fue el primero en describir el cinc. Algunos minerales que contenían este metal
habían sido empleados hacía ya tiempo para fabricar latón (una mezcla de cobre y cinc),
pero no se conocía el metal en sí, por lo que se concede, comúnmente, la fama a Paracelso
de haber sido el descubridor del cinc.
Tabla 1
Los
Elementos de los Tiempos Antiguos y Medievales
|
||
Elemento
|
Fecha de proposición
|
Propuesto Por
|
Agua
|
h. 600
a. JC
|
Tales
|
Aire
|
h. 550
a. JC
|
Anaxímedes
|
Fuego
|
h. 550
a. JC
|
Heráclito
|
Tierra
|
h. 450
a. JC
|
Empédocles
|
Éter
|
h. 350
a. JC
|
Aristóteles
|
Mercurio
|
h. 750
d. JC
|
Yabir
|
Azufre
|
h. 750
d. JC
|
Yabir
|
Sal
|
h.
1530 d. JC
|
Paracelso
|
Hasta el día de hoy, el nombre de Paracelso ha sido algo casi sinónimo de alquimia. Pero
actualmente no es el alquimista más famoso. Esa distinción corresponde a un hombre que,
lo cual es bastante raro, contribuyó muy poco a la Alquimia o a la Ciencia. Fue,
simplemente, un hombre, quien en su tiempo (el de Paracelso también) consiguió una gran
reputación popular como mago. La leyenda dice que estableció un pacto con el diablo. El
nombre del alquimista, inmortalizado por Goethe, fue el de Johann Faust.
A fines del siglo xvi, la Alquimia comenzaba a realizar su transición hacia una verdadera
ciencia. En 1597, un alquimista alemán llamado Andreas Libau, generalmente conocido con
la versión latinizada de su apellido, Libavius, p
reparó el terreno para ella al recopilar todo el
conocimiento que los alquimistas habían allegado. Su libro, Alquimia, puede ser considerado
el primer buen libro de texto sobre el tema. Libavius realizó una importante contribución
personal: fue el primero en describir métodos para preparar el ácido clorhídrico.
Permítasenos que resumamos, ahora las respuestas que los hombres hasta aquel tiempo
habían dado a la pregunta de Tales. ¿De qué está hecho el Universo? Se hallan relacionadas
en la tabla 1.
¡Vaya un resultado para dos mil quinientos años de pensamiento! Las nociones del hombre
acerca de la naturaleza de la materia estaban muy verdes. Nadie había aislado un solo
elemento o hallado ninguna forma racional de combinar los elementos para formar
compuestos.
Pero una revolución se había puesto en marcha. El siglo xvii llegó como un estallido,
sacudiendo las antiguas ideas y aclarando el aire para un nuevo inicio de la Ciencia.
Capítulo 4
Un Nuevo Principio
La revolución había empezado en 1543, dos años después de la muerte de Paracelso. En
aquella fecha, el astrónomo polaco Nicolás Copérnico publicó su desconcertante teoría de
que el Sol y no la Tierra, constituía el centro del Universo. A los estudiosos del tiempo, les
llevó más de medio siglo reconciliarse a sí mismos con este profundo cambio en el punto de
vista de las cosas. Al final, el abandono de las antiguas ideas en Astronomía también llevó a
una nueva actitud hacia la Ciencia en general.
Francis Bacon (1561-1625) fue uno de los primeros en dar una expresión formal a la nueva
forma de pensar. En 1605, publicó un libro denominado Avances en el conocimiento. Este
tratado alejó el misticismo que oscurecía la Ciencia. Luego, en 1620, presentó un nuevo
método de razonamiento en un libro titulado Novum Organum (el título fue tomado del
Organon, de Aristóteles, un tratado acerca del razonamiento deductivo).
Bacon señaló que la deducción, el método de razonamiento partiendo de unas presuntas
verdades, era insuficiente para conocer la naturaleza del Universo físico. Había tenido éxito
en Matemáticas, pero la «filosofía natural» (Ciencia) necesitaba una aproximación diferente.
Había que estudiar la misma Naturaleza: observar, coleccionar hechos, ponerlos luego en
orden y emitir teorías o leyes basadas en los hechos.
Pero Bacon no aplicó sobre sí mismo su método «inductivo» para la investigación del mundo
físico. Fue su gran contemporáneo, Galileo Galilei (1564-1642), quien puso en práctica el
método.
LA REVOLUCIÓN CIENTÍFICA
Galileo es, quizá, la primera persona, de las que he mencionado hasta ahora en este libro,
que puede ser llamado un auténtico científico. Cuando era joven aún, comenzó a actuar
extrañamente (para aquellos, tiempos). Por ejemplo, a los diecisiete años, se percató de que
un candelabro oscilante de la catedral de Pisa, parecía emplear el mismo tiempo para
completar su movimiento de balanceo, ya fuese teste amplio o más reducido. Galileo se
dirigió en seguida a su casa y realizó algunos experimentos. Fabricó péndulos de diferentes
tipos y comprobó el tiempo de sus oscilaciones mientras el pulso le latía con fuerza. Ya
bastante seguro, su conjetura demostró ser correcta: un péndulo que cuelgue de una cuerda
de una longitud determinada, siempre oscila en la misma medida, con independencia de su
peso o de la longitud de la cuerda.
En aquella época, a la mayoría de los filósofos esa clase de conducta les parecía algo pueril.
El medir, el probar, el jugar con cuerdas y bolitas, todo ello era impropio de un auténtico
pensador. Pero, en cuanto Galileo continuó con sus experimentos, investigando un
fenómeno tras otro con los más exactos métodos que pudo prever, impresionó a sus
contemporáneos cada vez más. Al hacer caer bolas sobre superficies inclinadas, rebatió la
noción de Aristóteles de que objetos de diferentes pesos caerían a distintas velocidades.
Galileo siguió con la construcción de un telescopio y realizó observaciones que dejaron
completamente trastornada la, en aquel tiempo, honrada descripción de los cielos por parte
de los griegos. Observó estrellas que resultaban invisibles a simple vista; divisó montañas
en la Luna y manchas en el Sol y descubrió que el planeta Júpiter poseía cuatro pequeñas
lunas.
Galileo no había sido el primer hombre en la Historia en observar, medir y experimentar.
Pero fue el primero en elevar este método a un sistema y popularizarlo. Escribió libros y
artículos acerca de sus descubrimientos (en italiano en vez de en latín), que fueron tan
interesantes y claros que los estudiosos de Europa empezaron a ser ganados por el nuevo
sistema. Por esta razón, muchas personas sintieron que lo que realmente llamamos
«ciencia» había comenzado con Galileo. (Digamos que la palabra «ciencia» no comenzó a
emplearse hasta bien avanzado el siglo xix; hasta aquel tiempo, los científicos se
denominaban a sí mismos «filósofos naturalistas». Incluso hoy, los estudiantes que realizan
trabajos en ciencias consiguen el grado de «Doctor en Filosofía».)
La revolución científica que Galileo había iniciado, afectó a todas las ciencias, incluyendo la
Alquimia.
En 1604, un alemán llamado Thölde publicó un libro titulado El carro triunfal del antimonio,
que anunciaba el descubrimiento de dos nuevas sustancias: el antimonio y el bismuto.
El antimonio se conocía ya desde hacía miles de años, pero no como elemento. Los
minerales que contenían antimonio habían sido empleados en los tiempos bíblicos como
«sombra de ojos»; Jezabel se suponía que se lo aplicaba cuando se «pintaba la cara». Los
alquimistas griegos tal vez incluso sabían cómo preparar antimonio puro, y los arqueólogos
han encontrado que los antiguos babilonios empleaban utensilios hechos de antimonio.
Thölde afirmó que el libro que publicaba había sido, originariamente, escrito por un monje
del siglo xv llamado Basilio Valentín. Pero era tan avanzado que existen serias dudas de que
hubiese sido escrito en una época tan temprana, e incluso se ha llegado a dudar de que
existiese una persona como Valentín.
El propio Thölde debió de ser el autor. La nueva aproximación científica a los temas en
estudio resultó ejemplificada por Jan Baptista van Helmont (1577-1644), un alquimista
flamenco nacido cerca de Bruselas. Estaba especialmente interesado en los vapores. Estudió
los vapores que se formaban al arder carbón vegetal y las burbujas de vapor en el jugo
fermentado de las frutas. Dado que los vapores constituían una clase de materia sin forma,
en un estado al que los griegos denominaban «caos», Van Helmont adoptó este nombre
para el vapor y, pronunciándolo a la flamenca, le llamó gas.
El único gas conocido hasta aquel tiempo era el aire. Pero Van Helmont descubrió que el gas
producido al quemar carbón vegetal tenía propiedades que no eran las mismas del aire
ordinario. Por ejemplo, una vela no podía arder en este gas. Lo llamó «aire silvestre».
Nosotros lo conocemos hoy como monóxido de carbono.
Luego, apareció un alquimista alemán llamado Johann Rodolf Glauber que también llevó a
cabo cuidadosas observaciones. Su descubrimiento más famoso fue la «sal de Glauber», que
conocemos en la actualidad como sulfato de sodio. Glauber conservaba en él algo de
Paracelso. Decidió que su nueva sal constituía una cura casi para todo, y la llamó sal
mirabile (sal maravillosa).
ABAJO CON LOS ANTIGUOS ELEMENTOS
El primer hombre en plantearse la antigua pregunta de Tales, en el nuevo espíritu de la
Ciencia, fue un inglés llamado Robert Boyle.
Boyle (1627-1691) nació en la ciudad de Lismore, en el sur de Irlanda. Era el decimocuarto
hijo del conde de Cork. Visitó Italia en 1641, exactamente un año antes de la muerte de
Galileo. Por tanto, conoció a aquel gran hombre en pleno trabajo, y regresó a Inglaterra con
un profundo interés por la ciencia galineana.
Al igual que Van Helmont, se llegó a interesar en especial por la conducta de los gases y
realizó numerosos experimentos. Sus estudios mejor conocidos son aquellos que realizó con
aire en un recipiente cerrado bajo diversas cantidades de presión. Descubrió que el volumen
de airease reducía en proporción directa al incremento en la presión sobre el mismo. Este
simple aunque importante descubrimiento se ha convertido en la famosa «ley de Boyle».
En 1645, Boyle, junto con un grupo de amigos que se hallaban interesados en la nueva
ciencia, formó un club llamado el «Philosophical College». El club pronto entró en
decadencia, a causa de la rebelión popular contra la Corona y la conducta del rey Carlos i.
Boyle y sus amigos eran aristócratas, y pensaron que sería más prudente que no les vieran
durante algún tiempo. Poco después, el pueblo restauró a Carlos ii en el trono, en 1660, y e
club salió otra vez a la luz pública. Fue ahora, bajo la protección del rey, cuando se le
bautizó de nuevo como «Royal Society». La Sociedad ha servido desde entonces como foro
para los científicos europeos.
En 1661, Boyle recogió sus descubrimientos y teorías en un libro titulado El químico
escéptico. Boyle se llamó a sí mismo «químico» (de la original voz griega chemia), porque
«alquimista» había ido adquiriendo una mala reputación. Poco después, la Alquimia se
convirtió en «Química» (por un leve cambio en la forma de pronunciarlo Boyle).
Boyle se describió a sí mismo como un químico «escéptico», porque puso en tela de juicio
las antiguas nociones griegas de los elementos. Tuvo la sensación de que debía realizarse un
arranque totalmente nuevo en la búsqueda de los elementos.
Había que empezar por definir con claridad qué era un elemento. Los elementos deberían
definirse como las sustancias básicas de las que estaba constituida toda la materia. Eso
significaba que un elemento no podría ser descompuesto en unas sustancias más simples.
Además, una forma de averiguar si un elemento sospechoso era realmente un elemento,
radicaba en tratar de romperlo. Otro método de investigación fue el combinar sustancias en
compuestos y luego descomponerlo de nuevo en elementos. En resumen, la mejor forma de
identificar los elementos era a través de la experimentación de los mismos.
¿Y cómo quedaban los antiguos «elementos» de acuerdo con esta nueva forma de ver las
cosas? Empecemos con el «fuego» y la «tierra». El fuego no era, en absoluto, una sustancia,
sino sólo el brillo de una materia calentada. En lo referente a la tierra, podía mostrarse que
la tierra estaba formada de muchas sustancias más simples. Así, pues, ninguna de las dos
cosas era un elemento, según la definición de Boyle.
El agua y el aire eran problemas más espinosos. En la época en que se escribió el libro de
Boyle, esas dos sustancias no podían descomponerse en otra más simple, por lo que
deberían ser elementos. Pero, en 1671, Boyle llevó a cabo un experimento que, con el
tiempo, constituiría una prueba de que no se trataba de elementos, aunque en aquel
momento no podía saberlo. Trató hierro con ácido y produjo unas cuantas burbujas de gas.
Pensó que el gas era únicamente aire corriente. Pero otros químicos, descubrieron más tarde
que este gas ferroso quemaba e incluso explotaba. Y más de cien años después, descubrió
que, al arder, el gas se combinaba con parte del aire para formar agua. Esto mostraba que
el agua era un compuesto, no un elemento. A continuación, otros experimentos llegarían a
mostrar que el agua podía descomponerse en dos gases, que podían recombinarse para
formar agua. Y el hecho de que el gas explosivo combinaba con sólo una parte de aire,
también probaba que el aire era una mezcla de sustancias.
Así que ninguno de los cuatro antiguos «elementos» griegos era, a fin de cuentas, un
elemento.
ARRIBA CON LOS NUEVOS...
Por otra parte, algunas de las sustancias que los griegos conocían, pero a las que no
llamaban elementos, llegaría el momento en que se convirtieran en elementos. Uno de ellos
fue el oro. Los alquimistas habían estado intentando lo imposible: todo su duro trabajo no
podría formar oro de otras sustancias, porque él mismo era un elemento simple. Sólo la
Alquimia moderna de los físicos nucleares ha tenido éxito al transformar un elemento en
otro.
Junto con el oro, los antiguos conocían otros seis metales que, al final, demostraron ser
auténticos elementos: plata, cobre, hierro, estaño, plomo y mercurio. Además, conocían
otros dos metaloides que, más tarde, fueron identificados como elementos, azufre y
carbono.
Para resumir, en la tabla 2 exponemos la lista de las nueve sustancias conocidas por los
antiguos, que ahora podían ser consideradas elementos según la definición de Boyle. No
contamos con una información fidedigna de cuándo o por quién fueron descubiertos.
¿Y qué podemos decir de los elementos de los alquimistas? Pues bien, Yabir acuñó los
nombres de dos: «mercurio» y «azufre». Pero los «principios» del mercurio y del azufre que
concibió (y a partir de los cuales creía poder fabricar oro y cristal mezclándolos en las
adecuadas proporciones) no constituían unos elementos. Las propiedades de los elementos
químicos mercurio y azufre son diferentes de los principios alquímicos de Yabir, Y en cuanto
a la «sal», el principio de Paracelso, todo colegial actual sabe que es un compuesto de sodio
y de cloro.
De todos modos, en su búsqueda de una forma para fabricar oro, los alquimistas
descubrieron varios auténticos elementos. Presentamos una relación de ellos en la tabla 3,
junto con los nombres de sus supuestos descubridores y las fechas aproximadas.
En conjunto, pues, hacia la época de Boyle trece sustancias, que llegarían a convertirse en
elementos, habían sido ya descubiertas.
Capítulo 5
La Era del Flogisto
Aunque las trece sustancias relacionadas en el capítulo anterior son hoy conocidas como
elementos, eso no significa que fuesen consideradas necesariamente como elementos en la
época de Boyle. El químico de 1661 sólo podía, realmente, estar seguro de que el oro, por
ejemplo, no podía dividirse en sustancias simples.
El mismo Boyle no creía que el oro fuese un elemento. Tal vez otro metal, como el plomo,
pudiese ser dividido en sustancias con las que volverse a combinar para formar oro. En otras
palabras, el plomo y el oro podían estar compuestos de otros elementos aún más simples.
Incluso Boyle persuadió a Carlos ii para que volviese a hacer uso de la antigua ley de
Enrique iv que prohibía la fabricación de oro, porque creía que aquella ley se encontraba en
el camino del progreso científico.
Durante más de cien años después de Boyle, la tentativa de fabricar oro por transmutación
continuaba sin disminuir. En parte, esto ocurría porque la realeza de aquel tiempo
continuaba en extremo interesada en semejantes proyectos. El Gobierno se había hecho
mucho más caro que en la Edad Media, pero el sistema de impuestos continuaba siendo
medieval.
Aunque los pobres campesinos se encontraban agobiados por el índice de tributos, la
recaudación era tan ineficaz y los Gobiernos tan corruptos, que los reyes de los siglos xvii y
xviii andaban siempre muy escasos de dinero. Se veían constantemente tentados de creer a
cualquier alquimista que jurase que el oro podía fabricarse a partir del hierro. Así, Cristian
iv, rey de Dinamarca desde 1588 a 1648, acuñó moneda con «oro» preparado por él y un
alquimista. Lo mismo hizo Fernando iii, el emperador del Sacro Imperio Romano, de 1637 a
1657.
A veces los falsificadores llegaban demasiado lejos. Uno de ellos fue atrapado y colgado en
1686 por un margrave alemán. Otro alquimista fue ahorcado en 1709 por el rey de Prusia
Federico i. Tanto el margrave como el rey habían sido seducidos por su ansia de oro.
Tal vez el más famoso falso alquimista de todos los tiempos fue un siciliano llamado
Giuseppe Balsamo (1743-1795). En su juventud trabajó como ayudante de un boticario y
recogió ligeros conocimientos de química y medicina. También tenía un pico de oro, un gran
talento para el engaño y ninguna clase de moral. Forjó engaños de todas clases, alegando,
por ejemplo, que su vida había durado ya miles de años, que podía fabricar oro y que poseía
elixires secretos que conferían una gran belleza y una larga vida.
Bajo el nombre de conde Alejandro de Cagliostro, operó con notable éxito en la Francia de
Luis xvi. Fundó sociedades secretas, fabricó oro falso y defraudó a la crédula gente de toda
condición. Finalmente, cometió el error de verse envuelto en el robo de un collar valioso a
un joyero, con la pretensión de que era para la reina María Antonieta. Esto le hizo dar con
sus huesos, en 1785, en una cárcel francesa.
El «asunto del collar de la reina» representa una publicidad muy nefasta para María
Antonieta, a la que muchos supusieron implicada en aquellos engañosos negocios (aunque,
en realidad, no era así). Esto ayudó al comienzo de la Revolución francesa, en 1789.
Cagliostro había conseguido salir de la cárcel para entonces. Pero su suerte había acabado.
Fue encarcelado, en Roma, por los manejos de una sociedad secreta y esta vez se le
condenó a cadena perpetua.
Cagliostro es un relevante personaje en varias de las novelas históricas de Alejandro Dumas,
el cual, desgraciadamente, lo trata con demasiada simpatía.
Incluso los científicos más destacados continuaron la persecución de la investigación del oro.
El caso más desconcertante es el de Isaac Newton (1642-1727), probablemente el científico
más ilustre que haya existido nunca. Newton dedicó una gran cantidad de tiempo a la
búsqueda alquímica del secreto de la fabricación de oro, aunque no con más éxito que las
mentes menos preclaras a la suya que lo habían probado.
La persistente fe en la Alquimia dio nacimiento a otras curiosas ideas, que se hicieron
populares. Una fue una nueva teoría acerca de la combustión. Hacia 1700, un médico
alemán llamado George Ernst Stahl, siguiendo su pista de la idea yabiriana del «principio»
quemador (azufre), dio un nuevo nombre a este principio: «flogisto», de una voz griega que
significaba «inflamable». Según Stahl, cuando una sustancia ardía, el flogisto la abandonaba
y escapaba al aire. La ceniza que quedaba ya no podía arder más porque estaba por
completo liberada de flogisto.
Stahl concibió otra idea que era más ingeniosa de lo que él suponía. Afirmó que la oxidación
de los metales constituía un proceso muy parecido al de la quema de la madera. (Esto es
verdad: en ambos casos, constituye el proceso de oxidación.) Stahl teorizó que, cuando un
metal se calentaba, el flogisto escapaba de él y dejaba un «residuo» (al que nosotros
llamaremos óxido).
Su teoría pareció explicar los hechos de la combustión, con tanta claridad, que fue algo
aceptado por la mayoría de los químicos. Casi la única seria objeción radicaba en que el
residuo de un metal oxidado era más pesado que el metal original. ¿Cómo podía el metal
perder algo (flogisto) y acabar siendo más pesado? Pero la mayoría de los químicos del siglo
xviii no se preocuparon por esto. Algunos sugirieron que tal vez el flogisto poseía un «peso
negativo», por lo que una sustancia perdía peso cuando se le añadía flogisto y ganaba peso
cuando el flogisto la abandonaba.
NUEVOS METALES
A pesar de todas estas trampas, la «era del flogisto» produjo algunos muy importantes
descubrimientos. Un alquimista de aquel tiempo descubrió un nuevo elemento: el primer (y
último) alquimista que, de una forma definida, identificó un elemento y explicó exactamente
cuándo y cómo lo había encontrado.
El hombre fue un alemán llamado Hennig Brand. Algunas veces se le ha llamado el «último
de los alquimistas», pero en realidad hubo muchos alquimistas después de él. Brand, al
buscar la piedra filosofal para fabricar oro, de alguna forma se le ocurrió la extraña idea de
que debía buscarla en la orina humana. Recogió cierta cantidad de orina y la dejó reposar
durante dos semanas. Luego la calentó hasta el punto de ebullición y quitó el agua,
reduciéndolo todo a un residuo sólido. Mezcló un poco de este sólido con arena, calentó la
combinación fuertemente y recogió el vapor que salió de allí. Cuando el vapor se enfrió,
formó un sólido blanco y cerúleo. Y, asómbrense, aquella sustancia brillaba en la oscuridad.
Lo que Brand había aislado era el fósforo, llamado así según una voz griega que significa
«portador de luz». Relumbra a causa de que se combina, espontáneamente, con el aire en
una combustión muy lenta. Brand no comprendió sus propiedades, naturalmente, pero el
aislamiento de un elemento (en 1669) resultó un descubrimiento espectacular y causó
sensación. Otros se apresuraron a preparar aquella sustancia reluciente. El propio Boyle
preparó un poco de fósforo sin conocer el precedente trabajo de Brand.
El siguiente elemento no fue descubierto hasta casi setenta años después.
Los mineros del cobre en Alemania, de vez en cuando encontraban cierto mineral azul que
no contenía cobre, como les ocurría, por lo general, a la mena azul del cobre. Los mineros
descubrieron que este mineral en particular les hacía enfermar a veces (pues contenía
arsénico, según los químicos descubrieron más tarde). Los mineros, por tanto, le llamaron
«cobalto», según el nombre de un malévolo espíritu de la tierra de las leyendas alemanas.
Los fabricantes de cristal encontraron un empleo para aquel mineral: confería al cristal un
hermoso color azul y una industria bastante importante creció con aquel cristal azul.
En la década de 1730, un médico sueco llamado Jorge Brandt empezó a interesarse por la
química del mineral. Lo calentó con carbón vegetal, de la forma corriente que se utilizaba
para extraer un metal de un mineral, y, finalmente, lo redujo a un metal que se comportaba
como el hierro. Era atraído por un imán: la primera sustancia diferente al hierro que se
había encontrado que poseyera esta propiedad. Quedaba claro que no se trataba de hierro,
puesto que no formaba una oxidación de tono pardo rojizo, como lo hacía el hierro. Brandt
decidió que debía de tratarse de un nuevo metal, que no se parecía a ninguno de los ya
conocidos. Lo llamó cobalto y ha sido denominado así a partir de entonces.
Por tanto, Brand había descubierto el fósforo y Brandt encontrado el cobalto (el parecido de
los apellidos de los dos primeros descubridores de elementos es una pura coincidencia).
A diferencia de Brand, Brandt no era alquimista. En realidad, ayudó a destruir la Alquimia al
disolver el oro con ácidos fuertes y luego recuperando el oro de la solución. Esto explicaba
algunos de los trucos que los falsos alquimistas habían empleado.
Fue un discípulo de Brandt el que realizó el siguiente descubrimiento. Axel Fredrik Cronstedt
se hizo químico y también fue el primer mineralógolo moderno, puesto que fue el primero en
clasificar minerales de acuerdo con los elementos que contenían. En 1751, Cronstedt
examinó un mineral verde al que los mineros llamaban kupfernickel («el diablo del cobre»).
Calentó los residuos de este mineral junto con carbón vegetal, y también él consiguió un
metal que era atraído por un imán, al igual que el hierro y el cobalto. Pero mientras el hierro
formaba compuestos, pardos y el cobalto azules, este metal producía compuestos que eran
verdes. Cronstedt decidió que se trataba de un nuevo metal y lo llamó níquel, para abreviar
lo de kupfernickel.
Se produjeron algunas discusiones respecto de si el níquel y el cobalto eran elementos, o
únicamente compuestos de hierro y arsénico. Pero este asunto quedó zanjado, en 1780,
también por otro químico sueco, Torbern Olof Bergman. Preparó níquel en una forma más
pura que lo que había hecho Cronstedt, y adujo un buen argumento para mostrar que el
níquel y el cobalto no contenían arsénico y que eran, por lo contrario, unos nuevos
elementos.
Bergman constituyó una palanca poderosa en la nueva química y varios de sus alumnos
continuaron el descubrimiento de nuevos elementos.
Uno de éstos fue Johan Gottlieb Gahn, que trabajó como minero en su juventud y que siguió
interesado por los minerales durante toda su vida. Los, químicos habían estado trabajando
con un mineral llamado «manganeso», que convertía en violeta al cristal. («Manganeso» era
una mala pronunciación de «magnesio», otro mineral con el que lo habían confundido
algunos alquimistas.) Los químicos estaban seguros que el mineral violeta debía contener un
nuevo metal, pero no fueron capaces de separarlo calentando el mineral con carbón vegetal.
Finalmente, Gahn encontró el truco, pulverizando el mineral con carbón de leña y
calentándolo con aceite. Como es natural, este metal fue llamado manganeso.
Otros discípulo de Bergman, Pedro Jacobo Hjelm, realizó mucho mejor este mismo truco con
una mena a la que llamaron «molibdena». Este nombre deriva de una voz griega que
significa «plomo», porque los primeros químicos confundieron este material con mena de
plomo. Hjelm extrajo del mismo un metal blanco argentado, el cual, ciertamente, no era
plomo. Este nuevo metal recibió el nombre de «molibdeno».
El tercero de los discípulos de Bergman descubridores de elementos no fue sueco. Se trataba
del español don Fausto de Elhúyar. Junto con su hermano mayor, José, estudió una mena
pesada llamada «tungsteno» (palabra sueca que significa «piedra pesada»), o «volframio».
Calentando la mena con carbón vegetal, los hermanos, en 1783, aislaron un nuevo elemento
al que, en la actualidad, según los países, se denomina tungsteno o volframio.
Bergman tuvo todavía una conexión indirecta con otro nuevo metal. En 1782, un
mineralógolo austriaco, Franz Josef Müller, separó de una mena de oro un nuevo metal que
tenía algún parecido con el antimonio. Envió una muestra a Bergman, como hacían los más
importantes mineralógolos de su época. Bergman le aseguró que no era antimonio. En su
momento, el nuevo metal recibió el nombre de telurio, de una voz latina que significaba
«tierra».
Mientras todos estos elementos habían sido descubiertos en Europa, también iba a ser
descubierto uno en el Nuevo Mundo. En 1748, un oficial de Marina español llamado Antonio
de Ulloa, cuando viajaba de Colombia a Perú en una expedición científica, encontró unas
minas que producían unas pepitas de un metal blanquecino. Se parecía algo a la plata, pero
era mucho más pesado. El parecido con la plata (y tomando como base esta palabra
española) hizo que se diese a este nuevo metal el nombre de platino.
Al regresar a España, Ulloa se convirtió en un destacado científico y fundó el primer
laboratorio en España dedicado a la Mineralogía. También se hallaba interesado por la
Historia Natural y por la Medicina. Además, acudió a Nueva Orleáns como representante del
rey español, Carlos iii, cuando España adquirió la Luisiana, que antes pertenecía a Francia,
tras la Guerra India, en Estados Unidos.
Incluso los antiguos metales conocidos por los alquimistas tuvieron una nueva trayectoria en
aquellos primeros tiempos de la Química moderna. En 1746, un químico alemán, Andreas
Sigismund Marggraff, preparó cinc puro y describió cuidadosamente sus propiedades por
primera vez; por tanto, se le ha atribuido el descubrimiento de este metal.
Probablemente, Marggraff es más conocido, sin embargo, por encontrar azúcar en la
remolacha. Con un microscopio detectó pequeños cristales de azúcar en aquel vegetal, y, al
mismo tiempo, proporcionó al mundo una nueva fuente de azúcar. Marggraff fue el primero
en emplear el microscopio en la investigación química.
Lo que Marggraff había hecho con el cinc, lo realizó un químico francés, Claude-Francois
Geoffrey, con el antiguo metal del bismuto. En 1753, aisló el metal y describió
cuidadosamente su comportamiento, por lo que, algunas veces, se le ha atribuido el
descubrimiento de este elemento.
LOS NUEVOS GASES
Sin embargo, los metales no constituyeron el interés principal del fructífero siglo XVIII. La
mayor excitación de aquel tiempo radicaba en el descubrimiento de nuevos gases. Ya hemos
mencionado el descubrimiento previo por Boyle de un gas inflamable, mediante el
tratamiento del hierro con ácido. El hombre que llegaría a aislar ese gas (hidrógeno) fue el
pintoresco químico inglés. Henry Cavendish (1731-1810).
Cavendish fue uno de los tipos más raros en la historia de la Ciencia. Era un excéntrico que
casi llegaba a la locura. Su único interés en la vida era la Ciencia. Vivía solo, no podía
soportar el hablar a más de una persona a la vez, e incluso ni esto lo soportaba demasiado.
Nunca se casó ni llegó a mirar a una mujer. Cuando alguna de sus criadas llegaba a
insinuarse, era despedida en el acto. Se construyó una escalera privada en su casa para no
encontrarse con nadie, por casualidad, mientras iba o venía. Incluso insistió en morir a
solas.
Como pariente del duque de Devonshire, Cavendish heredó una gran fortuna, la cual dedicó,
prácticamente toda, a sus investigaciones científicas, y luego continuó viviendo de manera
miserable cuando se quedó sin nada.
Cavendish fue uno de los experimentadores más inteligentes de todos los tiempos. Es
especialmente célebre por haber llevado a cabo una delicada medición de la tracción de la
gravedad con pequeñas bolas de plomo, que le permitieron calcular la masa de nuestro
planeta. Fue también el primer hombre en «pesar la Tierra».
En 1776, Cavendish obtuvo un gas, lo mismo que Boyle, por la acción del ácido clorhídrico
sobre el hierro, y también al tratar otros diversos minerales con ácidos. En cada caso, el gas
era extremadamente ligero, mucho más que el mismo aire, y ardía con rapidez con una
delgada llama azul. Cavendish estaba seguro de que todos los ejemplos eran del mismo gas.
Dado que el gas ardía con tanta facilidad y era tan ligero, Cavendish creía que había aislado
al mismo flogisto.
Mientras tanto, la composición del aire estaba siendo objeto de un muy próximo escrutinio.
Uno de los primeros en probar que contenía una mezcla de gases fue un químico escocés,
Joseph Black. Observó que una vela que ardía dentro de un recipiente cerrado, al cabo de un
tiempo se apagaba. Había agotado algún componente del aire que favorecía la combustión,
pero aún quedaba aire en el recipiente. ¿De qué estaba formado el aire que quedaba?
¿Dióxido de carbono? No del todo, puesto que cuando Black extrajo el dióxido de carbono, al
hacer pasar aire a través de un producto químico que absorbía dicho gas, todavía quedaba
una cantidad considerable de aire.
Black sugirió a uno de sus discípulos, Daniel Rutherford (quien, digamos de pasada, era tío
de Sir Walter Scott), que investigase aquel asunto. Rutherford realizó varios experimentos.
Vio que si se introducía un ratón dentro de una cámara cerrada, pronto se moría,
aparentemente tras haber gastado algún componente gaseoso vital. Los ratones no podían
sobrevivir en el aire restante, aunque se hubiese extraído de él el dióxido de carbono.
¿Qué era aquel resto de aire, que mataba a los ratones y apagaba las velas? Rutherford
trató de explicarlo mediante la teoría del flogisto. Creía que el aire en el que algo ardía o un
ratón respiraba, se llenaba de flogisto. Cuando el aire se encontraba completamente
«flogistizado» (tenía todo el flogisto que podía contener), nada ardía o vivía en él.
El «aire flogistizado» que Rutherford preparó era, naturalmente, nitrógeno (con trazas de los
gases más raros del aire). Por tanto, puede ser considerado el descubridor del nitrógeno,
aunque no supo de qué gas se trataba.
Un descubrimiento aún más excitante fue el realizado por un ministro inglés unitario,
llamado Joseph Priestley (1733-1804). Priestley llegó a interesarse por la Ciencia después de
conocer a un científico norteamericano y hombre de Estado, Benjamín Franklin, en 1766.
La iglesia de Priestley se encontraba cerca de una fábrica de cerveza. Este establecimiento le
dio una oportunidad de estudiar gases, puesto que la fermentación de la malta producía
burbujas de gas en enormes cantidades. En primer lugar, probó el gas para ver si podría
permitir la combustión. Descubrió que no era así; quemó a fuego lento astillas de madera. El
gas demostró ser dióxido de carbono. Priestley lo disolvió en agua y comprobó que formaba
un agua burbujeante que resultaba acida y agradable de beber. En otras palabras, debemos
dar las gracias a Priestley por la invención del «agua de soda» o «de Seltz».
Su mayor descubrimiento derivó de algunos experimentos con mercurio. Priestley comenzó
por calentar mercurio con la luz solar concentrada a través de una gran lupa. El calor
determinaba que la brillante superficie del mercurio quedase revestida de una capa de polvo
rojizo. Quitó el polvo y lo calentó en un tubo de ensayo. El polvo se evaporó en dos gases
diferentes. Uno de esos vapores se condensó luego en gotitas de mercurio; era,
simplemente, el mercurio original separado del gas que se había convertido en un polvo
rojo. ¿Qué era, pues, el otro gas que había salido de aquel polvo? Priestley recogió dicho gas
en una jarra e hizo pruebas con unos trozos de madera calentados a fuego lento. El gas hizo
arder aquellos ennegrecidos trozos de madera con una viva llama... Además, una vela
encendida ardía brillantemente en él. Y los ratones colocados en aquel gas se volvían muy
activos. Priestley inhaló un poco de este gas y declaró que le hacía sentirse muy «ligero y
cómodo».
Tras pensar en todo esto en los términos de la teoría del flogisto, Priestley decidió que el gas
era «aire desflogistizado», es decir, aire al que se le hubiese quitado el flogisto.
Naturalmente, aquel gas no era otra cosa que oxígeno puro.
Por desgracia, los estudios de Priestley fueron interrumpidos por la Revolución Francesa de
1789. Era abiertamente simpatizante de la Revolución, y esto constituía una actitud
impopular en Inglaterra, que pronto entraría en guerra con el Gobierno revolucionario
francés. En 1791, una turba de encolerizados ingleses quemó hasta los cimientos la casa de
Priestley, en Birmingham. Consiguió escapar a Londres y, más tarde, a Estados Unidos,
donde había sido invitado por su antiguo amigo, Franklin. Priestley vivió en Pennsylvania los
diez años restantes de su vida.
Priestley, Rutherford y Cavendish, por así decirlo, dejaron flotando el asunto de la
composición del aire. Como partidarios de la teoría del flogisto, dejaron abierta la posibilidad
de que el aire fuese una sustancia simple, que cambiaba sus propiedades sólo cuando era
«flogistizado» o «desflogistizado». Reservaremos para el capítulo próximo los
descubrimientos de los gases que forman el aire.
UN QUÍMICO MUY POCO AFORTUNADO
Hasta ahora, los gases que hemos mencionado eran todos incoloros e insípidos, con
apariencia, pues, de aire. En 1774, no obstante, fue descubierto un gas coloreado con un
olor sofocante. El hombre que lo encontró fue un químico sueco llamado Karl Wilhelm
Scheele (1742-1786). Al igual que Cavendish, dedicó toda su vida a la Ciencia y no se casó
nunca.
Scheele descendía de alemanes, pero vivió en Suecia durante toda su vida. Séptimo
miembro de una familia de once hijos, era mancebo de botica a la edad de catorce años. En
aquellos días, los farmacéuticos preparaban sus propios medicamentos y minerales, y a
menudo se convertían en fervientes investigadores en Química.
Scheele se convirtió en el más prolífico descubridor de nuevas sustancias en la historia de la
Química. Descubrió varios ácidos débiles en el mundo de las plantas (como, por ejemplo, el
ácido tartárico, el gálico, el málico, el cítrico y el oxálico) y un gran número de nuevos
gases, como el sulfuro de hidrógeno, el fluoruro de hidrógeno y el cianuro de hidrógeno.
Esos gases daba la casualidad que eran muy tóxicos, pero Scheele evitó morir intoxicado,
aunque, inocentemente, inhaló cianuro de hidrógeno, por ejemplo, para enterarse de su
olor. Scheele fue también el primero en demostrar que los huesos contenían fósforo. Entre
sus otros descubrimientos se encontraba el compuesto arseniuro de cobre, el cual es aún
conocido hoy día como «verde de Scheele».
No obstante, cuando se trató de los elementos químicos, Scheele fue, probablemente, el
químico con más mala suerte de todos los tiempos. Una y otra vez, perdió el derecho a un
descubrimiento por el espesor de un cabello.
Por ejemplo, preparó oxígeno (en 1771) tres años antes que Priestley, y estudió el nitrógeno
antes que Rutherford. Llamó al oxígeno «aire de fuego», porque las cosas ardían tan de
prisa, y llamó al nitrógeno «aire viciado», porque parecía tan consumido que no permitiría la
combustión. Scheele escribió una descripción de sus experimentos y envió el manuscrito a
un editor, pero éste retrasó el echarle un vistazo durante años. Para cuando apareció
impreso, Rutherford y Priestley ya habían informado de sus experimentos y fueron ellos los
que recibieron la fama por sus descubrimientos.
Scheele también llevó a cabo experimentos que mostraban la presencia de manganeso,
tungsteno y molibdeno en minerales. No obstante, en cada caso alguien más había aislado el
metal y conseguido que se le atribuyera el descubrimiento. Gahn (el descubridor del
manganeso) y Hjelm (el descubridor del molibdeno) fueron muy amigos de Scheele. Los
hermanos Elhúyar habían visitado a Scheele antes de encontrar el tungsteno. Pero todo lo
que Scheele consiguió de sus fructíferos estudios de minerales fue el que diesen en su honor
su nombre a un mineral: «scheelita», un mineral con el que preparó por primera vez un
compuesto de tungsteno.
La coronación de estos casi aciertos, y por el que es mejor conocido, fue su descubrimiento
del cloro. En 1774, trató un mineral llamado «pirolusita» con ácido clorhídrico (al que
Scheele llamó «ácido marino»). La reacción química produjo un gas verdoso con un olor
sofocante y desagradable. Observó que blanqueaba las hojas verdes y corroía los metales.
Scheele pensó que este gas se había formado al retirar el flogisto del ácido clorhídrico, por lo
que llamó al gas «ácido marino desflostigizado».
Scheele fue claramente el descubridor de este gas, que más tarde sería llamado cloro, de
una palabra griega que significa «verde». Pero no reconoció al gas como un elemento, y, por
esta razón, a veces incluso se ha visto privado de su descubrimiento.
La insólita mala suerte de Scheele se extendió incluso a su salud. Sufrió varios agudos
ataques de reuma, probablemente agravados por las largas horas que había dedicado al
trabajo nocturno, y murió a la edad de cuarenta y tres años.
Su muerte señala el fin de la era del flogisto. En la tabla 4 exponemos la relación de los doce
elementos descubiertos durante este período.
Capítulo 6
El Padre de la Química
Una de las razones de que la teoría del flogisto floreciera durante tanto tiempo, radicaba en
que los químicos no prestaban atención al aspecto cuantitativo de su ciencia. Mezclaban
sustancias, observaban y describían sus polvos y sus gases con gran cuidado, pero no los
medían. No les preocupaba que esas sustancias ganasen o perdiesen peso de forma
sorprendente durante sus transformaciones. Para los primeros químicos, eso parecía tener
escasa importancia.
Pero luego apareció un hombre que declaró que la medición era lo más importante, que
debería constituir la base de todos los experimentos químicos. Este hombre es considerado
ahora el «padre de la Química». Fue Antoine Laurent Lavoisier, de Francia (1743-1794).
Lavoisier había nacido en París, en el seno de una familia acomodada. Lo tuvo todo. Recibió
una excelente educación, consiguiendo primero licenciarse en Derecho (su padre era
abogado), luego estudió Astronomía, Historia Natural y Química. Bien parecido y brillante, se
casó con una hermosa e inteligente joven, con quien llevó una vida muy feliz. Su mujer se
interesó personalmente por su tarea y trabajó a su lado.
Seguramente, no podría imaginarse una descripción más feliz. Sin embargo, había un
germen de tragedia en la posición de Lavoisier. Su mujer era hija de uno de los jefes
ejecutivos de La Ferme Générale, una empresa privada que recaudaba los impuestos para el
Gobierno de Luis XVI. El propio Lavoisier era miembro de esta empresa. La Ferme Générale
operaba como una concesión y obtenía beneficios de todo lo que recaudaba por encima de la
suma fijada para pagar al Gobierno. Así, pues, extorsionaba todo lo que podía a la gente que
pagaba los impuestos, que estaba compuesta por los comerciantes de la clase media y los
campesinos, dado que la aristocracia estaba exenta de pagar impuestos. Como es natural,
los contribuyentes odiaban a La Ferme Générale, incluso más de lo que odiaban al Gobierno
del rey, y cuando dio principio la Revolución francesa, la concesionaria de impuestos
constituyó uno de sus principales objetivos...
Pero antes de que llegara el día de rendir cuentas, Lavoisier dispuso de veinte años de
trabajo en Ciencia y Tecnología, que fue de enorme beneficio para el pueblo francés y para
la Ciencia. Se ocupó en métodos para el abastecimiento de agua corriente a París y en la
iluminación de sus calles por las noches. Ayudó al descubrimiento de nuevas formas de
fabricación de salitre, uno de los ingredientes de la pólvora. Incluso antes de que realizara
sus trabajos más importantes en Química, Lavoisier fue admitido, a la edad de veinticinco
años, en la Academia Royale des Sciences, la más famosa sociedad científica francesa.
Poco después, en uno de sus primeros experimentos químicos, Lavoisier demostró la
importancia de medir las cosas con precisión. Repitió un experimento clásico de los
alquimistas, que lo consideraban una clara prueba de la transmutación de un «elemento».
Cuando el agua, incluso el agua destilada, era hervida con lentitud en una vasija de cristal,
siempre quedaban algunos sedimentos en el utensilio. Esto, según decían los alquimistas,
mostraba que parte del agua se había convertido en «tierra».
Lavoisier sospechaba que la verdadera respuesta era algo más, e imaginó una forma de
probar su punto de vista. Colocó un poco de agua de lluvia (agua que había sido destilada
por la Naturaleza) en un matraz limpio e hirvió después el agua durante ciento un días. El
recipiente había sido diseñado para que todo el agua evaporada se condensase en la parte
superior de la vasija y luego volviese a gotear. Así, la misma agua se evaporaba y
condensaba una y otra vez.
Al final de aquellos ciento un días, Lavoisier detuvo la ebullición y dejó condensar todo el
agua. Había un poco de sedimento en el fondo del matraz. Lo rascó y ahora pesó el agua y
el matraz por separado. Había pesado ambas cosas, con la balanza de más precisión que
pudo encontrar, antes de comenzar el experimento. Ahora halló que el agua tenía
exactamente el mismo peso que el agua de lluvia colocada originariamente. Pero el matraz
había perdido peso... Y lo que es más, su pérdida de peso era exactamente igual al peso del
sedimento. Por tanto, sólo existía una posible respuesta: el agua hirviendo había disuelto
parte del cristal. El sedimento no era «tierra», sino, simplemente, cristal disuelto que
desaparecía de la solución cuando el agua se enfriaba.
POR QUÉ ARDEN LAS COSAS
Las investigaciones de Lavoisier en métodos de iluminación de las calles de París, le habían
llevado a considerar varios combustibles para las lámparas, así como la naturaleza general
de la combustión. Ahora abordó el problema de la combustión con sus métodos
cuantitativos.
Colocó un poco de estaño en un recipiente cerrado y lo pesó todo, incluido el recipiente.
Luego pesó el recipiente. Un residuo se formó en el estaño. Ya era sabido, como hemos
indicado, que el residuo de un metal es más pesado que el metal en sí. Sin embargo, cuando
Lavoisier pesó el recipiente, descubrió que la formación del residuo de estaño no aumentaba
el peso del contenido del recipiente. Naturalmente, el residuo en sí era más pesado que el
estaño original. Esto significaba que debía de haber ganado peso a expensas de algo más en
el recipiente.
Cuando Lavoisier abrió el recipiente, el aire se precipitó dentro y el sistema aumentó de
peso. Este incremento era igual al peso extra del residuo. Así, pues, el residuo debía de
haber tomado algo del aire original.
Estos experimentos probaban un punto fundamental que Lavoisier averiguó que era cierto
en toda clase de reacciones químicas: la materia puede cambiar de forma, pero el peso total
de la materia implicada siempre sigue siendo el mismo. Cuando una sustancia gana o pierde
peso en aire, toma algo del aire y le da algo a éste. Esto lo mostró al pesar todo el sistema,
vapores incluidos. El principio que demostró fue más tarde llamado «Ley de conservación de
la masa».
¿Qué tomaba el estaño del aire cuando formaba el residuo? Lavoisier decidió que debía de
ser el «aire desflogistizado» de Priestley, es decir, la porción de aire que queda después de
haber sido tratado para retirar el «flogisto». Para probar su idea, Lavoisier calentó metales
en «aire desflogistizado». Los metales absorbían todo este gas.
Lavoisier concluyó que el aire estaba formado por dos gases: el «aire desflogistizado» de
Priestley, al que Lavoisier ahora llamó «oxígeno», y el «aire flogistizado» de Rutherford, al
que denominó «azoe». Oxígeno deriva de las palabras griegas oxys = ácido, y gennao =
engendrar, «que produce ácido»; aunque Lavoisier estaba equivocado al pensar que el
oxígeno se hallaba presente en todos los ácidos, su nombre para el gas ha quedado ya para
siempre. Derivó «azoe» de las palabras griegas a, privado, y zoé = «carente de vida»; como
recordarán, los ratones no podían vivir en el «aire flogistizado». Pero esta palabra de ázoe,
aunque existe también en español, ha sido sustituida modernamente por nitrógeno, por el
mineral de nitro con el que se prepara.
Lavoisier fue capaz de mostrar que, aproximadamente, una quinta parte del aire corriente
era oxígeno y nitrógeno las otras cuatro quintas partes.
Ahora Lavoisier presentó una nueva teoría de la combustión, para remplazar a la más
antigua del flogisto. Cuando una sustancia arde o se inflama, afirmó, se combina con
oxígeno para formar un «óxido». Al quemar carbón de madera se formaba un óxido de
carbono (bióxido de carbono). Un metal enmohecido forma un óxido («residuo»), que tiene
el peso del metal más el peso del oxígeno con el que se ha combinado. Cuando el carbón
vegetal se calienta con un óxido metálico, restaura el metal original, no porque se añada
flogisto, sino, simplemente, porque ha eliminado el oxígeno del residuo.
Lavoisier publicó su teoría del oxígeno de la combustión en 1783. En el mismo año se
consiguió un gran impulso en el problema con un experimento de Cavendish, el genio inglés,
que estaba también tratando de probar todo lo contrario. Cavendish, insistiendo en la teoría
del flogisto, pensaba que el «aire inflamable» que había preparado era flogisto. Si lo añadía
al «aire desflogistizado», razonaba, conseguiría «aire flogistizado». Como sabemos ahora, lo
que se proponía era quemar hidrógeno en oxígeno y, por tanto, formar nitrógeno.
Naturalmente, no consiguió nada de todo esto. Tras quemar su «aire inflamable» con «aire
desflogistizado», y recoger el vapor producido, averiguó que se condensaba en un líquido
claro que demostró ser agua...
Cavendish informó del resultado con gran exactitud, pero no supo cómo interpretarlo. Tan
pronto como Lavoisier se enteró de ello, supo la respuesta, y pudo confirmarla por medio de
experimentos. El «aire inflamable» de Cavendish, dijo, era un gas al que él denominaba
«hidrógeno», de las voces griegas que significaban «formador de agua». El hidrógeno y el
oxígeno combinados forman agua. El agua era el óxido del nitrógeno; o sea, su «residuo»
por decirlo así.
Este último experimento, enterró, por fin, las nociones de los antiguos griegos respecto de
los elementos. Demostró que el agua no era un elemento, sino un compuesto de hidrógeno
Y lo que es más, también acabó con la teoría del flogisto que ya estaba moribunda. Con esas
muertes, había nacido la Química moderna.
Si Lavoisier tenía un defecto, éste era que mostraba gran ansiedad por conseguir más
renombre que el que ya se merecía. En los informes que presentó de sus trabajos pasó por
alto mencionar que conocía los experimentos de Priestley y que ya había discutido la obra de
Priestley con el propio Priestley. Dejó la impresión de que había sido él solo quien
descubriera el oxígeno. Ni tampoco dejó claro que había llevado a cabo el experimento de la
combustión del hidrógeno poco después de enterarse de los trabajos de Cavendish.
Priestley y Cavendish debieron de quedar resentidos por esta conducta poco ética por parte
de Lavoisier. De todos modos, ninguno de ellos aceptó la teoría del oxígeno de Lavoisier
para la combustión. Ambos siguieron convencidos de la verdad de la teoría del flogisto hasta
el día de su muerte. Pero la historia no les ha privado de la fama por sus importantes
experimentos precursores que condujeron a la nueva química.
Aunque ya de una forma bastante rara, la Alquimia y los fraudes alquímicos continuaron
durante décadas después de Lavoisier. El emperador Francisco José, de Austria-Hungría, un
medievalista de fines del siglo xix, aún entregó dinero a los falsificadores, en 1867, que
afirmaban ser capaces de fabricar oro partiendo de plata y mercurio. En realidad, incluso
hoy día existen místicos y chiflados que creen en la Alquimia, como algunas personas aún
tienen fe en la Astrología, en la Numerología, en la Frenología y en otras formas de
misticismo.
EL NUEVO LENGUAJE
Los servicios de Lavoisier a la Química incluyen la acuñación de un nuevo sistema para
denominar a los productos químicos. Los alquimistas habían revestido su ignorancia (o su
decepción) con un lenguaje fantasioso y poético. Hablaban del oro como del «Sol» y de la
plata como de la «Luna». De los metales, originariamente conocidos, como «azogue» o
«agua plateada», les dieron el nombre del planeta Mercurio. Llamaron a la mezcla de ácido
nítrico y ácido clorhídrico, con la que se puede disolver el oro, «agua regia», un nombre que
todavía se sigue usando hoy.
Los químicos se hubieran encontrado desesperadamente dificultados en sus trabajos si
hubiesen continuado ofuscados por el fantasioso lenguaje de los alquimistas. Debía
producirse un nuevo arranque de las cosas, y Lavoisier, junto con algunos otros químicos
franceses, elaboró un nuevo sistema de nomenclatura química.
Este sistema está basado en los nombres de los elementos y designa a los compuestos de
acuerdo con los elementos con que están formados. Así a la sal, un compuesto de sodio y
cloro, se la llamó «cloruro sódico». El gas formado por hidrógeno y azufre es «sulfuro de
hidrógeno». Un ácido que contenga azufre es «ácido sulfúrico». Y todo a este tenor.
El sistema también posee nombres familiares para compuestos que contengan diferentes
proporciones de un elemento determinado. Por ejemplo, existe una serie de cuatro ácidos
compuestos de hidrógeno, cloro y oxígeno. Distribuidos en orden al contenido creciente de
oxígeno, se les denomina:
1) Ácido hipocloroso;
2) ácido cloroso;
3) ácido dórico;
4) ácido perclórico.
Si el hidrógeno de cada ácido es remplazado por el sodio, el resultado de los compuestos es
el siguiente:
1) Hipocloruro sódico;
2) cloruro sódico;
3) clorato sódico;
4) perclorato sódico.
La tendencia a una nomenclatura lógica se extendió a los mismos elementos. Antes de 1800,
los elementos habían sido denominados según la fantasía de los descubridores y sin existir
en absoluto ninguna regla. Después de 1800, se hizo habitual denominar a todos los nuevos
elementos metálicos con la terminación «o» o «io», y los elementos no metálicos con la
terminación «on» o «ina». Con una excepción (que mencionaremos después), todos los
elementos que no tengan esas terminaciones fueron descubiertos antes de la época de
Lavoisier.
En 1789, Lavoisier publicó el primer texto moderno de Química. Su título fue Traite
élémentaire de chimie (Tratado elemental de Química). En este libro, discutió todo el
conocimiento sobre Química a la luz de su nueva teoría de la combustión y empleó su
moderna nomenclatura. Hizo una lista de los elementos conocidos en su tiempo. La lista de
Lavoisier de treinta y tres «elementos» presenta algunos curiosos apartados. Por ejemplo,
incluyó la «luz» y el «calórico» (calor) entre estos elementos. Pero veintitrés de los treinta y
tres eran auténticos elementos.
El libro de texto de Lavoisier fue traducido a muchos idiomas y extendió la nueva química
por todas partes. Pero Lavoisier no vivió para presenciar su impacto mundial. El año 1789, el
año de la publicación de su tratado, fue también el de la Revolución francesa. Lavoisier
trabajaba retirado en su laboratorio, evitando la política, pero, en 1792, los extremistas que
se habían apoderado del mando de la Revolución, finalmente acabaron arrestándole como
«recaudador de impuestos». Lavoisier protestó que él era un científico, no un cobrador de
tributos. El oficial que le arrestó le contestó, airado:
—La República no tiene necesidad de científicos.
El extremista Jean Paul Marat, que se consideraba él mismo un científico, odiaba
profundamente a Lavoisier, porque el químico le había vetado cuando Marat solicitó su
ingreso en la Académie Royale des Sciences. Marat abogó personalmente porque Lavoisier
fuese condenado a la guillotina. El propio Marat fue asesinado poco después del veredicto,
pero, a pesar de ello, el 2 de mayo de 1794, Lavoisier era decapitado.
Irónicamente, sólo diez semanas después la cordura volvió a Francia y los extremistas
fueron derrocados. La ejecución de Lavoisier continúa siendo la mayor tragedia individual de
la Revolución francesa. La Ciencia y la Química, ciertamente, sufrieron una gran pérdida con
su muerte a la aún muy fructífera edad de cincuenta años.
Capítulo 7
Las Partículas Invisibles
La nueva química de Lavoisier hizo aún más intrigante que nunca la antigua pregunta: ¿Qué
era, a fin de cuentas, un elemento? ¿Qué distinguía a unos de otros? Existía una larga y
creciente lista de elementos, muchos de los cuales poseían algunas propiedades comunes.
Por ejemplo, el hierro, el cobalto y el níquel eran muy similares en diversas formas, pero el
hierro no podía cambiarse en níquel o cobalto, lo mismo que el plomo no podía ser
transmutado en oro. El hidrógeno, el nitrógeno y el oxígeno eran todos ellos gases incoloros,
pero los tres se comportaban de maneras muy diferentes cuando se les calentaba, y ninguna
cantidad de tratamiento violento podía transformarlos al uno en el otro.
Al cabo de dos décadas de la muerte de Lavoisier, el misterio de la inmutabilidad de los
elementos estaba resuelto. En realidad, la clave para todo aquel asunto había sido
conjeturada por unos cuantos inspirados griegos hacía ya más de dos mil años.
El filósofo griego Anaxágoras parece haber sido el primero en sugerir que toda la materia
estaba hecha de pequeñas partículas. Leucipo de Mileto quedó intrigado por la idea y la
discutió con su discípulo Demócrito (al que no debe confundirse con el alquimista Bolos
Demócrito).
Demócrito desarrolló más tarde esta idea. Había nacido en una pequeña ciudad del Egeo
llamada Abdera. Los griegos consideraban a Abdera como una típica población de palurdos,
y empezó a denominar «abderitas.» a los tipos ignorantes del campo. Demócrito fue un
abderita que podía ser cualquier cosa menos ignorante. Se convirtió en uno de los más
famosos filósofos de Grecia. (Digamos de paso que le llamaban el «Filósofo sonriente»,
debido a su aspecto jovial.)
Demócrito decidió que unas partículas invisibles eran las que formaban cada elemento, y
que la naturaleza del elemento dependía de la forma de las partículas. Así, el agua debía de
estar formada por esferas suaves, lo cual explicaría el porqué el agua fluiría con tanta
facilidad; las partículas de «tierra» deberían ser cubos, lo cual estaría en relación con la
dureza y estabilidad de ese «elemento»; las partículas de «fuego» serían aguzadas y
puntiagudas, lo cual explicaría por qué el fuego lastima. De estos varios tipos de partículas,
decía Demócrito, deberían estar construidas todas las sustancias conocidas.
Llamó a las pequeñas partículas «átomos» (de una palabra griega que significa invisible),
porque sostenía que no podían ser destruidos o desmenuzados en otros más pequeños.
Desgraciadamente, la teoría de Demócrito fue ridiculizada por Aristóteles, el más influyente
de todos los antiguos filósofos. Además, los escritos de Demócrito se perdieron, por lo que
sus ideas sólo pudieron ser conservadas en forma de ocasionales referencias críticas a los
mismos por parte de los demás filósofos.
Sin embargo, la teoría de los átomos no murió. Epicuro de Samos fue un acérrimo partidario
de las ideas de Demócrito. En el último siglo antes de Jesucristo, el filósofo romano Lucrecio,
un epicúreo, revivió la teoría atómica con su famoso De rerum natura (De la naturaleza de
las cosas). El libro de Lucrecio, escrito en latín, continuó teniendo influencia a través de toda
la Edad Media. Y lo mismo sucedió con un libro de un filósofo naturalista griego del siglo iii,
llamado Herón; su obra, titulada Pneumática (Acerca del aire), describía experimentos con el
aire y explicaba los resultados en unos términos de la teoría de que el aire estaba
compuesto de átomos.
Luego, en el siglo xvii, los experimentos de Robert Boyle prestaron más apoyo a la teoría,
cuando mostró que, una cantidad dada de aire, podía ser comprimida hasta adquirir un
volumen cada vez más pequeño al incrementar la presión. Esto, ciertamente, indicaba que el
aire estaba compuesto de partículas rodeadas de espacios vacíos.
A través de los siglos xvii y xviii, el «atomismo» alzó cada vez más interés. El gran Isaac
Newton creía en la existencia de átomos. Pero la prueba de su existencia no se obtuvo hasta
que los químicos comenzaron a estudiar sustancias por métodos de pesada, que habían sido
introducidos por Lavoisier.
En 1797, Joseph Louis Proust, un francés que trabajaba en España, alcanzó un importante
descubrimiento a partir del peso de los compuestos. Averiguó que los elementos siempre se
combinaban en ciertas definidas proporciones según el peso. Por ejemplo, en el carbonato
de cobre, un compuesto de cobre, carbono y oxígeno, la proporción de peso era siempre de
cinco partes de cobre, cuatro de oxígeno y una de carbono, una proporción de 5 : 4: 1.
La «ley de las proporciones definidas» de Proust fue la primera confirmación específica de la
idea atómica. Si la materia estaba hecha de indivisibles bloques de construcción, esto era
exactamente lo que uno esperaría encontrar: elementos que se combinarían en una
proporción numérica, como por ejemplo, cinco a uno, o cuatro a uno, y nunca cinco y cuarto
a uno, o cuatro y medio a uno, porque no se puede conseguir una fracción de los átomos.
Luego se produjo una posterior observación, la cual realmente estableció la teoría atómica.
El hombre que dio aquel paso, y formuló la teoría en unos términos comprensibles, fue John
Dalton, de Inglaterra (1766-1844).
Dalton era un maestro de escuela cuáquero, en una pequeña ciudad inglesa. Se convirtió en
un entusiasta del saber, que se interesó por todas las ciencias. Entre otras cosas, construyó
instrumentos para estudiar el tiempo, trazó cuidadosos registros diarios del tiempo, durante
cuarenta y seis años, y escribió un libro, que le permite ser considerado uno de los
fundadores de la ciencia de la Meteorología. Otro de sus logros fue el descubrimiento de la
ceguera a los colores, que aún se sigue llamando «daltonismo» en su honor. Dalton era,
personalmente, ciego a los colores. Pero este inconveniente no le impidió dedicarse a la
Química y conseguir sus mayores descubrimientos.
Dalton empezó con la ley de Proust de las proporciones definidas. Se sentía particularmente
sorprendido con el hecho de que dos elementos pudiesen combinarse en más de una forma.
Por ejemplo, había dos diferentes óxidos de carbono: el bióxido de carbono y el monóxido de
carbono (naturalmente, los gases no eran entonces conocidos con esos nombres). En el
bióxido de carbono, la proporción del oxígeno y del carbono, por pesos, era de 8 a 3; en el
monóxido de carbono, de 4 a 3. En otras palabras, la proporción de oxígeno en e] primer
compuesto era exactamente dos veces que en el segundo. Dalton llamó a su descubrimiento
la «ley de las proporciones múltiples».
¿Y eso qué significaba? Si tomamos el caso de los óxidos de carbono, ¿qué otra cosa podía
significar, excepto que el bióxido de carbono tenía dos átomos de oxígeno por uno de
carbono, y el monóxido de carbono tenía un átomo de oxígeno por otro de carbono?
Inmediatamente después (en 1803), Dalton se dedicó a la teoría atómica y trabajó en ella,
por primera vez, con un detalle racional. Cada elemento consistía en una clase particular de
átomo. Los átomos de varios elementos diferían en el peso. Dado que en un compuesto de
un carbono por un oxígeno (monóxido de carbono), la proporción de carbono a oxígeno en
peso era de 3 a 4, el átomo de carbono debía de ser las tres cuartas partes del peso del
átomo de oxígeno. De este modo Dalton elaboró los pesos relativos de un gran número de
elementos. Decidió que la distinción clave entre los diferentes elementos, radicaba en las
diferencias en su peso atómico.
Aquí había una razonable explicación de por qué el plomo no podía transformarse en oro, o
el hierro en cobalto, o el hidrógeno en nitrógeno. Para convertir un elemento en otro se
necesitaba cambiar los átomos de un peso en átomos de otro peso, una cosa que era
imposible de conseguir con la química (y que sólo se lograría con la física nuclear en el siglo
xx).
Dalton publicó su teoría atómica en un libro, con el título de Nuevo sistema de filosofía
química. Su «nuevo sistema» encontró resistencia, pero la mayoría de los químicos la
aceptaron en seguida.
¿Por qué, de repente, se aceptaban con entusiasmo las opiniones de Dalton, mientras que
durante miles de años los científicos no habían tomado en serio la sugerencia de Demócrito
sobre la misma idea? Lo que ocurría es que, en realidad, todo el telón de fondo había
cambiado. Ahora se llevaba ya siglo y medio de detalladas observaciones y experimentos
para respaldar la interpretación de Dalton. Demostró que su teoría atómica podía explicar
todas las observaciones y mediciones.
UNA VARIEDAD DE «TIERRAS»
El descubrimiento de los nuevos elementos se aceleró. Ya lo había hecho incluso antes de
que Dalton expusiera su teoría. Uno de los más activos descubridores fue un químico alemán
llamado Martin Heinrich Klaproth (1743-1817). Al igual que Scheele, Klaproth comenzó
como mancebo de botica y llegó a convertirse en una gran autoridad en minerales y profesor
de Química en la Universidad de Berlín.
En 1789, el año de la publicación del tratado de Lavoisier, Klaproth estaba investigando un
mineral oscuro y pesado, que se había encontrado en una antigua mina de Bohemia.
Disolvió el mineral con un ácido fuerte y luego neutralizó el ácido. Se depositó polvo
amarillo. Klaproth decidió, correctamente, que aquello era óxido del nuevo metal.
Siguiendo la pauta de los alquimistas que habían denominado a los elementos conforme a
los planetas, Klaproth asignó al metal el nombre del planeta Urano, que había sido
descubierto en los cielos apenas ocho años antes. Así que el nuevo elemento fue llamado
«uranio». En el mismo año, Klaproth extrajo el óxido de otro nuevo metal de una piedra
semipreciosa llamada circón, y denominó a este elemento «circonio»1.
Klaproth era un hombre que no albergaba deseos de alcanzar fama alguna que no le
correspondiese. Anotó que, en 1782, Franz Joseph Müller había descubierto un elemento
nuevo que fuera pasado por alto y al que todavía no se le había dado nombre (véase
capítulo 5). Klaproth llamó la atención del mundo científico y denominó al elemento
«telurio» («tierra»). Tuvo cuidado de señalar que la fama de aquel descubrimiento
pertenecía a Müller.
Hizo lo mismo por otro sacerdote inglés llamado William Gregor, el cual, en 1791, descubrió
el óxido de un nuevo metal en una arena negra que encontró en su propia parroquia. La
descripción de Gregor pasó inadvertida hasta que Klaproth llamó la atención hacia ella. De
nuevo sugirió un nombre para aquel elemento —«titanio» (según los titanes de la mitología
griega)—, y atribuyó a Gregor la fama del descubrimiento.
La virtud siempre trae aparejada su recompensa. Lavoisier nunca recibió la fama de
descubridor de elementos, como tanto ansiaba. Por otra parte, Klaproth, que hizo todo lo
1 Por lo general, la fama por el descubrimiento de un elemento pertenece al hombre que lo ha aislado por primera vez. No obstante, en algunas ocasiones se le atribuye al hombre que ha purificado por vez primera el óxido y muestra que debe contener un nuevo elemento. Klaproth nunca aisló el uranio (aunque pensara haberlo hecho) o el circonio.
En realidad, ninguno de estos dos metales fue conseguido con una razonable pureza hasta el siglo XX. (N. del A.) que pudo por evitar una fama inmerecida, sin embargo, a menudo es considerado como el
descubridor del telurio y del titanio.
Los óxidos de uranio, circonio y titanio fueron llamados «tierras» porque eran insolubles en
agua y no se veían afectados por el calor. En 1794, fue descubierta una particularmente
interesante nueva «tierra», en un mineral obtenido en una cantera de piedra en la pequeña
ciudad de Ytterby, en Suecia. Acabó por llegar a manos de un químico finlandés llamado
Juan Gadolin, otro de los discípulos de Bergman (véase capítulo 5). Gadolin llamó al nuevo
metal «itria», por el nombre de la ciudad, y el metal en sí llegó con el tiempo a ser conocido
como «itrio». Y Gadolin consiguió se le atribuyera su descubrimiento.
Esta nueva «tierra» era en extremo infrecuente, por lo cual se la llamó «tierra rara». Muy
pronto aparecieron otras «tierras raras».
Un muchacho sueco de quince años, llamado Wilhelm Hisinger, encontró un interesante
mineral en la finca de su padre, y lo envió a Scheele para su análisis. El pobre y
desafortunado Scheele no encontró nada desacostumbrado en él, pero Hisinger siguió
conservando su interés por el mineral y, posteriormente, a la edad de treinta y siete años,
mostró que contenía un nuevo elemento. Lo llamó «cerio», por el asteroide Ceres, que había
sido descubierto en 1801.
En 1798, un químico francés, Louis Nicolas Vauquelin, estaba analizando un mineral que
había sido descubierto en Siberia. Consiguió del mismo unos hermosos compuestos rojos y
amarillos, que se volvían de un brillante color verde cuando se añadían determinados
productos químicos. De estos compuestos extrajo el óxido de un nuevo metal y, calentando
el óxido con carbón vegetal, aisló trozos del metal en sí. Lo llamó cromo, de la palabra
griega chroma, que significa «color».
Al año siguiente, Vauquelin descubrió un óxido de otro nuevo metal en una gema
semipreciosa llamada berilo. Este metal sería denominado berilio.
Aproximadamente hacia el mismo tiempo, Estados Unidos contribuyó con un nuevo
elemento. Antes de la Revolución, el gobernador colonial había enviado a Londres un mineral
raro encontrado en Connecticut. En 1801, un químico inglés, Charles Hatchett, cortó un
trozo de la muestra y lo analizó. Decidió que contenía un nuevo metal y lo llamó
«columbio», por Columbia, el poético sobrenombre de la nueva nación de Estados Unidos.
Algunos años después, el químico inglés William Hyde Wollaston, tras analizar un segundo
fragmento, declaró que el «columbio» era el mismo elemento que el «tantalio», que había
sido descubierto por un químico sueco, Anders Gustaf Ekeberg, y que le había puesto el
nombre tomado de Tántalo, uno de los personajes de la mitología griega.
Finalmente, en 1846, el asunto fue zanjado por un químico alemán, Heinrich Rose, el cual
probó que Hatchett tenía razón y que Wollaston estaba equivocado. El columbio era muy
similar al tantalio, pero no idéntico a él. A causa de su semejanza con el tantalio, Rose dio al
columbio el nuevo nombre de «niobio», por Níobe, la hija de Tántalo. Durante muchos años,
los europeos llamaron al elemento niobio y los norteamericanos columbio, pero, en la
actualidad, el nombre oficial es el de niobio.
Wollaston enmendó su yerro desenterrando algunos descubrimientos genuinos. Le gustaba
trabajar con los minerales de platino, un metal muy fascinante. Al igual que el oro, era un
«metal noble», es decir, que formaba compuestos con muchas dificultades y que, además,
no se enmohecían u oxidaban. No era tan hermoso como el oro (ningún metal lo es), pero
era mucho más raro y más valioso.
Al igual que el oro, el platino podía ser disuelto en «agua regia». Pero dio la casualidad de
que también se disolvieron con él algunas de sus impurezas. Wollaston separó esas
impurezas, y en 1803, descubrió dos metales ligeros que eran similares en comportamiento
al platino, pero no «nobles». Los llamó «paladio» y «rodio»: paladio en honor de un
planetoide recientemente descubierto, Palas, y rodio, del griego rhodon, «de color rosa»,
puesto que el elemento formaba compuestos de ese color.
Otro químico inglés, Smithson Tennant (con quien Wollaston había trabajado en un tiempo
como ayudante), encontró otros dos metales en el platino, pero que eran más «nobles» que
el platino. No eran solubles en agua regia. Tennant les llamó «osmio» e «iridio». El osmio,
del griego osme, que significa «olor», dado que uno de los compuestos del elemento tenía
un aroma desagradable. El iridio fue denominado así de la palabra griega iris, «arco iris»,
por el gran colorido de sus compuestos.
Como resumen de este capítulo, en la tabla 5 presentamos una lista de los elementos
descubiertos de los siglos XVIII al XIX.
Capítulo 8
Descubrimientos con Electricidad
La lista de Lavoisier de treinta y tres «elementos» incluía varias sustancias que algunos
químicos creían que se trataba de compuestos. Éstos eran «cal», «magnesia», «barita»,
«alúmina» y «sílice».
La cal es una palabra que deriva del vocablo latino «calx». Se formaba al calentar piedra
caliza. Magnesia llevaba este nombre por la ciudad griega cerca de la cual, de acuerdo con la
leyenda, se había descubierto por primera vez. Barita, que se obtenía de un mineral muy
pesado, deriva del griego barys, que significa «pesado». Alúmina procedía de un mineral
muy corriente denominado «alumen» y sílice del pedernal, al que los romanos habían
llamado «sílex».
Lavoisier consideraba que todos ellos eran elementos, porque no podían ser reducidos
calentándolos con carbón vegetal. Pero otros químicos sospechaban que realmente eran
óxidos, y buscaron otra forma de liberar su oxígeno y encontrar sus elementos constitutivos.
Y tuvieron éxito al hallar un medio, que fue la electricidad.
En aquel tiempo, la electricidad era un nuevo juguete, muy excitante y popular. Benjamín
Franklin había extraído electricidad de una nube de tormenta con su famosa cometa.
Alessandro Volta, de Italia, acababa de inventar su pila eléctrica (en 1800). Las noticias de
sus trabajos se extendieron con rapidez por el mundo científico, con un efecto tan
electrizante como sus propias corrientes.
En Inglaterra, un científico llamado William Nicholson, y su joven amigo Anthony Carlisle,
iniciaron en seguida unos experimentos químicos con electricidad. Introdujeron dos
electrodos de una batería en agua ligeramente acidulada, y vieron que, al pasar la corriente
eléctrica a través del agua originaba burbujas de gas que aparecían en cada electrodo. El
gas resultó ser oxígeno en un electrodo e hidrógeno en el otro. En resumen, la electricidad
descomponía el agua en hidrógeno y oxígeno: dos partes de hidrógeno y una parte de
oxígeno. (Dalton, desarrollando su teoría atómica, había cometido el error de suponer que el
agua contenía un átomo de hidrógeno por uno de oxígeno y, por consiguiente, la mayor
parte de sus pesos atómicos eran incorrectos.)
El experimento de Nicholson-Carlisle demostraba que la electricidad podía separar dos
elementos de un compuesto. Pronto se derivaron hechos muy importantes de esta
demostración.
DAVY DA EN EL BLANCO
Dos jóvenes químicos siguieron por este camino. Se trataba de Jöns Jakob Berzelius, de
Suecia (1779-1848) y Humphry Davy, de Inglaterra (1778-1829).
Berzelius, criado por su padrastro, pasó una infancia muy difícil y dura, pero al final
consiguió asistir a la Facultad de Medicina y obtuvo su licenciatura. No obstante, no se
hallaba muy interesado por los temas médicos. Lo que realmente le interesaba era
experimentar en problemas químicos. Bajo la guía de su maestro (un sobrino del gran
Bergman), emprendió investigaciones en este campo y se convirtió en el químico más
importante de su tiempo.
Como profesor de química, Berzelius fue un apasionado conferenciante. Los estudiantes
acudieron a él desde toda Europa. Sus puntos de vista acerca de cada rama de la Química se
convirtieron casi en ley, aunque, a menudo, se equivocó... En la historia de la Química, la
primera mitad del siglo xix puede ser considerada la «era de Berzelius».
Berzelius publicó un tratado de Química (en 1808), que sustituyó al de Lavoisier como
primera autoridad en este tema. Durante casi treinta arios, publicó también un informe
anual acerca del progreso de la Química. En sus últimos años, como un anciano estadista de
la Química, el conservador profesor Berzelius, por lo general, consiguió encontrarse siempre
en el lado equivocado de la mayor parte de las controversias acerca de las nuevas teorías.
Pero acertado o equivocado, a través de toda su vida había constituido una fuerza
estimuladora en el conjunto del excitante mundo de la Química.
Una de sus primeras contribuciones la constituyó el sugerir, después de repetir el
experimento de Nicholson-Carlisle, que los elementos llevaban cargas de electricidad. A
partir de aquí, puso en marcha una teoría de reacciones químicas que fue ampliamente
aceptada, aunque demostró ser errónea. No obstante, la idea de las cargas eléctricas sobre
los átomos, se comprobó que era acertada casi un siglo después.
Humphry Davy también fue un muchacho pobre en sus comienzos. Al igual que otros
muchos químicos de su tiempo, trabajó como mancebo de botica. Empezó a interesarse por
la Química después de leer el tratado de Lavoisier. En 1779, cuando tenía sólo veintiún
años, de repente, se encontró con la fama al haber descubierto algo llamado «gas hilarante
o de la risa». Este gas es un óxido nitroso, un compuesto de dos átomos de nitrógeno y uno de oxígeno.Tan pronto como lo hubo preparado Davy, se descubrió que poseía asombrosas propiedades. La gente que respiraba el óxido nitroso parecía perder el dominio de sí mismo.
Sus emociones se hacían ingobernables: reían, lloraban y, por lo general, se comportaban de
una forma alocada. El respirar aquella droga se convirtió en una verdadera manía. (Hasta
muchos años después no fue adoptada por la clase médica como anestésico, para extraer
dientes u otras intervenciones menores.)
Dado el alcance de su descubrimiento, Davy se convirtió en un conferenciante popular sobre
temas químicos. La Ciencia se hallaba en pleno apogeo. La nueva máquina de vapor y los
vuelos en globo constituían los temas diarios de conversación, lo mismo que sucedió
después con los cohetes y los astronautas. Davy era una persona bien parecida, un
excelente orador y muy hábil en espectaculares demostraciones con electricidad y con otras
maravillas de la nueva ciencia. Auténticas multitudes se reunían para escucharle.
Pero Davy estaba menos interesado en las conferencias que en los trabajos de laboratorio.
¿Y qué pasaría si se utilizara la electricidad para disociar aquellos compuestos tan
íntimamente unidos que los químicos habían fracasado en separar?
Davy empezó primero con la sustancia llamada «potasa». Era, literalmente, una ceniza,
obtenida al quemar ciertas plantas y luego al poner las cenizas en remojo en un gran
recipiente. Davy comenzó por hacer pasar una corriente eléctrica a través de una solución
de potasa. Todo cuanto consiguió fue hidrógeno y oxígeno, tras descomponer el agua.
Decidió que debía llevar a cabo aquel experimento en ausencia de agua. Por tanto, mezcló
potasa seca e hizo pasar la corriente a través de una mezcla calentada. Para ello, tuvo que
fabricar unas grandes pilas capaces de suministrar unas corrientes más potentes que la
pequeña pila original de Volta.
Al instante, aparecieron pequeños glóbulos en uno de los electrodos de platino. Davy estaba
seguro de que aquella sustancia metálica era un nuevo elemento. Lo llamó «potasio» (de
potasa). Descubrió que el potasio poseía una extraordinaria actividad química y que podía
reaccionar con cualquier otra sustancia. En agua, por ejemplo, captaba los átomos de
oxígeno y liberaba el hidrógeno con tal energía que éste se inflamaba.
Unos pocos días después, Davy intentó el mismo experimentó con sosa, también un
producto obtenido tras quemar plantas. De la sosa aisló el «sodio», un elemento muy
parecido al potasio.
Los árabes habían llamado a la sosa y a la potasa al-qili (que significa «la ceniza»). Ésta es
la razón de que se haga referencia a estas sustancias como «álcalis», y el potasio y el sodio
sean conocidos como metales alcalinos.
Tras aislar estos elementos, Davy se dedicó a tratar de separar algunos de los «elementos»
de Lavoisier, comenzando con la cal. Al principio, no consiguió nada. Pero, llegados a este
punto, Berzelius acudió en su ayuda. Berzelius había descubierto que, cuando añadía un
compuesto de mercurio a la cal, o la barita, y hacía pasar una corriente a través del mismo,
conseguía una «amalgama» de mercurio y algún otro metal. Escribió a Davy contándole sus
resultados. Esto permitió a Davy comenzar de nuevo. Preparó la amalgama y luego la
calentó fuertemente.
El ensayo dio resultado. De la amalgama obtenida de la cal, aisló un metal al que llamó
«calcio» (de la palabra latina calx). A partir de la barita consiguió «bario», y de la magnesia
aisló el «magnesio». Siguió aplicando el mismo tratamiento a un mineral que tenía un
nombre derivado de la ciudad escocesa de Strontian, y, a partir de él, separó otro elemento
metálico: el «estroncio».
Estos tres elementos son conocidos en la actualidad con el nombre de «metales
alcalinotérreos».
PÉRDIDAS Y GANANCIAS DE DAVY
Davy puede ser también relacionado con otros dos elementos.
En 1810, informó de unos experimentos que parecían mostrar que el gas verde que Scheele
había obtenido del ácido clorhídrico era un elemento, no un compuesto, como Scheele había
creído. Davy lo llamó «cloro» por su color verde. Durante años, Berzelius y los químicos
franceses Joseph Louis Gay-Lussac y Louis Jacques Thénard negaron que el cloro fuese un
elemento. Pero Gay-Lussac y Thénard fracasaron en sus esfuerzos para separarlo en
sustancias más simples. (Digamos de pasada que Gay-Lussac ascendió a seis kilómetros de
altura en un globo, en 1804, para comprobar la composición del aire a grandes alturas. Fue
uno de los primeros científicos importantes en aventurarse de esta manera en la tercera
dimensión.)
Finalmente, el asunto fue resuelto de forma indirecta a través del descubrimiento de un
elemento parecido al cloro por otro químico francés, Bernard Courtois. Estaba
experimentando con las cenizas de algas, una buena fuente de sodio y de potasio. Al tratar
las cenizas con un ácido fuerte para retirar los compuestos de azufre, Courtois se percató de
que salía un vapor de color violeta. Enfrió los cristales oscuros de una nueva sustancia.
Decidió que se trataba de un elemento y lo denominó «yodo», por la voz griega que designa
el color violeta.
El yodo demostró ser muy similar químicamente al cloro. Si el yodo era un elemento, parecía
muy verosímil que el cloro también lo fuese. Este razonamiento convenció a Berzelius.
En 1826, se obtuvo un posterior descubrimiento que acabó de resolver el asunto. Un
químico francés llamado Antoine Jérôme Balard, que trabajaba con sales precipitadas de
agua de mar, descubrió que, al añadir ciertos productos químicos, la volvían de color pardo.
Siguió el rastro de este color pardo hasta llegar a un nuevo elemento con un fuerte y
desagradable olor. Balard lo denominó bromo, del griego brômos, fetidez.
El bromo, el yodo y el cloro formaban todos ellos compuestos similares: por ejemplo, las
sales de bromo y yodo son muy parecidas al cloruro sódico. Por esta razón, esos tres
elementos son llamados «halógenos», de las palabras griegas halós, sal, y gennao,
engendrar, «formadores de sal».
No obstante, Gay-Lussac y Thénard vencieron a Davy en otra competición. Durante muchos
años, los químicos habían intentado aislar un nuevo elemento del bórax. Lavoisier estaba
tan seguro de que su ácido, el ácido bórico, contenía semejante elemento que incluyó el
«radical bórico» en su lista de elementos. En 1808, Gay-Lussac y Thénard decidieron
arrancar una hoja del libro de Davy e ir detrás de este elemento.
Davy había demostrado que los átomos de potasio se adherían con mucha fuerza a los de
oxígeno. Por tanto, debía de existir una afinidad más intensa hacia los átomos de oxígeno
que hacia los de carbono, porque, al calentar potasa con carbón vegetal, no se conseguía
separar el potasio del oxígeno. Por tanto, Gay-Lussac y Thénard trataron de calentar ácido
bórico con potasio, al tener la idea de que, ya que el potasio poseía tanta afinidad hacia el
oxígeno, debía apoderarse y separar el oxígeno donde el carbono había fracasado.
(Digamos, de paso, que Napoleón Bonaparte había financiado sus experimentos, porque
deseaba una victoria científica sobre Inglaterra, con la que Francia estaba en guerra en
aquel tiempo. Como pueden ver, la rivalidad científica entre naciones, con propósitos de
propaganda, no es un nuevo fenómeno de nuestro tiempo.)
Los franceses se apuntaron una victoria. Su experimento produjo el nuevo elemento «boro».
Independientemente, Davy estaba intentando lo mismo y también aisló el boro, pero lo
logró, exactamente, nueve días después que los franceses.
BERZELIUS SE UNE A LA CAZA
Mientras tanto, Berzelius también había comenzado a mostrarse activo en el juego de la
caza de los elementos. Contaba con un gran número de casi aciertos. Davy le había vencido
en el descubrimiento del bario y del calcio. Berzelius trabajó durante algún tiempo con
Hisinger y estuvo muy cerca de compartir la fama por el descubrimiento del cerio, pero
Hisinger lo consiguió por sí mismo más tarde. Uno de los alumnos de Berzelius, llamado
Johan August Arfvedson, también encontró un elemento independientemente. El joven
Arfvedson decidió que cierto mineral sueco debía contener un metal químicamente activo,
similar a los metales alcalinos (sodio y potasio) que se habían encontrado en las plantas.
Llamó a este elemento nuevo litio, del griego lithión, «piedra». Arfvedson no tuvo éxito en
aislar el litio, pero Davy lo hizo más tarde.
En 1817, el mismo año en que Arfvedson encontró el litio, uno de los estudiantes de
Vauquelin, un químico alemán que se llamaba Friedrich Stromeyer, separó un nuevo metal
similar al cinc de un mineral llamado «cadmia». Así que denomino cadmio, al nuevo
elemento.
Por último, el propio Berzelius conseguiría ser un descubridor por sí mismo. Estaba
predestinado a conseguirlo, más pronto o más tarde, puesto que tenía un dedo metido en
cada pastel... En 1818, se encontraba analizando muestras de cierto ácido sulfúrico
preparado en una ciudad minera sueca, y encontró una impureza que creyó que se trataba
de un nuevo metal. Al principio, pensó que debería tratarse del telurio, pero cuando aisló el
metal, demostró ser algo más: un nuevo elemento que se parecía al telurio. A causa de que
el telurio había sido denominado así por la tierra, Berzelius llamó al nuevo elemento
«selenio», de la palabra griega que designa a la Luna.
En 1824, Berzelius se dedicó a la sílice, una tierra en la lista de elementos de Lavoisier, que
Davy no había conseguido aún romper. Tras adoptar el método de Gay-Lussac y Thénard,
Berzelius calentó sílice con potasio. Y consiguió el éxito al aislar el elemento silicio.
Luego se dedicó a la última «tierra» de la lista de Lavoisier: la alúmina. Davy y Berzelius
trataron ambos de aislarla por medios eléctricos, pero sin éxito. Sin embargo, en 1827, un
discípulo de Berzelius, Friedrich Wöhler, consiguió extraer una pequeña cantidad de metal,
bastante impuro, de este óxido. Naturalmente, este metal era el aluminio. No se conseguiría
un método eléctrico para purificar el aluminio a una escala sustancial, hasta 1886, cuatro
años después del fallecimiento de Wöhler.
Berzelius añadió aún un tercer elemento a su propia lista de descubrimientos. En 1829, en
un mineral que le había enviado un ministro noruego, encontró un metal al que llamó
«torio», del nombre del dios noruego Thor.
Un año después, un discípulo de Berzelius, Nils Gabriel Sefström, descubrió otro nuevo
metal en una muestra de mena de hierro, y también lo denominó según una antigua deidad
noruega. Eligió a una diosa, Vanadis, y llamó al elemento «vanadio».
En la tabla 6 damos una relación de los elementos descubiertos en la primera cuarta parte
del siglo dominado por Davy y Berzelius.
Capítulo 9
Símbolos y Pesos
Hacia 1830, aquella primitiva pregunta de Tales «¿De qué está hecho el Universo?», ya
había recibido una asombrosa cosecha de respuestas. Buscando las piezas básicas del
edificio del Universo, los químicos habían encontrado ya cincuenta y cuatro elementos
diferentes... Y no hay que decir los muchos más que aún aguardaban su descubrimiento...
La química se había convertido en una selva.
Con todos estos elementos, y el vasto número de compuestos que podían formarse con los
mismos, los químicos debían de ingeniarse un sistema más sencillo de etiquetarlos, pues, de
otro modo, se perderían en una gran maraña de nombres larguísima.
Los alquimistas habían inventado símbolos para sus elementos, pero esos, signoscabalísticos, tomados de la astrología, aún hacían a la química más misteriosa. Por ejemplo:
En el siglo XVIII, Étienne François Geoffroy añadió más símbolos ocultos para elementos y
compuestos: una pequeña corona para el antimonio, un triángulo con el vértice hacia arriba
para el azufre, una cruz con dos puntos para el vinagre, y todo de esta forma...
Este lenguaje carecía de sentido y era difícil de recordar. Cuando Dalton propuso su teoría
de los átomos (que representó como unas pequeñas esferas), trató de simplificar las cosas
al representar cada elemento con un círculo con una marca distintiva: el oxígeno era un
círculo blanco; el carbón, un círculo negro; el hidrógeno, un círculo con un punto; el
nitrógeno un círculo atravesado por una línea vertical; otros elementos tenían una inicial en
el círculo, como «s» para el azufre, «g» para el oro, etcétera.
Fue Berzelius quien, al final, trazó un sistema racional. ¿Por qué no simplificar el uso de la
letra inicial del nombre de cada elemento en funciones de su símbolo? (Para soslayar las
diferencias de los idiomas, por ejemplo, nitrógeno o ázoe era nitrogen en inglés, azote en
francés y Stickstoff en alemán, los tomó de los nombres latinos como idioma universal. De
todos modos, al ser el español un idioma neolatino es fácil rastrear la mayor parte de los
nombres, pues poseen iniciales parecidas...
Así, el oxígeno se convirtió en O; el hidrógeno en H; el nitrógeno en N; el carbono en C,
etcétera. Y cuando más de un elemento comenzaban por la misma letra inicial, se añadía
una segunda letra para evitar la confusión. Así, Ca para el calcio, Cd para el cadmio, Cl para
el cloro...
Esta forma abreviada mostraba de qué estaba formado un compuesto de una sola ojeada.
CO2 (dióxido de carbono) nos dice que la molécula tiene un átomo de carbono y dos de
oxígeno. De un modo parecido, H2O, NH2, CaSO4, y todas las demás expresiones parecidas
son muy fáciles de leer y definen de una forma unívoca los compuestos.
El sistema lógico de Berzelius, como es natural, fue en seguida adoptado y ha quedado ya
igual desde entonces.
En las tablas 7 y 8 damos la lista de los cincuenta y cuatro elementos conocidos en 1830,
con sus símbolos. La razón de estas dos tablas es tan sólo para mostrar que una parte de los
símbolos (en la tabla 8) que están tomados de los nombres en latín no son los mismos en
español. Algunas diferencias se observan en nombres que en español han cambiado alguna
letra de su palabra latina. Por ejemplo, Na, por sodio, procede de la voz latina natrium; Au,
por oro, es la palabra latina aurum; Fe, por hierro, de la voz ferrum, etc.
PESANDO LOS ÁTOMOS
La química tiene aún otra gran deuda con Berzelius. Tras crear un lenguaje para los
elementos, procedió a establecer sus pesos atómicos sobre unas bases sólidas.
Dalton trató de determinar los pesos atómicos, pero se equivocó en muchos de ellos debido
a que trabajaba con poca habilidad. Berzelius se pasó más años analizando varios miles de
compuestos y pesando exactamente cuánto contenía de cada uno. Como nivel comparativo
de los pesos relativos de los elementos, al final se basó en el peso del hidrógeno igual a 1, y
midiendo a todos los demás como múltiplos de esta unidad. Más tarde, los químicos se
percataron de que habría conseguido unos valores más exactos si hubiese utilizado el
oxígeno, con un peso atómico exacto de 16, como estándar. (Más recientemente, ha sido
elegido el carbono 12, el isótopo de carbono con un peso atómico de 12, como el modelo
más preciso disponible, y la tabla de los pesos atómicos ha sido calculada de nuevo sobre
esta base.)
Hacia 1826, Berzelius había preparado una relación de pesos atómicos, que incluso los
químicos del siglo xx la consideran muy buena. Sólo tres de sus pesos atómicos no son
correctos... Los tres equivocados correspondían a la plata, el sodio y el potasio; sus valores
para los mismos eran dos veces superiores a las correctas. De todos modos, sus mediciones
constituyeron una indiscutible prueba de habilidad y una tarea muy dificultosa.
Para estar seguros, desde entonces los químicos han hecho gran número de correcciones y
definiciones de los datos de Berzelius, desarrollando los métodos más delicados para estas
mediciones. Para poner un ejemplo, digamos que Berzelius encontró el átomo de azufre dos
veces más pesado que el átomo de oxígeno, lo cual daba al azufre un peso atómico de 32.
Unos setenta años después, los químicos situaron este peso en 32,06. En 1925, colocaron
en la medición otro decimal, es decir, 32,064. En 1956, lo corrigieron a 30,066. Pero pueden
observar, de todos modos, lo cercano que se encuentran estos cálculos de los de Berzelius.
En la tabla 9 damos una lista de los cincuenta y cuatro elementos conocidos en su tiempo,
con sus pesos atómicos, sobre la base del oxígeno igual a 16,000. Estos pesos se aproximan
mucho a los de Berzelius en casi todos los casos.
Una vez son conocidos los pesos atómicos, los pesos relativos de las moléculas individuales
pueden ser calculados con facilidad. Por ejemplo, el «peso molecular» del carbonato de
sodio, Na2CO3, es la suma de los dos átomos de sodio (22,991 más 22,991), un átomo de
carbono (12,011) y tres átomos de oxígeno (16,0000 más 16,0000 más 16,0000), todo lo
cual suma la cantidad de 105,993.
EL CONGRESO DE KARLSRUHE
Por extraño que parezca, la mayoría de los químicos de su época no creían mucho en la lista
de Berzelius de los pesos atómicos. Los átomos eran pequeños, invisibles, intangibles:
¿cómo podía uno estar seguro de lo que pesaban? Los químicos preferían calcular en
términos de sus mediciones directas de las sustancias que manejaban. Por ejemplo,
averiguaron que el agua contenía ocho partes de oxígeno por una parte de hidrógeno en
peso. Por tanto, afirmaban que el «equivalente en peso» del oxígeno era 8. Esto les parecía
más significativo que decir que el peso atómico del oxígeno era 16.
No obstante, muchos químicos empezaron a confundir peso equivalente con peso atómico, y
a menudo encasillaban el peso atómico del oxígeno como 8. Además, no eran tan
cuidadosos en distinguir entre «peso atómico» y «peso molecular».
Como resultado de todo ello, se alzaban frecuentes desacuerdos de cómo escribir las
fórmulas de las moléculas más complicadas, particularmente aquellas en que se hallaba
implicado el carbono. Con un químico afirmando que una molécula tendría dos átomos de
oxígeno con un peso de 8 cada uno, y otro que decía que debería tener un átomo de oxígeno
con un peso de 16, pueden percatarse de que se desperdiciaba una horrorosa cantidad de
energía en esas inútiles disputas.
Al fin, uno de los químicos más importantes de aquella época, Friedrich August Kekule, de
Alemania, propuso: ¿Por qué no convocar una conferencia de los químicos más importantes
de toda Europa y discutir el asunto?
De este modo, en 1860, se reunió el Primer Congreso Internacional de Química, en la ciudad
dé Karlsruhe, en el pequeño reino de Badén, al otro lado del Rin y próximo a Francia.
Empezó con mal pie. Los químicos hablaban y hablaban y no parecían llegar a ninguna
parte. Luego, un químico italiano llamado Stanislao Cannizzaro, de repente, cambió todo el
espíritu de la reunión.
Cannizzaro era un hombre valeroso muy acostumbrado a las controversias. Había tomado
una parte muy activa en la revolución contra Nápoles, en su Sicilia natal, y tuvo que salir de
allí a toda prisa cuando se perdió la Revolución. Trabajando y esperando su momento
oportuno, en Francia y Egipto, regresó a Italia en 1860, cuando se estaba formando el
nuevo reino de una Italia unida. (Cannizzaro llegó a ser más adelante vicepresidente del
Senado italiano.) Ahora, en mitad de aquel desorden, aún tuvo tiempo para acudir al
Congreso de Karlsruhe.
Enfrentándose a los químicos que disputaban, Cannizzaro electrizó a la asamblea con una
ardiente defensa del punto de vista atómico en Química. Pongamos fin, solicitó, a la
confusión entre átomos y moléculas, entre pesos equivalentes y pesos atómicos. Al
concentrarse en los pesos atómicos, se podía aclarar sus fórmulas y poner orden en todo
aquel caos.
Cannizzaro convenció a los químicos. Regresaron a sus laboratorios con nueva confianza y
comenzaron a trabajar de una forma más sistemática y con provechosos resultados.
Mientras tanto, habían ido apareciendo nuevos elementos.
Uno de los ayudantes favoritos de Berzelius, Cari Gustav Mosander, había analizado una
tierra rara llamada ceria (óxido de cerio). De una muestra del mineral, disolvió, con un ácido
fuerte, un nuevo óxido. A sugerencia de Berzelius, Mosander lo llamó «lantana» (de una
palabra griega que significaba «escondido»), porque se había ocultado en el mineral.
Constituyó el óxido un nuevo elemento, el cual, naturalmente, fue denominado «lantano».
Dos años después, Mosander aisló otro óxido de su preparación. Este metal era tan parecido
al lantano que lo llamó «didimio» (del griego didymos, «gemelos»). En la actualidad, el
didimio no es un elemento sino una mezcla de dos elementos casi idénticos, unos auténticos
gemelos... Sin embargo, esto no se descubrió hasta cuarenta años más tarde, mucho
después de la muerte de Mosander.
Mosander se dedicó a la tierra rara «itria». Después de dos años de trabajo, mostró que la
itria podía separarse en tres óxidos. Uno, que poseía las características propiedades de itria,
era incoloro. Los otros dos formaban un óxido amarillo, al que llamó «erbia» y otro de color
rosa al que bautizó como «terbia». Los metales fueron, respectivamente, el «erbio» y el
«terbio». Así, los tres elementos —itrio, erbio y terbio—, tiene todos nombres de la pequeña
aldea de Ytterby.
Ya hemos mencionado, al final del capítulo 7, que las menas del platino albergaban cinco
elementos.: platino, osmio, iridio, paladio y rodio. En 1844, se descubrió un sexto «metal de
platino». Karl Karlovich Klaus, un huérfano estoniano de ascendencia alemana, y mancebo
también de botica, consiguió al final desempeñar el oficio de boticario en las estepas del
Volga, donde pasó muchos años entregado al estudio de las plantas y la vida animal. Luego
se dedicó a la investigación mineralógica y comenzó a estudiar las menas de platino en los
montes Urales. Empezó, deliberadamente, la caza de metales. Uno por uno, separó a cada
uno de los cinco metales conocidos de platino, y al final encontró a un sexto, más raro que
cualquiera de los otros cinco. Lo llamó «rutenio», según el antiguo nombre de Rusia.
En la tabla 10 exponemos la relación de los elementos descubiertos durante la década final
de la vida de Berzelius.
En la época del Primer Congreso Internacional de Química, en Karlsruhe, el número de los
elementos conocidos ascendía ya a cincuenta y ocho.
Capítulo 10
Pistas en el Espectro
Después del Congreso de Karlsruhe, los pesos atómicos se convirtieron en un gran factor en
la investigación de los elementos, al igual que el trabajo de cada día de los químicos. Parecía
como si el peso atómico hubiese arrojado luz en las semejanzas y diferencias entre los
elementos, y pudiese conducir al descubrimiento de otros nuevos.
Por ejemplo, teníamos el cobalto y el níquel. El peso atómico del cobalto es 58,94 y el del
níquel, 58,71. Los dos elementos eran muy parecidos entre sí. Tal vez esto significase que,
cuanto más cercanos, fuesen dos elementos en peso atómico, más similitudes tendrían.
El problema con esta teoría radicaba en que no acababa de funcionar. Los pesos atómicos
del cobre y el cinc eran muy próximos: 63,54 y 65,38, respectivamente. Sin embargo, los
dos metales no se parecían en nada. Si se consideraba el azufre (peso atómico 32,066) y el
cloro (35,457), a pesar de la proximidad de sus pesos atómicos, químicamente
representaban polos opuestos: el azufre es un sólido amarillo y el cloro un gas verde, y
ambos se comportan de forma muy diferente en las reacciones químicas.
Por otra parte, y para hacer las cosas aún más intrigantes, los químicos averiguaron que
algunos elementos que diferían ampliamente en peso atómico, tenían propiedades muy
similares. Por ejemplo, el sodio y el potasio eran muy semejantes, aunque el peso atómico
del segundo fuese casi el doble del primero.
¿No estaría equivocada por completo toda la especulación sobre el peso atómico? No del
todo... Ya en 1817, Johann Wolfgang Döbereiner, un químico alemán, se había percatado de
algo interesante.
Döbereiner estaba intrigado por tres elementos: el calcio, el bario y el estroncio. Los tres
eran parecidos de algún modo. ¿Y qué cabía decir de sus diferencias? Pues el calcio se funde
a una temperatura de 851° C y el bario a 710° C, mientras que el punto de fusión del
estroncio queda en medio: 800 grados centígrados.
Luego había que fijarse en su actividad química. El calcio es muy activo. Un trozo de calcio
añadido al agua reacciona con el oxígeno y libera hidrógeno. El bario es considerablemente
más activo, pero su reacción con el agua es menos vigorosa. ¿Y qué decir del estroncio? Su
actividad es intermedia.
Los tres elementos forman compuestos parecidos. Por ejemplo, el sulfato cálcico (CaSO4), el
sulfato bárico (BaSO4) y el sulfato de estroncio (SrSO4). Ahora bien, el sulfato cálcico es
moderadamente soluble en agua, el sulfato bárico apenas es soluble, y —supongo que ya lo
habrán imaginado— el sulfato de estroncio tiene una solubilidad intermedia.
Este estado intermedio del estroncio se muestra en otras centenares de formas.
Lo que más interesaba a Döbereiner era cómo se adecuaba todo esto con la situación de
pesos atómicos. Según las mediciones de Berzelius, el peso atómico del calcio era 40,
mientras el del bario era 137, y el del estroncio 88... Es decir, casi exactamente la cantidad
intermedia entre los dos pesos atómicos...
En otras palabras, el estroncio, cuyo comportamiento parecía estar a mitad de camino entre
el calcio y el bario, también se hallaba en una posición intermedia en lo referente al peso
atómico.
Döbereiner abandonó este asunto durante algún tiempo. Era un hombre que practicaba
numerosas actividades. Entre otras cosas, se hizo famoso como inventor de la «lámpara
Döbereiner», que fue uno de los mecanismos conocidos para emplear un catalizador. Con
este aparato proyectó un chorro de hidrógeno sobre un poco de platino en polvo; al incidir
sobre el platino, el hidrógeno se inflamó. Berzelius dio el nombre de «catálisis» a este
proceso, en el que una sustancia (como el platino) produce una reacción sin ser ella misma
consumida.
Döbereiner también es conocido por otra ilustre asociación: llegó a ser amigo íntimo de
Goethe y enseñó Química al gran poeta.
En 1829, Döbereiner volvió a su juego de números con tríos de elementos. Uno de los
nuevos tríos que consideró fue el azufre, el selenio y el telurio. Aquí de nuevo había una
tríada de elementos que poseían unas propiedades químicas muy similares y un miembro —
el selenio— estaba a mitad de camino entre los otros dos en comportamiento y en peso
atómico: el del azufre era de 32, el del telurio 128 y el del selenio 79. Döbereiner encontró
un tercer caso de la misma especie. Éste se relacionaba con el cloro, el bromo y el yodo. El
cloro es un gas ligeramente coloreado y muy activo. El yodo es un sólido bastante coloreado
de oscuro y considerablemente menos activo. ¿Y el bromo? Es un líquido medianamente
oscuro con una mediana actividad. Y también es intermedio en todas las otras cosas. (En
realidad, cuando se descubrió por primera vez, algunos químicos pensaban que era un
compuesto de cloro y yodo.) Y, de acuerdo con los valores de Berzelius, el peso atómico del
cloro era de 35 ½, el del yodo 127 y el del bromo se encontraba casi exactamente en la
mitad, con sus 80.
Döbereiner quedó fascinado. Le costó sudores de muerte el informar al mundo científico de
lo que había observado en esas «tríadas» de elementos. Pero estaba demasiado adelantado
respecto de su tiempo... Los químicos de su época no vieron utilidad en todo aquello...
Pensaron que el juego de Döbereiner era simplemente eso, jugar con números...
HUELLAS DACTILARES EN COLOR
Hacia la década de 1850, la persecución de los elementos tomó un giro gracias al
descubrimiento de una nueva técnica.
Esto era volver al viejo descubrimiento de Newton de que la luz tenía un espectro de
diferentes colores. Newton había separado aquellos colores, al hacer pasar la luz solar a
través de un prisma de cristal. Más tarde, los químicos descubrieron que las diferentes
sustancias emitían unos colores distintivos cuando se las calentaba. Por ejemplo, en 1758, el
químico alemán Marggraff (el hombre que aisló por primera vez el cinc), se percató de que
la sosa ardía con una llama amarilla y la potasa con una llama violeta. En 1834, un físico
inglés, Henry Fox Talbot (que fue uno de los inventores de la fotografía), llevó un paso
adelante esta especie de análisis del color. Ya se había averiguado que el litio y el estroncio
ardían con una llama roja. ¿Sus colores eran exactamente el mismo, o había pequeñas
diferencias entre ellos? Talbot pasó la luz de cada llama a través de un prisma y descubrió
que los dos espectros eran muy diferentes.
Llegado el momento, un físico de Pennsylvania, llamado David Alter, tras estudiar la luz en
numerosos gases y metales, realizó la atrevida sugerencia de que cada elemento tenía su
propio espectro.
En este momento oportuno, dos físicos alemanes, Robert Wilhelm Bunsen y Gustav Robert
Kirchhoff, se presentaron con un invento (en 1859) que era exactamente lo que le habría
encargado el norteamericano. Su invento fue el espectroscopio (una invención más
importante que aquella otra que haría famoso a Bunsen: el mechero Bunsen).
Bunsen y Kirchhoff habían ideado un instrumento simple, que hacía pasar la luz a través de un
estrecho orificio y luego por un prisma. El prisma extendía los colores en una franja que
abarcaba todo el espectro del arco iris. La luz blanca, que contenía todos los colores,
formaba una banda continua. Pero cuando sólo ciertos colores estaban presentes en la luz,
los mismos aparecían como unas líneas brillantes (imágenes de la abertura), en los lugares
apropiados del espectro. Así, por ejemplo, la llama de sodio, mostraría unas líneas
prominentes en la región del amarillo del espectro (además de, secundariamente, las líneas
para los colores menos importantes de su llama).
Aquí, al fin, había un medio rápido y conveniente de identificar a un elemento, o incluso a un
compuesto. Cada elemento, según averiguaron Bunsen y Kirchhoff, tenía su propio y
característico modelo de líneas espectrales, tan distintivo como las huellas digitales... Sólo
había que calentar una sustancia hasta hacerla brillar, mirar luego su línea espectral en el
espectroscopio, y ya se podía decir, de un simple vistazo, qué elementos estaban presentes,
aunque algunos sólo apareciesen en muy pequeñas proporciones.
Y lo que es más, se podían descubrir nuevos elementos cuando unas no familiares huellas
digitales aparecían en el análisis espectral de un mineral o de cualquier muestra de materia.
Ahora, los elementos desconocidos podían ser rastreados sistemáticamente, en vez de
recurrir a la pura casualidad...
Bunsen y Kirchhoff encontraron rápidamente dos nuevos elementos. Al estudiar algunas
muestras de minerales que contenían litio, descubrieron dos líneas extrañas, una azul y otra
roja. La línea azul demostró pertenecer a un nuevo metal alcalino, al que llamaron «cesio»
(de la palabra latina coesius, que significa «azul»), y la línea roja pertenecía a un metal al
que denominaron «rubidio» (del latín rubidus, rubio).
EL ESPECTROSCOPIO EN LA TIERRA Y EN EL CIELO
El espectroscopio fue adoptado en seguida por los demás químicos. El mismo año en que se
descubrió el rubidio, William Crookes, de Inglaterra, encontró otro nuevo elemento en
algunas sales formadas en la fabricación del ácido sulfúrico. Estaba particularmente
interesado en el elemento selenio, pero cuando calentó esas sales y estudió la luz por el
espectroscopio, descubrió una nueva línea verde, que no pertenecía a las líneas del selenio.
Esta línea verde reveló un nuevo elemento, al que Crookes denominó «talio», del vocablo
griego thallós, «rama verde».
A continuación, un físico alemán ciego a los colores, llamado Ferdinand Reich, y que formaba
equipo con un químico, Hieronymus Theodor Richter, añadió otro elemento a la lista, en
1863. Se encontraban estudiando un mineral de cinc con el espectroscopio. Richter, que no
era ciego a los colores, observó una línea de color índigo, que no correspondía a ninguna
línea conocida. Asignaron a este nuevo elemento el nombre de «indio».
Mientras tanto, el espectroscopio había sido adoptado también por los astrónomos para
observar a las estrellas. Muchos años antes de que el instrumento fuese inventado, el físico
alemán Josef von Fraunhofer había empleado un prisma para analizar la luz solar que
pasaba a través de una abertura. Encontró centenares de líneas oscuras (que todavía siguen
llamándose «líneas de Fraunhofer») en el espectro del sol. Las líneas oscuras constituyeron
un misterio hasta la invención del espectroscopio, que hizo posible experimentos de
laboratorio que las explicasen.
El espectroscopio mostró que los elementos en estado frío (es decir, que no brillasen)
absorberían luz de la misma longitud de onda que las que emitían cuando brillaban. Por
ejemplo, el hidrógeno caliente muestra líneas brillantes en cierta longitud de onda azul; el
hidrógeno frío absorbería la luz que fuese de esa misma longitud de onda. De este modo,
cuando el espectroscopio recibe luz que ha pasado a través de hidrógeno frío, las líneas
oscuras aparecen en el espectro de la misma longitud de onda.
Dicho todo esto, ¿qué significaban las líneas de Fraunhofer en el espectro de la luz solar?
Pues que unos gases fríos en la atmósfera solar absorbían parte de la luz que emitía el sol. Y
si esto era así, entonces las líneas oscuras contendrían las huellas dactilares de los
elementos de la atmósfera del sol. En otras palabras, el espectroscopio le haría posible al
hombre averiguar qué elementos estaban presentes en la atmósfera de los, cuerpos
celestes, no sólo del sol, sino también de otras estrellas e incluso de los planetas.
Los astrónomos rápidamente averiguaron que los elementos de los cuerpos espaciales eran
los mismos que los de la Tierra. Aristóteles se había equivocado por completo: el universo
celeste no estaba hecho de algún «éter» especial, o «quintaesencia», sino de la misma
materia que nuestro planeta.
De todos modos, un elemento desconocido en la Tierra apareció en el Sol. En 1868, los
astrónomos observaban la atmósfera del Sol con un espectroscopio, durante un eclipse
solar, y el francés Pierre Jules César Janssen observó la presencia de una nueva línea
amarilla. Un astrónomo inglés, Norman Lockyer, sugirió que aquello representaba un nuevo
elemento; lo llamó «helio» (del vocablo griego helios, que designaba al Sol). Los químicos
no lo aceptaron en aquella época. El helio no se añadió, oficialmente, a la lista de los
elementos hasta muchos años después, cuando se le encontró en la Tierra...
La tabla 11 facilita la relación de los cuatro elementos descubiertos con el espectroscopio
poco después de la invención de este instrumento.
La lista de los elementos había aumentado ya a sesenta y dos. Era aún sólo una lista. Con la
excepción de Döbereiner, nadie había visto ninguna clase de ritmo o razón en esta colección
de elementos. Ya era hora de que alguien los ordenase y tratara de distribuir o clasificar a
los elementos en alguna clase de orden.
Capítulo 11
En Orden de Pesos Atómicos...
Existen varios medios lógicos en que se puedan relacionar los elementos: en el orden
cronológico de su descubrimiento (ya lo hemos hecho así en la mayor parte de las tablas
que he dado), o alfabéticamente, o en el orden de su peso atómico. Esta última disposición
(véase tabla 12), por lo menos representa algún sentido físico. Pero resulta poco atrayente
desde el punto de vista de aclarar algo respecto de las propiedades de los elementos.
En 1862, un geólogo francés llamado Alexandre Émile Béguyer de Chancourtois, se estaba
divirtiendo escribiendo la lista de los elementos en una columna espiral. La cosa más
interesante de esta divertida disposición fue que las tríadas de Döbereiner se dispusieron en
línea en un orden relacionado. Por ejemplo, la tríada del calcio, del estroncio y del bario se
encontraba en una línea vertical, con el estroncio inmediatamente debajo del calcio y el
bario debajo del estroncio. Lo mismo resultaba cierto respecto de la tríada del cloro, del
bromo y del yodo, y asimismo en la tríada del azufre, selenio y telurio.
Béguyer de Chancourtois llamó a su disposición «tornillo telúrico». Incluso lo imprimió, pero
nadie se fijó en ello. En primer lugar, era un escritor muy pobre; en segundo lugar, empleó
una terminología geológica y los químicos no le entendieron; y, en tercer lugar, la
publicación pasó por alto incluir el diagrama en que se mostraba los elementos dispuestos
en forma cilíndrica. Su publicación no consiguió dejar la menor huella en el mundo de la
Química.
Pero una buena idea siempre salta de nuevo, más temprano o más tarde. En 1864, un
químico inglés llamado John Alexander Reina Newlands, también se entretenía enrollando la
lista de los elementos en columna. Se percató de que, dividiendo la lista en columnas de
siete elementos cada uno (en el orden de pesos atómicos), conseguía una pauta definida de
similitudes familiares. Sus tres primeras columnas las mostramos en la tabla 13.
(Newlands incluía el flúor porque su existencia ya era sospechada, aunque no figurase aún
en la lista oficial. Debería haber colocado el vanadio en la tercera columna —después del
titanio—, pero tenía un peso atómico erróneo para ese elemento y, por tanto, lo situó mucho
más abajo en la relación.)
LA LEY DE LAS OCTAVAS
Lancemos de nuevo una ojeada a la primera columna de Newlands y veamos qué podemos
hacer con ella.
En primer lugar aparece el hidrógeno, un gas bastante activo. A continuación, el litio, un
sólido activo. En tercer lugar, el berilio, un sólido menos activo; luego el boro, un sólido aún
menos activo; a continuación el carbono, un sólido aún mucho menos activo. Después de
éste, el nitrógeno, un gas inactivo; finalmente, el oxígeno, un gas activo.
Hasta aquí, esto no significa mucho. Pero probemos con la segunda columna.
En primer lugar tenemos al flúor, un gas activo; luego el sodio, un sólido activo; el
magnesio, un sólido menos activo; el aluminio, un sólido aún menos activo y, finalmente, el
silicio, que es un sólido muchísimo menos activo.
Ahora ya hemos encontrado algo. La segunda columna repite la pauta de la primera.
Además, los parecidos, no son sólo superficiales. El flúor presenta varias similitudes
químicas con el hidrógeno, y el sodio es muy parecido también al litio. Del mismo modo, el
magnesio, el aluminio y el silicio son, químicamente, semejantes al berilio, al boro y al
carbono, respectivamente.
Los últimos dos elementos de la segunda columna, el fósforo y el azufre, resultan un poco
decepcionantes. No son gases, como sus contrapartidas, el nitrógeno y el oxígeno, en la
primera columna. Y, sin embargo, existen semejanzas químicas. El fósforo combina con
otros elementos de una forma parecida al nitrógeno, y lo mismo ocurre con el azufre y el
oxígeno.
¿Y qué cabe decir de la tercera columna? En primer lugar tenemos al cloro, un gas activo
muy parecido al flúor. El potasio, el segundo en la columna, es un sólido activo y un primo
químico del sodio y del litio, número 2 en la primera y en la segunda columnas,
respectivamente. El calcio, el número 3 en la tercera columna, se parece al berilio y al
magnesio de las primeras dos columnas. Y todo de una forma semejante.
Newlands estaba seguro de que había conseguido algo. Su tabla explicaba maravillosamente
las tríadas de Döbereiner. El cloro encabezaba la tercera columna; el bromo, la quinta, y el
yodo la séptima columna. A esta tríada, ahora Newlands podía añadir el hidrógeno y el flúor,
que encabezaban la primera y la segunda columnas y que presentaban similitudes químicas
con el cloro, el bromo y el yodo.
Una vez más, la tríada de Döbereiner del calcio, el estroncio y el bario se encontraban todos
en el tercer lugar de sus respectivas columnas, y podía añadírsele el berilio y el magnesio.
Finalmente, el azufre, el selenio y el telurio, la tercera tríada, estaban todos al final de las
columnas.
Döbereiner había seguido la pista correcta, pero no sólo había llegado suficientemente lejos.
La tabla de Newland no revelaba ahora tríadas sino quintetos, e incluso familias mayores, de
elementos similares. Todo cuanto había que hacer era encontrar familias que pudiesen
leerse horizontalmente a través de las columnas.
Newlands recordó en aquel momento las octavas de la escala musical. Al igual que la música
tenía sus octavas, así su tabla de los elementos tenía sus intervalos de octavas, con siete
elementos en cada grupo (que correspondían a las siete notas, do, re, mi, ja, sol, la, si).
Newlands denominó a su descubrimiento «la ley de las octavas».
Por desgracia, la tabla de Newlands tenía serios defectos. Algunos de los elementos,
obviamente, no encajaban en los lugares que les había asignado. Por ejemplo, el hierro, el
último elemento de la tercera columna, era por completo diferente, en cualquier forma, al
oxígeno y al azufre, los miembros que ocupaban el último lugar en las primera y segunda
columnas; ni tampoco formaban la misma clase de compuestos. Dediquémonos ahora a
considerar los elementos del principio de las ocho columnas de Newlands.
Hidrógeno, flúor, cloro, bromo y yodo, ciertamente, pueden todos incluirse en la misma
familia. Pero el cobalto, el níquel, el paladio, el platino y el iridio no se corresponden con
éstos Apenas cabe imaginar unos elementos más distintos que el flúor y el iridio. El flúor es
el elemento más activo de toda la lista y el iridio, el menos activo. El flúor es un gas y el
iridio, un metal...
Además, para mantener el ritmo de las similitudes en sus octavas, Newlands tuvo que
doblar los elementos en algunas posiciones; es decir, el cobalto con el níquel y el platino con
el iridio. También debía situar algunos elementos en un falso orden respecto del peso
atómico. Por ejemplo, colocó al cromo por delante del titanio, aunque sabía que su peso
atómico era superior, porque el cromo se parecía más al aluminio que al silicio (véase tabla
13).
Primera columna hidrógeno
Segunda columna flúor
Tercera columna cloro
Cuarta columna cobalto y níquel
Quinta columna bromo
Sexta columna paladio
Séptima columna yodo
Octava columna platino e iridio
La mayoría de los químicos ridiculizaron la tabla de Newlands, y las publicaciones científicas
se negaron a publicar su artículo en que describía la ley de las octavas.
El hecho es que Newlands había llegado a una idea correcta, pero había cometido un simple
error que convertía a su tabla en desesperanzadamente inútil. El defecto radicaba en su «ley
de las octavas»; se había equivocado al contar en sus columnas por grupos de siete.
ALARGANDO LOS PERÍODOS
En 1870, seis años después de la brillante aunque abortada inspiración de Newlands, un
químico alemán llamado Julius Lothar Meyer introdujo también la nariz en este problema.
Pero Meyer se aproximó de forma opuesta al intentar disponer los elementos: en vez de
tratar de colocarlos en una disposición rigurosa, como Béguyer de Chancourtois y Newlands
habían hecho, permitió que fuesen las propiedades de los elementos las que determinasen
su posición.
Meyer se concentró en una propiedad en particular: el peso. Se preguntó acerca del extraño
hecho de que los pesos específicos de los elementos (el peso de un volumen dado de la
sustancia cuando se le asignaba una escala) no eran consistentes con sus pesos atómicos
relativos. Por ejemplo, tomemos el cesio y el bario. En volumen, el bario es casi dos veces
más pesado que el cesio: el peso específico del bario (su peso en comparación con el
volumen igual de agua) es de 3,78, mientras que el del cesio es sólo de 1,903. Sin embargo,
ambos tienen un peso atómico muy próximo: 132,91 para el cesio y 137,36 para el bario.
Esto sólo podía significar una cosa: en sus concentraciones en volumen, los átomos del bario
debían de estar unidos dos veces más próximamente que los átomos de cesio. Para
expresarlo de otra forma: el «volumen atómico» del bario era sólo la mitad del cesio.
Meyer siguió con toda la lista de elementos, agrupando volumen atómico contra peso
atómico y consiguiendo una gráfica que tomó la forma de una serie de ondas.
Para mostrar el resultado tan sencillo como sea posible, hemos dibujado una forma
simplificada de esta gráfica, dejando fuera el hidrógeno y comenzando con el litio, el
segundo elemento más ligero entonces conocido (véase tabla 14). El litio tiene un cierto
volumen atómico. Meyer descubrió que los volúmenes atómicos de los elementos que siguen
a éste, van descendiendo al principio (por ejemplo, para el berilio y el boro) y luego
comienzan a aumentar (como en el carbono, el nitrógeno, el oxígeno, el flúor y el sodio, que
tienen, sucesivamente, mayores volúmenes atómicos). El sodio alcanza un ápice (más alto
que el litio); después de eso, los volúmenes atómicos comienzan a descender de nuevo y
luego se elevan hasta que alcanzan el ápice superior del potasio. Y así continúa con toda la
serie de elementos, con los volúmenes atómicos aumentando y disminuyendo como en una
serie de ondas.
Puede observarse ahora que los puestos máximos del diagrama parcial que presentamos
corresponden al litio, al sodio, al potasio, al rubidio y al cesio. Todos ellos son metales
alcalinos. Forman una auténtica y consistente pauta de elementos muy estrechamente
emparentados. Y lo mismo cabe decir de la serie de elementos en la parte inferior de las
curvas y los que se encuentran en otras posiciones de las mismas. En otras palabras,
cuando Meyer clasificó los elementos, de acuerdo con el volumen atómico, y en relación con
el peso atómico, fue uniendo familias.
El diagrama nos muestra un hecho significativo que nos indica dónde se equivocó Newlands.
Las ondas se van haciendo mayores a medida que proseguimos con la lista de los elementos
(o hacia «arriba» de la lista, considerando su creciente volumen atómico). Las primeras dos
ondas, (del litio al sodio y del sodio al potasio) son casi de la misma longitud; las dos
siguientes son ya más de dos veces más largas. Si Newlands hubiese hecho las siguientes
columnas dos veces más largas que las dos primeras (combinando las columnas 3 y 4, 5 y 6
y 7 y 8), hubiera resuelto una de sus dificultades. Las cinco columnas habrían estado
encabezadas por el hidrógeno, el flúor, el cloro, el bromo y el yodo, todos ellos productos
químicos emparentados. Cobalto, níquel, paladio, platino e iridio no hubieran aparecido en
escena para estropear las cosas.
Meyer, como ya hemos indicado, publicó su gráfica en 1870. La historia debería haber hecho
de él un hombre famoso. Pero llegó exactamente un año tarde. En 1869, un químico ruso
había publicado una tabla que se convertiría en la biblia más duradera de los elementos.
Capítulo 12
La Tabla Periódica
Esta gran contribución a la Química llegada de Rusia, era de lo más desconcertante en sí
misma. En los siglos xviii y xix, la Química había sido casi un monopolio de los países
occidentales de Europa, en particular de Alemania, Suecia, Francia e Inglaterra. Rusia se
encontraba tan lejos de la Ciencia como de las demás otras formas del conocimiento. Sus
habitantes eran dejados, deliberadamente, en el analfabetismo por los despóticos zares
rusos, que temían que la educación de los campesinos les condujese a la revolución.
Incluso así, en el siglo xviii Rusia había producido uno de los mayores químicos de todos los
tiempos: Mijail Vasilievich Lomonósov (1711-1765). Este hijo de un pobre pescador de aldea
del extremo norte, había conseguido acudir a Moscú para recibir educación. Se mostró tan
prometedor en la escuela, que lo enviaron a Alemania para que cursara estudios en Química.
Lomonósov se distinguió en numerosos campos; escribió alguna de las mejores poesías en
idioma ruso; reformó la lengua al simplificar su gramática y se convirtió en el Lavoisier de
Rusia. Incluso hoy día continúa siendo una de las figuras más veneradas de la historia rusa.
Entre otros honores, el nombre de Lomonósov ha sido concedido al pueblo en donde nació y
también a uno de los cráteres de la cara oculta de la Luna, la cual fotografió un sputnik
soviético, por primera vez, en 1959.
Pero, en su propio tiempo, Lomonósov fue poco conocido fuera de Rusia. Los científicos de
los demás países no leían los informes rusos; incluso la mayoría de ellos desconocían el
idioma. (Aún siguen haciéndolo hoy, aunque a muchos de ellos les gustaría saberlo.) Si los
químicos del siglo xviii hubieran leído los escritos de Lomonósov, se habrían enterado de que
había resuelto el problema de la química de la combustión (al llevar a cabo experimentos
parecidos a los de Lavoisier), veinte años antes que el propio Lavoisier...
Después que Lavoisier publicase su teoría de la combustión (independientemente de
Lomonósov), fue otro químico ruso, Vasili Vladimirovich Petrov, el que llevó a cabo unos
experimentos concluyentes que lo probaron. En 1797, demostró que, en el vacío (es decir,
sin oxígeno), el fósforo no ardía y los metales no dejaban residuos. Ésta era una concluyente
desaprobación de la teoría del flogisto y una demostración de la importancia del oxígeno.
Pero los químicos occidentales tampoco se enteraron del trabajo de Petrov.
No obstante, el ruso que nos interesa ahora no son ni Lomonósov ni Petrov, sino un tal
Dimitri Ivanovich Mendeleiev.
Mendeleiev había nacido en Siberia, en la ciudad de Tobolsk. Su madre se supone que
pertenecía al pueblo mongol. Dmitri fue el menor de sus 14 ó 17 hijos (los registros no han
aclarado el número exacto). Su padre era el director de la escuela superior del pueblo, pero
se quedó ciego cuando Dmitri era muy joven. Para mantener a una familia tan numerosa, la
madre de Dmitri instaló una fábrica de vidrio.
Cuando Dmitri tenía dieciséis años y terminó los estudios primarios, su padre murió y la
fábrica de su madre se incendió. Aquella increíblemente enérgica y arrojada mujer, decidió
que su hijo más joven y brillante debería recibir una educación superior. Mandó a Dmitri a
Moscú, a miles de kilómetros de distancia. Pero en esto la madre fue desairada, puesto que
la Universidad no admitió a Dmitri. Rechinando los dientes, la mujer se dirigió a San
Petersburgo. Allí, un amigo de su difunto marido, consiguió que el joven Mendeleiev
ingresara en la Universidad. Una vez cumplida su misión, la señora Mendeleiev murió poco
después...
Dmitri Mendeleiev sentía inclinación hacia la Ciencia, a la que había sido atraído por su
primer maestro, un exiliado político en Siberia. Acabó la carrera universitaria el primero de
su clase. Luego viajó a Francia y Alemania para conseguir la experiencia que le era imposible
alcanzar en Rusia.
En Alemania, trabajó con Bunsen, que acababa de inventar el espectroscopio. Mendeleiev
también asistió al Congreso de Karlsruhe, y debió de quedar profundamente influido por
aquel gran discurso de Cannizzaro acerca de los pesos atómicos.
El joven siberiano regresó a San Petersburgo y, a la edad de treinta y dos años, se convirtió
en un auténtico profesor de Química.
Pronto se convirtió en el más interesante conferenciante de Rusia, y muy poco después, en
uno de los mejores de Europa. También escribió un tratado de Química, con el título de Los
principios de la Química, el cual, probablemente, fue el mejor que se había escrito jamás en
ruso.
VALENCIA Y LA TABLA
A finales, de los años 1860, Mendeleiev, como la mayoría de los químicos anteriores a él, se
había enfrentado al problema de encontrar cierta clase de orden en la lista de los elementos.
En Alemania, Meyer estaba trabajando en aquel problema desde el punto de vista de los
volúmenes atómicos. Mendeleiev, que no estaba enterado de la labor de Meyer, enfocó el
asunto desde un ángulo diferente. Su punto de partida fue el de las «valencias» de los
elementos.
Desde hacía muchos años, era ya conocido que cada elemento tenía cierto «poder de
combinación». El átomo de hidrógeno, por ejemplo, sólo podía hacerse cargo de otro átomo
a la vez: nunca se combinaba con dos átomos de oxígeno, digamos, para formar HO2. Por
otra parte, el oxígeno, podía combinarse con dos, pero sólo dos, de otros átomos (por
ejemplo, H2O). Podríamos decir que el átomo de hidrógeno es monógamo y el átomo de
oxígeno, bígamo...
Así, pues, el hidrógeno tenía un «poder de combinación» de uno. Lo mismo le ocurre al
sodio, al flúor, al bromo, al potasio, al yodo y a otros pocos elementos más. El oxígeno y
otro cierto número de elementos tienen un poder de enlace de dos. El nitrógeno y otros más
un poder de combinación de tres (por ejemplo, NH4). Y así por este estilo.
En 1852, un químico inglés llamado Edward Frankland acuñó el término «valencia» (del latín
valens, participio de valere, valer) para configurar esta capacidad de combinación. Cada
elemento tenía asignada una valencia, según su comportamiento químico.
Ahora, Mendeleiev se concentró en las valencias de los elementos. ¿Mostraban algún tipo de
pauta? Hizo una lista de los elementos en orden de su peso molecular y escribió la valencia
al lado de cada elemento. La tabla 15 nos muestra parte de esa relación.
Como puede verse, el valor de la valencia sube y baja. Empezando con 1, aumenta hasta 4
y luego desciende hasta 1, se eleva a continuación hasta 4 y luego desciende a 1 otra vez. A
medida que aumenta la lista, las cosas no son tan sencillas, pero la valencia continúa
ascendiendo y descendiendo en ondas. No obstante, las ondas se hacen más alargadas (lo
mismo que Meyer había descubierto en su gráfica de los volúmenes atómicos).
Sobre la base de estos ciclos, o «períodos», revelados por las valencias, Mendeleiev
compuso una «tabla periódica» de los elementos. Esta vez, toda Europa tomó nota de la
labor de un ruso. La publicación de Mendeleiev, en 1869, fue en seguida traducida al alemán
y editada por los químicos de todas partes.
Mendeleiev siguió trabajando con su tabla y mejorándola. Después que se publicara la
gráfica de Meyer, en 1870, Mendeleiev descubrió que aclaraba algunos puntos que la
valencia había dejado confusos. Cuando Mendeleiev terminó su tabla, ésta presentaba casi
el mismo aspecto que la que los químicos emplean todavía en la actualidad.
En la tabla 16 presentamos los elementos entonces conocidos en una disposición cercana a
la que al final alcanzó Mendeleiev. Hemos efectuado algunos cambios para ponerla más de
acuerdo con nuestras actuales ideas sobre este tema, y, por tanto, se han incluido los
valores modernos de los pesos atómicos.
Esta tabla tiene siete columnas, usualmente llamadas «primer período», «segundo período»,
etc. En el primer período sólo existe un elemento: el hidrógeno. El segundo y tercer períodos
tienen siete elementos cada uno, lo mismo que en la tabla de Newlands. Los períodos
cuarto, quinto y sexto, sin embargo, son considerablemente más largos. A fin de alinear
semejantes elementos horizontalmente, debía dejarse un intervalo a la izquierda de la
sección de en medio de los períodos más cortos. Por acuerdo, las hileras se etiquetan con
números romanos, de acuerdo con un sistema que depende de la valencia.
Ante todo, debemos observar que las tríadas de Döbereiner ya ocupaban bien su sitio. Cloro,
bromo y yodo se encuentran ahora en la misma hilera; lo mismo sucede con el azufre, el
selenio y el telurio, y también con el calcio estroncio y el bario.
Y lo que es más, cualquier químico reconocerá que todos los elementos en una hilera pueden
ser considerados como pertenecientes a la misma familia. Por ejemplo, litio, sodio, potasio,
rubidio y cesio son ya, de manera definitiva, similares químicamente; cobre, plata y oro son
metales con muchas propiedades en común, lo mismo cabe decir del carbón, el silicio, el
estaño y el plomo que comparten similitudes químicas.
En la hilera VIII existe una serie de tres elementos llamados «tríadas» (aunque no son las
tríadas de Döbereiner). Los miembros de cada tríada son similares, y las triadas, a su vez,
se parecen unas a otras; asimismo, las dos tríadas rutenio-rodio-paladio y osmio-iridioplatino
son denominadas todas ellas metales del platino.
No sólo se hallan relacionados los elementos de una hilera, sino que existen también
semejanzas entre las hileras, tal como indican las hileras Ia e Ib, IIa y IIIb, etc. El hidrógeno
es un ejemplo, particularmente dramático, de relación entre hileras: puede colocarse en la
hilera VIIb, lo mismo que la Ia, en lo que se refiere a la similitud con los otros miembros de
la hilera.
Por primera vez, la tabla de Mendeleiev también proporcionaba sentido a toda la multitud de
elementos. Los organizaba en familias muy definidas. Y no se trataba de una representación
poco sistemática de coincidencias, como lo habían sido las tríadas de Döbereiner; ni
tampoco una mezcla de unas malas coincidencias junto a otras buenas, como había ocurrido
en la tabla de Newlands. Mendeleiev presentaba a todas las familias en una disposición tan
lógica que resultaba imposible considerarlas simples coincidencias.
El mundo de la química no pudo dejar de mostrarse impresionado. Sin embargo, los
químicos no podían manifestarse dispuestos a aceptar la tabla sólo por su apariencia
externa. Era demasiado adecuada..., demasiado buena para ser cierta... Querían pruebas...
Pero lo que acabó de poner un broche de oro al notable logro de Mendeleiev, y a su fama,
fue la asombrosa manera en que se encontró esta prueba.
LOS HUECOS EN LA TABLA
Mendéleiev tenía tanta confianza en la validez de su tabla periódica, que no titubeó en
contradecir las ideas establecidas acerca de los elementos individuales y a realizar unas
predicciones muy arriesgadas1.
Al igual que Newlands, colocó al telurio por delante del yodo en su tabla, a pesar de su más
elevado peso atómico, porque ese cambio situaba a los elementos en las hileras apropiadas
con sus primos químicos. Pero Mendéleiev no hizo juegos malabares de la misma forma con
1 Si se observa la tabla 16, podrá comprobarse que el cobalto y el níquel están también en un orden erróneo. No obstante, esos elementos son tan similares en comportamiento y en peso atómico que constituye casi algo como jugara cara y cruz, cuál poner primero y cuál en segundo lugar. La suposición de Mendéleiev de que el cobalto debía ser el primero y el níquel el segundo demostraría ser acertada. Todos los elementos, tal como había realizado Newlands, y llegado el momento se demostraría que había tenido razón al llevar a cabo esa excepción.
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Nota al pie de página
1 Si se observa la tabla 16, podrá comprobarse que el cobalto y el níquel están también en un orden erróneo. No obstante, esos elementos son tan similares en comportamiento y en peso atómico que constituye casi algo como jugar a cara y cruz, cuál poner primero y cuál en segundo lugar. La suposición de Mendéleiev de que el cobalto debía ser el primero y el níquel el segundo demostraría ser acertada
Mendéleiev realizó pronto otros cambios que aún conmocionaron más a los químicos. El
berilio se suponía que poseía un peso atómico de, aproximadamente, 14. Imposible,
respondió Mendéleiev; no había hueco para un elemento de aquel peso en su tabla. Colocó
al berilio en la hilera IIa junto al magnesio, al que se parece. Esto significaba que el berilio
debía quedar entre el litio y el boro en peso atómico; es decir, su peso atómico debería ser
de, aproximadamente, 9. De manera similar, afirmó que los químicos estaban equivocados,
en sus pesos atómicos para el indio y el uranio también, y los pesos que dio para esos dos
elementos se demostró más tarde que eran correctos.
Pero el paso precario dado por Mendéleiev pareció ser su afirmación acerca de algunos
elementos que faltaban. Para que su tabla periódica funcionase, tuvo que dejar en ella
varios huecos.
Por ejemplo, existía un hueco entre el cinc (peso atómico: 65,38) y el arsénico (peso
atómico: 74,91). El cinc pertenecía a la hilera IIb porque era muy parecido al cadmio, y el
arsénico debería encontrarse en la hilera Vb porque era parecido al antimonio (véase tabla
15). ¿Pero qué pasaba con los lugares de las hileras IIIb e IVb que quedaban vacíos? No se
conocían elementos con pesos atómicos entre los del cinc y el arsénico.
Naturalmente, contestaba Mendéleiev. Lo que había que hacer era buscarlos... Y Mendéleiev
insistía: Aquí existen dos elementos que se han pasado por alto, de los cuales no existe
duda alguna de que los hay en la Tierra y lo que debe hacerse es encontrarlos...
Procedió a describir a aquellos elementos que habían hecho novillos. Uno, afirmó, debe de
tener propiedades intermedias entre las del aluminio y las del indio, puesto que debía estar
en medio de ellos en la hilera IIIb. Predijo que este elemento, al que llamó «ekaaluminio»,
debería tener un peso atómico de cerca de 68, un peso específico de, aproximadamente, 5,9
y un punto bajo de fusión. No resultaría afectado por el aire y reaccionaría con lentitud ante
los ácidos. Formaría un compuesto de átomos de óxido de ekaaluminio y tres átomos de
oxígeno en la molécula. Mendéleiev continuó describiendo el comportamiento del óxido y de
algunos otros compuestos del ekaaluminio.
El segundo elemento desconocido, predijo, tendría unas propiedades parecidas a las
intermedias de las del silicio y el estaño (en la hilera IVb). A éste le denominó «ekasilicio».
Su peso atómico debería ser 72 y su gravedad específica de 5,5. Se combinaría con dos
átomos de oxígeno para formar un bióxido y cuatro átomos de cloro para formar un
tetracloruro. El tetracloruro, prosiguió, herviría a una temperatura por debajo de los 100° C.
La tabla de Mendéleiev poseía una tercera vacante en el cuarto período, éste próximo al itrio
en la hilera IIIa (véase la tabla 16). Mendéleiev estaba seguro de que un elemento se había
pasado por alto allí también, y que sus propiedades deberían ser parecidas a las del itrio y el
lantano. Debería presentar semejanza con los elementos de la hilera IIIb, a causa de que
esta familia se hallaba relacionada con la IIIa. Los elementos de la hilera IIIb, del segundo y
tercer períodos, son el boro y el aluminio. Mendéleiev ya había denominado a uno de estos
elementos perdidos como ekaaluminio, por lo que llamó al tercero «ekaboro».
El ekaboro, predijo, tendría un peso atómico de 44 y formaría un óxido similar al óxido de
aluminio. Sus compuestos serían incoloros y tendría otras determinadas propiedades
específicas.
Un más específico, y arriesgado, desafío difícilmente podía haberse llegado a concebir de
este modo... Si los mencionados elementos se encontraban, Mendéleiev se convertiría en un
héroe y su tabla periódica quedaría verificada más allá de toda duda... Pero si no existían, Mendéleiev se convertiría en uno de las más ridículas pitonisas, con su bola de cristal de toda la historia de la Química....
Capítulo 13
Los Elementos que Faltaban
Al principio, los químicos se negaron a tomar en serio las predicciones de Mendéleiev. Ya se
habían cometido demasiadas tonterías en nombre de la Química, pero nadie había intentado
aún conjurar los elementos en alas de la pura imaginación. La gente había deducido los
elementos de la muerte de ratones, por los colores de los minerales, por las líneas de un
espectro. Pero Mendéleiev no tenía nada: sólo una tabla que había redactado y que daba la
casualidad que aparecían en ella espacios en blanco. Sin embargo, presumía poder describir,
con los detalles más nimios, unos elementos que no habían dado hasta entonces ninguna
prueba tangible de su existencia.
Mendéleiev no prestó atención a los que se burlaban de él y se limitó a aguardar los
acontecimientos. Y sucedió que no tuvo que esperar demasiado...
Un joven químico francés llamado Paul Émile Lecoq de Boisbaudran, que trabajaba en un
pequeño laboratorio de su propiedad, quedó tan fascinado con el espectroscopio que, año
tras año, no hizo otra cosa que estudiar detenidamente minerales con su instrumento. Un
día, en 1874, detectó algunas raras líneas espectrales en un mineral que había recibido de
unas minas de cinc de los. Pirineos. ¿Un nuevo elemento? Muy excitado, corrió a París para
mostrar a los químicos importantes lo que había encontrado. Luego regresó a seguir
trabajando en el aislamiento del elemento.
De centenares de kilos de mineral, al final consiguió unos montoncitos de un raro metal.
Fundía a la baja temperatura de 30° C: incluso se fundía lentamente con el calor de la mano
de una persona. Lecoq de Boisbaudran llamó al elemento «galio», del antiguo nombre latino
de Francia. (Algunos creen que lo denominó así también por él mismo, dado que el apellido
Lecoq significa «gallo», y la palabra latina correspondiente es gallus).
El químico francés se sintió regocijado con su descubrimiento, pero ni la mitad de excitado
que Mendéleiev. Tan pronto como el ruso leyó la descripción del nuevo elemento, supo que
era su ekaaluminio. Había predicho que el elemento fundiría a un punto bajo. Había
estimado su peso atómico en unos 68 y el galio tenía 69,72. También había pronosticado
que su peso específico sería de 5,9 y el galio tenía 5,94. Su comportamiento químico seguía
sus predicciones. Punto por punto, el galio se adecuaba por completo al ekaaluminio.
Aquella notable adecuación causó sensación. Los químicos tuvieron que admitir que el galio
era el ekaaluminio de Mendéleiev de forma absoluta. Tal como ahora aparecía, su tabla
periódica no era sólo unos ingeniosos garabatos en un papel. Podía ser incluso una clave
para la interpretación sistemática de los elementos y hasta de la Química en sí...
Constituyó tal vez el momento más excitante en toda la ya larga historia de la búsqueda de
los elementos. Al fin, alguien había averiguado lo suficiente sobre los elementos, como para
predecir la existencia de uno que nadie había sospechado nunca.
Cuatro años después, se cumplió la segunda profecía de Mendéleiev. Lars Fredrick Nilson, un
químico sueco, estaba estudiando un mineral recientemente descubierto. De manera por
completo accidental, se vio ante un óxido que no le era familiar. Decidió que era el óxido de
un nuevo elemento, y lo llamó «escandio», en honor de Escandinavia, donde el mineral
había sido encontrado.
Fue otro caza-elementos sueco, Per Teodor Cleve, quien se percató de que el escandio se
parecía a uno de los elementos perdidos de Mendéleiev. Se comportaba tal y como
Mendéleiev había predicho que le sucedería al ekaboro. De nuevo, la descripción de
Mendéleiev del elemento demostró ser casi del todo correcta en cada detalle. El peso
atómico del escandio era de 44,96 (la predicción había sido 44); el óxido dé escandio tenía
un peso específico de 3,86 (previsión: 3,5), etc.
El triunfo final de Mendéleiev llegó en 1886. Un químico alemán, Clemens Alexander
Winkler, se encontraba analizando un mineral de una mina de plata y se le presentaron
algunos problemas. Después de descomponer todos los elementos que pudo identificar, halló
que aún le quedaba un 70 por ciento de otro mineral. Winkler decidió que éste debía de
constituir un elemento desconocido. Trabajó en él durante meses y, al final, logró extraer el
elemento. Lo llamó «germanio», por Alemania1.
Ahora los químicos debían echar una ojeada al tercer elemento de Mendéleiev. El germanio,
según averiguó rápidamente Winkler, era sin duda este tercer elemento perdido, el
ekasilicio. Su peso atómico era de 72,60 (casi exactamente los previstos 72); su peso
específico era de '5,47 (la prevista: 5,5). Tal y como Mendéleiev había dicho, el elemento
formaba un tetracloruro de bajo punto de ebullición. Mendéleiev sólo se había equivocado en
un cálculo; el germanio fundía a una temperatura menor de la que había vaticinado.
Mendéleiev había triunfado las tres veces... Su tabla periódica fue ahora reconocida como un
descubrimiento monumental...
Los dirigentes de Rusia se apresuraron a conceder honores a su prestigioso científico. Lo
enviaron en una misión a Estados Unidos (otro país muy subestimado en aquel tiempo por
los europeos occidentales) para estudiar los yacimientos petrolíferos de Pennsylvania, a fin
de tener una guía de cómo debían desarrollarse los campos petrolíferos del Cáucaso.
1 Constituyó una rara coincidencia que los tres elementos predichos por Mendéleiev fuesen denominados según los países donde nacieron sus descubridores. (N. del A.)
Mientras, las más aristocráticas sociedades científicas de Europa también honraban a
Mendéleiev. La Royal Society, de Londres, le recompensó con la codiciada «Medalla Davy»,
en 1882. Le siguieron otras medallas y distinciones.
Mendéleiev fue también un auténtico pionero en otros campos, además de la Química. En
1887, subió en globo para fotografiar un eclipse solar. Hay una fotografía en la que se le ve
erguido en la góndola con una gran dignidad, con el aspecto de un patriarca bíblico, con sus
flotantes cabellos y su larga barba. Mendéleiev también habló con arrojo contra el Gobierno
zarista, en defensa de los estudiantes descontentos. Al igual que otros muchos intelectuales
rusos, quedó conmocionado y desilusionado por la derrota de Rusia ante el Japón, en la
guerra de 1904, pero no vivió lo suficiente para presenciar la inevitable revolución contra el
régimen de los zares.
El triunfo de la tabla periódica de Mendéleiev también aportó reconocimiento y vindicación
para Meyer, Newlands e incluso para Béguyer de Chancourtois. En efecto, en 1891, una
publicación científica francesa, tardíamente, imprimió el diagrama del más perfeccionado
«tornillo telúrico».
LOS ELEMENTOS SIN PREDECIR
Ahora se presentaba la tarea de acabar de rellenar la tabla. El esquema de Mendéleiev
sugería que existía un número limitado de elementos. Todo cuanto los químicos tenían que
hacer era completar sus hileras y períodos y verificar la existencia de aquellos elementos
que aún no habían sido aislados. Por lo menos, esto era lo que parecía...
El flúor era un elemento que se había resistido tozudamente a ser aislado. Los químicos
sabían dónde encontrarlo, pero no les acompañaba la suerte a la hora de separarlo de sus
compuestos. En 1886, tras heroicos esfuerzos, un químico francés, llamado Henri Moissan,
finalmente logró atraparlo.
El flúor había desafiado a su liberación, debido a que era extremadamente activo. Atacaba al
agua, a la mayor parte de los metales, e incluso al vidrio, por lo que el equipo de laboratorio
tuvo que ser sumergido en agua en cuanto quedó liberado. Además, también atacaba a los
tejidos vivos, y Moissan resultó gravemente intoxicado varias veces durante sus
experimentos.
Al fin, consiguió hallar la estrategia adecuada. Como contenedores para albergar el gas
empleó una aleación de platino y de iridio, el más inerte de los metales conocidos. Para
enlentecer la actividad del flúor, enfrió su equipo a la menor temperatura que le fue posible
conseguir. Con esas técnicas logró, por lo menos, atrapar un poco de flúor libre dentro de
sus recipientes de metal noble. En 1906, el año anterior a su muerte, recibió el premio Nobel
de Química por sus logros.
(Moissan consiguió otra clase de fama al anunciar que había logrado fabricar diamantes
artificiales partiendo del carbono, al disolverse en hierro fundido. Mostró algunos pedazos de
diamante para apoyar su alegación. Pero ahora sabemos que su método no podía dar
resultado. Existe la teoría de que un ayudante deslizó algunos fragmentos de diamante en
las preparaciones del profesor, como una broma práctica.)
Después del descubrimiento del galio, del escandio y del germanio, aún quedaban tres
huecos en la tabla de Mendéleiev: uno en el quinto período y dos en el sexto. Nadie dudó de
que, eventualmente, se llenarían a través de nuevos descubrimientos. Pero a todos los había
intrigado un molesto detalle. Existían varios elementos conocidos para los que no se había
encontrado espacio en la tabla...
El problema comenzó con tres elementos de tierras raras: cerio, erbio y terbio. La tabla de
Mendéleiev no tenía un lugar apropiado para ellos y se vio obligado a meterlos juntos de
cualquier manera. (Hemos retirado esos elementos de la tabla 16 para evitar problemas.)
Esas patitas de mosca en un cuadro, por otra parte, tan perfecto, habían sido pasados por
alto, pero cuanto más tiempo transcurría, más embarazosos resultaban. La lista de nuevos
elementos que no encajaban en la tabla continuaba creciendo. ..
En 1879, Lecoq de Boisbaudran, aún al pie de su espectroscopio, descubrió unas nuevas
líneas espectrales en un mineral ruso de tierras raras llamado samarsquita. Las adscribió a
un nuevo elemento al que denominó «samario». Mientras tanto, Cleve (el químico que había
reconocido al escandio como el ekaboro de Mendéleiev), localizó otros dos elementos de
tierras raras con el espectroscopio. A una, le llamó «holmio», por Estocolmo, y a la segunda
«tulio», por Tule, el antiguo nombre latino de las tierras del lejano Norte. En lo que se
refiere al descubrimiento del holmio, un físico francés, llamado Louis Soret, comparte la
fama con Cleve, porque también observó aquellas líneas del espectro casi al mismo tiempo.
Los elementos tierras raras siguieron multiplicándose como malas hierbas. Lecoq de
Boisbaudran encontró, en la misma mena con holmio, otro elemento al que llamó
«disprosio», de la palabra griega dysprositos, de «difícil acceso». Un químico suizo, Jean-
Charles Galissard de Marignac, encontró un nuevo elemento al que llamó «iterbio», el cuarto
en ser denominado así según el pueblo de Ytterby. Aún consiguió descubrir otro en la mena
de holmio; Lecoq de Boisbaudran, que también lo localizó, sugirió que se llamase
«gadolinio» en honor de Johan Gadolin, el descubridor del primer elemento de las tierras
raras. Y un químico austriaco, Cari Auer Welsbach, desentrañó dos elementos casi idénticos,
a los, que llamó «praseodomio («gemelo verde») y «neodimio» («nuevo gemelo»).
Así, pues, aquí había ocho elementos más que debían añadirse a la tabla periódica. ¿Y cómo
encajarlos? En ninguna parte, por lo que todos podían ver. Junto con el cerio, el erbio y el
terbio, formaban un total de once elementos sin hogar, para los que no existían lugares
apropiados.
Lógicamente, los once pertenecían a la hilera IIIa, junto con los demás elementos conocidos
de tierras raras. Todos los elementos de tierras raras eran muy parecidos, poseían una
valencia de 3 y parecían encontrarse siempre juntos. Pero los compartimientos de la hilera
IIIa estaban ya ocupados con el escandio, el itrio y el lantano (véase tabla 16). Y los once
elementos sin hogar venían, exactamente, detrás del lantano en peso atómico, tal y como
muestra la tabla 17. Esto significaba que debían colocarse en el sexto período. El único lugar
en que encajarían en ese período, de acuerdo con sus propiedades químicas, era en el
mismo cajón, con el tierras raras del lantano. En resumen, para conseguir que la tabla
funcionase, 12 elementos debían amontonarse en el mismo compartimiento. La tabla tan
nítida de Mendéleiev se estaba convirtiendo en algo no tan claro.
Se iban a presentar más complicaciones, como nos proponemos exponer.
Para poner al día nuestra crónica del descubrimiento de los elementos, relacionamos en la
tabla 18 los elementos descubiertos en los años que siguieron a la publicación de la tabla de
Mendéleiev. La lista de los elementos había aumentado hasta setenta y cuatro.
LA HILERA IMPREVISTA
A fines del siglo xix, otro hecho asombroso conmocionó a los químicos. No hacían más que
sacar a luz una nueva serie de elementos que no encontraban sitio en la tabla de
Mendéleiev. Pero esta vez la solución era sencilla. Simplemente, Mendéleiev se había
olvidado una hilera completa...
Realmente, la historia comienza con el intrigante hecho que Henry Cavendish ya había
descubierto antes. Había tratado de averiguar si existían otros gases en el aire, además del
oxígeno y el nitrógeno. El retirar el oxígeno de su muestra de aire no constituía ningún
problema; consiguió desembarazarse con facilidad de él. El nitrógeno era una cosa más
difícil, porque se negaba a formar compuestos para ser eliminado. Pero Cavendish,
finalmente, consiguió forzarlo en combinaciones con algún tipo de producto químico muy
activo. Al fin, se quedó con el 1 % de aire original y que no podía combinarse con nada.
Decidió que este gas que quedaba no podía ser nitrógeno. Debería ser incluso más inerte
que el nitrógeno. Pero no existía modo de identificar el gas, y los otros químicos ignoraron la
conjetura de Cavendish de que se trataba de un nuevo elemento.
En la década de 1890, Robert John Strutt, el famoso físico más conocido como Lord
Rayleigh, reavivó la cuestión. Descubrió que el «nitrógeno» del aire pesaba ligeramente más
que las muestras de nitrógeno de los minerales que contenían nitrógeno. ¿Significaba esto,
quizá, que algún gas desconocido y más pesado, se encontraba mezclado con el nitrógeno
que había obtenido del aire? Lord Rayleigh puso a un ayudante, un químico escocés llamado
William Ramsay, a trabajar en este problema. Ramsay repitió el experimento de Cavendish, y de una manera parecida llegó al final a un burbujeo de un gas completo inerte.
Pero ahora contaba con el espectroscopio, instrumento del que Cavendish había carecido,
para examinar este gas. Lo calentó hasta que brilló, y su espectro mostró unas nuevas
líneas. En efecto, se trataba de un nuevo elemento. Ramsay lo llamó «argón», del griego
argos, inactivo.
¿Dónde debía situarse el argón en la tabla periódica? Su peso atómico, 39,944, quedaba
entre los del potasio y el calcio, pero no había ningún puesto vacante entre ellos. La solución
de Ramsay fue situar el argón por delante del potasio, a pesar de su levemente mayor peso
atómico, porque de esta manera podía colocar al nuevo elemento al final de la columna
precedente y añadir una nueva hilera.
Debemos recordar que Mendéleiev había confeccionado su tabla basándose en las valencias.
¿Y cuál era la valencia del argón? Pues la valencia de un elemento completamente inerte
podía considerarse igual a cero. Esto encajaría muy bien con el esquema de Mendéleiev,
puesto que la valencia de los elementos, inmediatamente antes e inmediatamente después
del argón, era de 1. Si el cero se colocaba entre estos unos, y se crease un nuevo escalón
en cada período, todos los períodos seguirían estando bien, dado que una nueva hilera había
sido añadida al final de la tabla.
Ramsay hizo sitio para añadir la hilera: la llamó «hilera O». El argón fue incluido en la hilera
O en la parte inferior del tercer período, debajo del cloro. Naturalmente, aquello levantó de
nuevo la veda en la caza de los elementos. ¿Qué otros elementos deberían situarse en la
nueva hilera?
Ramsay comenzó por buscarlos en el aire, razonando que, probablemente, contenía trazas
de otros gases inertes además del argón. Su intuición resultó correcta. Con un colaborador,
Morris William Travers, pronto rastreó el «neón» (al que llamó así derivado de la palabra
griega neos, que significa «nuevo»), «criptón» (que significaba «oculto») y xenón (con
significado de «extraño»). Los tres eran gases inertes, como el argón. El neón ocupaba muy
bien su lugar debajo del flúor y al final del segundo período, el criptón debajo del bromo, en
el cuarto período, y el xenón debajo del yodo, en el quinto período.
Mientras tanto, Ramsay había tenido suerte con otro gas inerte en una zona por completo
inesperada. Un químico norteamericano, William Francés Hillebrand, había descubierto en un
mineral que contenía uranio, un gas del que pensó que se trataba de nitrógeno. Ramsay,
que seguía la exploración hacia los nuevos gases, decidió examinarlo posteriormente. Él
también halló el gas inerte en un mineral que contenía uranio, y lo observó con el
espectroscopio... ¡Eureka...! Mostraba unas líneas que no pertenecían al nitrógeno. Y lo que
resultaba más sorprendente era que se trataba de las mismas líneas que habían sido
descubiertas en el Sol, hacía casi treinta años, y que se atribuyeron a un elemento solar al
que llamó helio el astrónomo inglés Lockyer (véase capítulo 10).
Lockyer no tenía la menor idea de qué clase de elemento debería ser, por lo que le había
dado la terminación común «io», que, por acuerdo, se aplica a los metales. Si hubiese
sospechado que se trataba de un gas, seguramente le habría denominado «helión».
El helio, el elemento más ligero después, del hidrógeno, naturalmente, ocupó su sitio al final
del primer período. Ramsay había llenado ya los lugares en la nueva hilera desde la primera
a la quinta columnas. Por su descubrimiento de los gases «nobles», recibió el premio Nobel
de Química, en 1904.
Estos elementos, con sus pesos, atómicos, se relacionan en la tabla 19. Elevaron el número
total de los elementos conocidos hasta 79.
La tabla periódica había resistido, prácticamente, toda clase de pruebas. Su esquema
general estaba tan bien establecido, que la adición de una nueva hilera no lo había
estropeado en absoluto; en realidad, aún lo había reforzado. Pero existía aún el espinoso
problema de la bolsa repleta con los elementos de tierras raras, que se aglomeraban con el
lantano. ¿Y qué cabía decir del final de la tabla, de más allá del sexto período? ¿Cuántos
elementos más se encontrarían allí? ¿Y qué longitud acabaría teniendo la tabla?
Capítulo 14
Más Pequeño que el Átomo
Los químicos, tenían ahora un cuadro muy bien ordenado de los elementos de que estaba
formado el Universo. Pero todos sus descubrimientos y su organización de los elementos, les
habían llevado más lejos que nunca de la respuesta a la vieja pregunta de Tales. Éste había
preguntado, de una manera muy razonable, si existía una sustancia básica —un definitivo
bloque de construcción— que constituyese todo el material del Universo. Las decenas de
diferentes elementos que los químicos habían encontrado sólo habían incurrido en una
petición de principio. ¿De qué estaban hechos los elementos?
Ya en 1815, un físico y químico inglés, llamado William Prout, había ofrecido una interesante
respuesta. El átomo de hidrógeno. Si se le atribuye un peso atómico de 1, cabe suponer que
todos los demás elementos están hechos con ese bloque de construcción. El carbono, por
ejemplo, con un peso atómico de 12, puede considerarse una combinación muy apretadade
12 átomos de hidrógeno; el nitrógeno estaría compuesto de 14 átomos de hidrógeno, el
azufre por 32 átomos de hidrógeno, etc.…
Por desgracia, la «hipótesis de Prout» pronto tropezó con el hecho de que numerosos
elementos poseían un peso atómico que no era un múltiplo entero del hidrógeno. Las
mediciones de Berzelius habían mostrado que el peso atómico del boro, por ejemplo, era de
10,8; el del cloro, 35,5, etc. ¡Esto significaría que el boro estaba compuesto de 10,8 átomos
de hidrógeno...! Se partiera como se partiese, no se podía dividir el átomo de boro en
átomos de hidrógeno (y ni siquiera en cuartos o mitades de átomo). Y la situación aún
llegaba a ser peor a medida que los pesos atómicos de los elementos se iban midiendo con
mayor precisión. Cuando las medidas eran de una precisión refinada, como las que efectuó
el químico norteamericano Theodore William Richards a fines del siglo xix (y por cuyo
trabajo recibiría el premio Nobel de Química), éste se halló con que los pesos atómicos
debían ser expresados en fracciones, que a veces llegaban hasta los tres decimales.
Esto, ciertamente, podía considerarse una prueba concluyente de que el átomo de hidrógeno
no podía ser el bloque de construcción de los elementos. Y luego, a finales de la década de
1890, un físico hizo una serie de dramáticos descubrimientos que dejaban muerta y bien
muerta la premisa de Prout... Averiguó que, a fin de cuentas, el átomo de hidrógeno no era
la unidad menor de la materia... En realidad, existían unas partículas tan pequeñas que el
mismo átomo de hidrógeno podía considerarse una estructura enorme. Y lo que es más, la
teoría de que los átomos eran individuales se derrumbaba también completamente por su
base...
Fue un físico británico, Joseph John Thomson, el que descubrió la primera partícula
«subatómica». Los experimentadores con electricidad habían averiguado que una corriente
eléctrica, en el vacío, producía una radiación brillante a la que llamaron «rayos catódicos».
Thomson mostró que esos «rayos» consistían en partículas muy pequeñas que llevaban una
carga eléctrica negativa. La masa de la partícula era sólo 1/800 del átomo de hidrógeno.
Dado que parecía la última unidad de electricidad, se la llamó «electrón».
Mientras tanto, el físico alemán Wilhelm Konrad Roentgen, cuando estudiaba los mismos
rayos catódicos, había descubierto, accidentalmente, que podían alcanzar una muy enérgica
penetración radiactiva. Llamó a estas radiaciones «rayos X». Muy poco después, el físico
francés Antoine Henri Becquerel, realizó su famoso descubrimiento de la radiactividad, a
través del accidente de una placa fotográfica guardada en un cajón, con algunas sales de
uranio, y que fue oscurecida por la radiación procedente del uranio. Esta radiación, llegado
el momento, se averiguó que consistía en «rayos alfa», «rayos beta» (electrones) y «rayos
gamma».
El uranio no era el único átomo que, espontáneamente, disparaba rayos y trozos de sí
mismo, como los físicos pronto descubrirían. Existían otros elementos radiactivos. Por tanto,
después de numerosos siglos de creer en la indivisibilidad del átomo, los científicos, de
repente, habían encontrado átomos que se rompían por todas partes...
Naturalmente, siguieron tratando de ver si podían separar los átomos, o por lo menos
explorar la estructura interior del átomo. El cabecilla de esta exploración fue Ernest
Rutherford, en el famoso «Laboratorio Cavendish», en la Universidad de Cambridge.
Empezó por bombardear átomos con partículas alfa emitidas por material radiactivo. Las
partículas alfa eran más de siete mil veces tan macizas como las partículas beta, y viajaban
a una velocidad muy elevada cuando eran emitidas por átomos radiactivos. Rutherford
montó láminas de un metal delgado en la pista de esas pequeñas balas. La mayor parte de
las partículas alfa pasaron muy bien a través de la hoja fina metálica. Pero unas cuantas
fueron reflejadas y otras hasta saltaban hacia atrás. Tal y como observó Rutherford, se
trataba de algo tan notable como si se hubiesen disparado balas de verdad contra una hoja
de papel y algunas de ellas hubiesen rebotado.
Decidió que las partículas alfa que habían rebotado deberían haber chocado con unos
pesados y concentrados blancos en el interior de la delgada lámina de metal. Debía de
tratarse de los núcleos de los átomos metálicos. Y del hecho de que la mayor parte de sus
balas pasara a través de la lámina sin ser reflejados, dedujo que el núcleo de cada átomo
debería ser muy pequeño, tan pequeño que sólo una de cada varios millares de sus balas,
alcanzaba un núcleo. Por tanto, la mayor parte del volumen de un átomo debía de consistir
en espacios casi vacíos poblados sólo por los ligeros electrones.
¿Y de qué estaba hecho el núcleo? Según el comportamiento de los átomos de hidrógeno,
Rutherford decidió que consistía en una o más de una partícula cargada positivamente, a las
que llamó «protones». Cada núcleo tenía tantos protones como el átomo electrones, por lo
que las cargas del protón y del electrón se equilibraban, y el átomo, como un todo, era
eléctricamente neutro.
El átomo de hidrógeno contiene sólo un protón y un electrón. El átomo de helio posee dos
protones y dos electrones; en realidad, su núcleo es el mismo que una partícula alfa.
Rutherford averiguó que era capaz de cambiar átomos al cortar piezas y añadirlas en su
núcleo por medio de sus proyectiles de partículas alfa. De esta manera, transformó átomos
de hidrógeno en átomos de oxígeno en 1919. Por fin se había logrado el antiguo sueño
alquímico de la transmutación, pero de una manera en la que los alquimistas jamás habían
soñado.
RADIACTIVIDAD
Thomson, Roentgen, Becquerel y Rutherford todos ellos recibieron el premio Nobel por sus
trabajos. Pero el más famoso de los galardonados con el premio Nobel en el cambio de siglo,
fue Marie Curie, nacida María Sklodowska, en Polonia, en 1867. Marie marchó a París para
proseguir su educación (en la Sorbona), y allí conoció y se casó con un químico francés,
Pierre Curie.
El descubrimiento de Becquerel de las radiaciones del uranio fascinó a Marie; fue ella la que
sugirió el término «radiactividad». Con entusiasmo e imaginación, se sumergió en una
carrera de investigación de este fenómeno. Marie empezó por tratar de medir la fuerza de la
radiactividad. Como instrumento de medición empleó el fenómeno de la piezoelectricidad,
que estaba relacionado con el comportamiento de los cristales, y que había sido descubierto
por Pierre Curie. Pierre, percatándose quizá de que su mujer era una científica más
competente que él, abandonó sus propias investigaciones y se unió a las de su esposa.
Mientras medían la radiactividad de muestras de uranio, averiguaron, ante su gran sorpresa,
que algunas muestras eran varias veces más radiactivas que lo que podrían corresponderles
por su contenido en uranio. Esto sólo podía significar que estaban presentes otros elementos
radiactivos. Pero si así era, la cantidad debía de ser extremadamente pequeña, porque los
Curie fueron incapaces de detectarla por los procedimientos corrientes de análisis químicos.
Así que decidieron que debían reunir grandes cantidades, de la mena para conseguir una
cantidad apreciable de aquellas trazas de mineral, con el fin de examinarlas. Consiguieron
varias toneladas de mena de unas minas de Bohemia; el Gobierno austriaco no tenía ningún
destino que darles y quedó agradecido por desprenderse de ellas, dado que los Curie
pagaban el transporte. Esto representó el objetivo de toda su vida.
Instalaron un almacén en un pequeño cobertizo sin calefacción y comenzaron a trabajar con
sus montañas y montañas de mena de uranio. Año tras año, fueron concentrando la
radiactividad, apartando el material inactivo y continuando sus trabajos con el activo. (Marie
incluso se tomó su tiempo para tener un hijo, Irene, que más tarde también se convirtió en
una prestigiosa científica.) Al final, en julio de 1898, consiguieron reducir sus toneladas de
mena a unos residuos altamente radiactivos. Lo que tenían era una pizca de un polvo
blanco, que era cuatrocientas veces más radiactivo que la misma cantidad de uranio puro lo
hubiera sido. En este escaso material encontraron un nuevo elemento que se parecía al
telurio. Mendéleiev lo habría llamado «ekatelurio». Los Curie lo llamaron «polonio», por el
país natural de Marie.
No obstante, este elemento no era el causante de toda aquella radiactividad. Un elemento
aún más' activo debía ocultarse en su mena. Seis meses después, finalmente, concentraron
su elemento. Sus propiedades eran parecidas a las del bario. El elemento se adaptaba en la
hilera IIa del séptimo período de la tabla de Mendéleiev. Fue el primer nuevo elemento
descubierto en el séptimo período desde que Berzelius había encontrado el torio, sesenta
años antes.
Los Curie llamaron a este nuevo elemento «radio», debido a su poderosa radiactividad.
Pierre Curie murió en 1906, como resultado de un accidente de circulación (en el que estuvo
implicado un coche tirado por caballos, no uno de los nuevos coches de motor). Marie
continuó desempeñando la cátedra de su marido en la Sorbona y continuó los trabajos de
investigación ella sola. Fue la primera mujer profesora en la historia de aquella orgullosa
institución. Además, ha sido el único científico en la Historia que ha recibido dos premios
Nobel: uno de Física (compartido con su marido y con Becquerel), por sus exactas
mediciones de la radiactividad, y otro de Química, por el descubrimiento del polonio y del
radio.
Poco después de que los Curie rastreasen aquellos dos raros elementos radiactivos, se
descubrieron dos más. En 1899, un químico francés, André-Louis Debierne, encontró un
elemento que se adaptaba a la hilera IIIa, a la derecha del lantano. Lo llamó «actinio», del
griego aktís, rayo. Luego, en 1900, un físico alemán, Friedrich Ernst Dorn, descubrió un gas
sumamente radiactivo asociado con radio. Más tarde, Ramsay mostró que era un sexto gas
inerte, perteneciente a los otros gases nobles de la hilera O. Se le llamó «radón».
Los elementos radiactivos se habían hecho cargo del centro del escenario. Pero los químicos
aún seguían enzarzados también en la caza de los no radiactivos. En 1901, un químico
francés, llamado Eugène Demarçay, que había ayudado a los Curie a localizar el radio con el
espectroscopio, se dedicó a un nuevo elemento de tierras raras, al que llamó «europio», por
Europa. Otro químico francés, Georges Urbain, también encontró un elemento de tierras
raras para añadirlo a la lista: lo llamó «lutecio», por el antiguo nombre romano (Lutecia) de
París. Fue el elemento de tierras raras más pesado identificado hasta aquel momento.
En la tabla 20 presentamos la lista de los elementos descubiertos en el cambio de siglo.
ISÓTOPOS
La mayor parte de estos elementos se adaptaban estupendamente a la tabla periódica. El
radón era un gas inerte; el radio, un elemento alcalinotérreo; el polonio, un pariente del
telurio, y el actinio, un pariente del lantano. Quedaba un hueco exacto para cada uno de
ellos. Además, ayudaban a rellenar los períodos sexto y séptimo, y aún quedaba mucho
espacio para nuevos elementos.
Pero los elementos radiactivos introdujeron nuevos problemas en la tabla. Constituyeron un
rompecabezas de no pequeñas proporciones.
Rutherford y su ayudante, Frederick Soddy, se percataron, casi al instante, de que los
elementos radiactivos debían de estar continuamente cambiando. Cada vez que un átomo
radiactivo emitía una partícula alfa o una partícula beta, se convertía en un átomo diferente.
En otras palabras, la transmutación espontánea estaba en funcionamiento durante todo el
tiempo.
Cada uno de los elementos radiactivos tiene cierta «vida media», como Rutherford la
denominó. Ésta mide la proporción de su ruptura, es decir, el tiempo que tardan la mitad de
sus átomos en declinar hacia otros átomos. Por ejemplo, la vida media del uranio es 4,5 mil
millones de años; la del torio, de 14 mil millones de años. Esto es algo que avanza muy
despacio, en toda la historia de nuestro planeta, sólo una parte de estos elementos ha
cambiado. Pero, por otro lado, también tenemos al radio, con una vida media de sólo mil
seiscientos años; el actinio, con unos veintidós años; el polonio, con unos cuatro meses y el
radón menos de cuatro días... Ya no debería haber prácticamente nada de estos elementos
en nuestro viejo planeta. En realidad, ya no quedarían de no haber tan pequeñas cantidades
de ellos, que se forman constantemente por la ruptura de los elementos pesados.
El rompecabezas de la tabla periódica se planteó cuando los químicos comenzaron a fijar su
atención en los productos de la decadencia de los elementos radiactivos. Se encontraron con
tres diferentes series de productos, denominados «la serie del uranio», la «serie del torio» y
«la serie del actinio», tras el elemento inicial en cada caso. Muy pronto, los químicos
identificaron más de cuarenta «elementos» entre estos productos...
Las tres series terminaban en el plomo: éste era el elemento final y estable en el que
acababan. (Menuda ironía para los alquimistas: transmutaciones que acababan en plomo, en
vez de ser al revés...) Si el plomo era el producto final, entonces todos los elementos
transicionales formados por la decadencia radiactiva de los elementos más pesados debería
encontrarse entre el plomo y el uranio en peso atómico. El problema radicaba en que sólo
quedaban tres puestos vacantes en la tabla periódica en ese intervalo. ¿Cómo acomodar
más de cuarenta elementos en tres vacantes?El colega de Rutherford, Soddy, al final (en 1913) aportó la respuesta. No eran cuarenta elementos diferentes, sino únicamente variedades de sólo unos cuantos elementos. Un elemento singular debería tener un número de formas diferentes, que difiriesen levemente en peso atómico y con distintas radiactividades. Químicamente, todos pertenecían al mismo lugar de la tabla periódica. Soddy los llamó «isótopos», del griego isos, igual, y topos, lugar: «el mismo lugar».
El cómo podía existir un elemento con diferentes pesos atómicos no quedó claro hasta 1932,
cuando el físico inglés James Chadwick descubrió una nueva partícula atómica. La partícula
es el neutrón, que posee la misma masa que el protón, pero no carga eléctrica. Esto aportó
luz al hecho de que el núcleo de un átomo, en casi todos los casos, contuviese tanto
neutrones como protones.
Ahora, tomando el caso más sencillo, vamos a considerar un núcleo compuesto de un protón
y de un neutrón. Dado que existe sólo una carga positiva en el núcleo, el átomo tendrá sólo
un electrón fuera del núcleo. En lo que se refiere al comportamiento químico, el electrón es
una cosa importante; el núcleo no interviene, directamente, en las propiedades químicas del
átomo. La actividad química de cada elemento viene determinada por el número y
disposición de sus electrones; éstos dictan la clase de compuestos que pueden formarse.
Así, el hidrógeno es hidrógeno porque tiene un electrón, y de la misma forma los restantes
elementos. El átomo de hidrógeno siempre posee un protón, y permite un electrón. Pero su
núcleo puede contener también uno o dos neutrones. La variedad corriente de hidrógeno no
tiene neutrón en su núcleo.
Sin embargo, cada muestra de hidrógeno en la Naturaleza también incluye pequeñas
cantidades de dos, «isótopos» más raros, que contienen uno o dos neutrones,
respectivamente.
Esto explica por qué los elementos poseen variedades con diferentes pesos atómicos. El
isótopo de hidrógeno, con un neutrón y un protón en su núcleo, tiene un peso atómico de 2,
naturalmente, dado que el peso del neutrón es casi igual al de un protón. De forma
parecida, el isótopo de hidrógeno que contiene dos neutrones y un protón, posee un peso
atómico de 3. Lo mismo cabe decir de las variedades de todos los demás elementos: los
pesos atómicos de sus isótopos varían de acuerdo con el número de neutrones que existen
en su núcleo. La presencia de neutrones de más, o de menos, de lo usual, no afecta las
propiedades químicas del elemento, puesto que dependen del número de electrones., el
cual, a su vez, sólo está determinado por el número de protones.
En el caso del uranio, el núcleo de la forma común del átomo, posee 92 protones y 146
neutrones, lo cual da un total de 238 «nucleones» (partículas nucleares), y un peso atómico
correspondiente de 238. Éste es conocido como uranio-238, o U238. Su famoso hermano
fisionable, el uranio-235, tiene tres neutrones menos. Este núcleo es menos estable, o más
radiactivo, por lo que su vida media es de sólo setecientos millones de años, contra los 4,5
mil millones de años del uranio 238.
La teoría del isótopo fue tenida en cuenta al instante para las cuarenta especies raras, de
elementos descubiertos entre el uranio y el plomo. De hecho, eran isótopos de sólo unos
cuantos elementos. Pero la teoría tiene mucho más que ver que esto. Mostraba, por primera
vez, por qué los pesos atómicos de la mayor parte de los elementos no eran números
enteros. La razón era, simplemente, que los elementos tal y como se encuentran en la
naturaleza, constituían mezclas de isótopos.
Los elementos radiactivos no son los únicos compuestos de isótopos. Sucede que numerosos
elementos estables están constituidos de dos o más diferentes especies de átomos. Esto fue
mostrado por un instrumento denominado «espectrógrafo de masas», desarrollado por el
físico inglés Francis William Aston, un ayudante de Thomson. Este instrumento separa los
elementos estables de diferentes pesos al estimularlos en un campo magnético, donde
toman diferentes sendas de acuerdo con sus pesos. Con este instrumento, Aston averiguó
que, en el elemento neón, nueve partes del átomo poseían un peso atómico de 20 y una
décima parte un peso de 22. Esto explicaba el porqué el peso promedio del neón era de
20,2. (Otro isótopo, el neón 21, fue descubierto después, pero es tan raro que no afecta
apreciablemente el peso del elemento.)
El peso atómico del cloro de 35,5 fue aclarado de la misma forma. Las tres cuartas partes de
sus átomos poseen un peso de 35 y la otra cuarta parte pesa 37 (con dos neutrones de
más).
Así, decimos que el cloro está compuesto por dos isótopos de «números de masa» 35 y 37.
En algunos casos, los isótopos no comunes son tan raros que el peso atómico del elemento
es, virtualmente, un número entero. En el nitrógeno, por ejemplo, sólo cuatro átomos de
cada 1.000 tienen un número de masa de 15: el resto es nitrógeno 14. Por ello, el peso
atómico del nitrógeno es, prácticamente, de 14.
Unos cuantos elementos tienen átomos de sólo un peso. La única variedad de flúor
encontrada en la Naturaleza, por ejemplo, es el flúor 19. Naturalmente, el peso atómico del
elemento es, exactamente, de 19.Prout no estaba, pues, tan equivocado. Si hubiera dicho que todos los elementos estabanhechos de núcleos de hidrógeno (el protón), hubiera estado muy cerca del punto exacto. Lo que no reconoció, y no podía hacerlo, era el neutrón, una partícula muy difícil de detectar que pesa lo mismo que el protón.
Capítulo 15
El Orden del Rango de los Elementos
Los descubrimientos que he expuesto en el último capítulo, empleando una palabra popular
en la actualidad, «degradaron» la importancia del peso atómico. A fin de cuentas, esta
propiedad no era tan decisiva en la identificación de los elementos. Aquí, por ejemplo,
existían tres, formas de plomo con diferentes pesos atómicos: plomo-206, plomo-207 y
plomo-208 (los estadios finales de la degradación de las series del uranio, el actinio y el
torio, respectivamente). A pesar de sus diferentes pesos, los tres eran plomo; químicamente
hablando, forman idénticos tripletes. Así, pues, ¿qué distinguía a un elemento de otro? ¿Qué
hace que acaban en plomo?
Ya hemos razonado la respuesta en el capítulo anterior: el rasgo decisivo de un elemento es
el número de protones en su núcleo. Pero en la Ciencia, nada es evidente por sí mismo. Los
descubrimientos y conocimientos se consiguen sólo tras un duro y minucioso trabajo. A
principios de la década de 1900, los científicos atómicos tenían, sólo unas escasísimas
nociones de lo que hubiese dentro del átomo, y la existencia de neutrones ni siquiera se
sospechaba.
La respuesta a la pregunta acerca de los elementos fue descubierta en lo que podría
considerarse una forma indirecta, y con lo que parecía un instrumento no adecuado: los
rayos X.
Un físico británico, llamado Charles Glaver Barkla, había averiguado que cada elemento, al
ser alcanzado por los rayos X, los dispersaba de una forma muy particular; es decir, cada
uno producía sus propios «rayos X característicos». Esto condujo a otro joven físico
británico, Henry Gwyn-Jeffreys Moseley, a realizar un estudio sistemático de los elementos
con rayos X a modo de prueba.
Cuando continuó con la lista de elementos, Moseley descubrió que la longitud de onda de los
característicos rayos X se hacía, progresivamente, más corta a medida que se incrementaba
el peso atómico. Así, pues, decidió que la longitud de onda reflejaba el tamaño de la órbita
de los electrones en torno del núcleo del átomo. Probablemente, los electrones eran
responsables de las emisiones de rayos X. Cuanto más cercanos estaban los electrones al
núcleo, más pequeña sería su órbita, y cuanto más estrecha fuese la órbita, más corta la
longitud de onda de los rayos X emitidos. Por lo menos, tal era su razonamiento...
Así, la longitud de onda disminuía con el peso del átomo. En los átomos más pesados, pues,
los electrones deberían encontrarse más próximos al núcleo. ¿Y cuál era la fuerza que les
hacía acercarse? Debía de tratarse de un incremento en la carga positiva del núcleo,
atrayendo a los electrones cargados negativamente. En otras palabras, la carga nuclear
debía aumentarse de un elemento a otro a través de toda la tabla periódica. La forma más
razonable para tener esto en cuenta, radicaba en suponer que cada elemento tenía una
unidad más de carga positiva (es decir, un protón más) que el anterior.
La tabla comienza con el hidrógeno: una carga positiva. A continuación, sobre la base de la
carga, viene el helio (dos cargas, el litio (tres cargas), y así sucesivamente. De este modo,
los elementos pueden relacionarse según el «número atómico», refiriéndose al número de
cargas positivas en el núcleo.
Una vez se publicó el descubrimiento de Moseley, los químicos comenzaron a asignar
números atómicos a un elemento después del otro. La tabla 21 relaciona todos los
elementos entonces conocidos en orden del creciente número atómico. El más pesado
elemento conocido, el uranio, tenía el número 92.
El número atómico demostró en seguida ser mucho más provechoso que el peso atómico,
para organizar la tabla de los elementos. Por ejemplo, en términos de peso atómico existía
una brecha sustancial entre el hidrógeno (1,0080) y el helio (4,003). Esto, decían,
proporcionaría espacio para un elemento con un peso atómico de cerca de 3. Pero sus
respectivos números atómicos de 1 y 2, que significaban que el átomo de hidrógeno
contenía un protón y el átomo de helio sólo dos, definitivamente, desarrollaba la posibilidad
de que existiese cualquier elemento entre ellos. Por otra parte, un número atómico pasado
por alto en la lista significaba, de una forma definida, un elemento perdido. En resumen, el
empleo de los números atómicos determinaba con precisión todos los elementos pasados
por alto, y también dejaba muy claro cuáles elementos no se habían omitido.
Además, el sistema de número atómico resolvía el misterio de los pocos elementos que
debían ser situados en orden incorrecto de peso atómico en la tabla periódica. Tomemos
como ejemplo el telurio y el yodo. Sobre unos antecedentes químicos, Mendéleiev había
situado el telurio por delante del yodo, aunque su peso atómico fuese mayor. Ahora, al
desarrollar esto, de acuerdo con la carga nuclear, se demostraba que Mendéleiev había
tenido razón: el telurio tiene 52 protones y el yodo, 53. La razón de que el telurio posea un
peso atómico superior es que sus isótopos cargan el elemento en el lado más pesado. Tiene
siete isótopos y el más común es el más pesado: el telurio-128. Por otra parte, el yodo se
presenta sólo de una forma: el yodo-127. Por tanto, el telurio, tal y como se encuentra en la
naturaleza, es levemente más pesado.
Este mismo hecho sucede con el argón-potasio y el cobalto-níquel, y sus respectivos
cambios en la tabla periódica; el argón es levemente más pesado que el potasio, y el cobalto
que el níquel, debido a un desequilibrio en los pesos atómicos de sus isótopos. Moseley no vivió para ver lo estupendamente que funcionaba su descubrimiento de los números atómicos. En 1915, a la edad de veintisiete años, murió de un balazo en la batalla de Gallipoli. Fue la trágica pérdida de uno de los mejores cerebros de la Ciencia.
Tabla 21
TABLA 21
Los
Elementos en el Orden de su Peso Atómico
|
|||||||
1
|
Hidrógeno
|
24
|
Cromo
|
47
|
Plata
|
70
|
Iterbio
|
2
|
Helio
|
25
|
Manganeso
|
48
|
Cadmio
|
71
|
Lutecio
|
3
|
Litio
|
26
|
Hierro
|
49
|
Indio
|
72
|
|
4
|
Berilio
|
27
|
Cobalto
|
50
|
Estaño
|
73
|
Tantalio
|
5
|
Boro
|
28
|
Níquel
|
51
|
Antimonio
|
74
|
Tungsteno
|
6
|
Carbono
|
29
|
Cobre
|
52
|
Teluro
|
75
|
|
7
|
Nitrógeno
|
30
|
Cinc
|
53
|
Yodo
|
76
|
Osmio
|
8
|
Oxígeno
|
31
|
Galio
|
54
|
Xenón
|
77
|
Iridio
|
9
|
Flúor
|
32
|
Germanio
|
55
|
Cesio
|
78
|
Platino
|
10
|
Neón
|
33
|
Arsénico
|
56
|
Bario
|
79
|
Oro
|
11
|
Sodio
|
34
|
Selenio
|
57
|
Lantano
|
80
|
Mercurio
|
12
|
Magnesio
|
35
|
Bromo
|
58
|
Cerio
|
81
|
Talio
|
13
|
Aluminio
|
36
|
Criptón
|
59
|
Praseodimio
|
82
|
Plomo
|
14
|
Silicio
|
37
|
Rubidio
|
60
|
Neodimio
|
83
|
Bismuto
|
15
|
Fósforo
|
38
|
Estroncio
|
61
|
84
|
Polonio (1)
|
|
16
|
Azufre
|
39
|
Itrio
|
62
|
Samario
|
85
|
Radón (1)
|
17
|
Cloro
|
40
|
Circonio
|
63
|
Europio
|
86
|
|
18
|
Argón
|
41
|
Niobio
|
64
|
Gadolinio
|
87
|
|
19
|
Potasio
|
42
|
Molibdeno
|
65
|
Terbio
|
88
|
Radio (1)
|
20
|
Calcio
|
43
|
66
|
Disprosio
|
89
|
Actinio (1)
|
|
21
|
Escandio
|
44
|
Rutenio
|
67
|
Holmio
|
90
|
Torio (1)
|
22
|
Titanio
|
45
|
Rodio
|
68
|
Erbio
|
91
|
|
23
|
Vanadio
|
46
|
Paladio
|
69
|
Tulio
|
92
|
Uranio (1)
|
(1) Radiactivos.
|
LOS NOVENTA Y DOS ELEMENTOS
La tabla 21 muestra que todos los elementos conocidos en la época de Moseley, y por
debajo del peso atómico 83, eran radiactivos. De esos elementos pesados, sólo el torio y el
radio tienen una larga vida. Los químicos estaban seguros de que los elementos que
faltaban, 85, 87 y 91, se demostraría que eran radiactivos y de una vida muy breve. Que
verosímilmente se trataba de productos transitorios de la desintegración del uranio y del
torio.
En 1917, el elemento 91 fue rastreado y, de una forma segura, confirmó la predicción. Sus
descubridores fueron Otto Hahn y Lise Meitner (que más tarde se harían famosos por su
descubrimiento de la fisión del uranio). Trabajando en Berlín, esos dos científicos
descompusieron pechblenda con ácido caliente para separar sus elementos. Después de
haber quitado las trazas de radio y de otros elementos radiactivos conocidos, encontraron un
residuo radiactivo que demostró ser el elemento 91. Se desintegraba hasta el actinio, por lo
que fue denominado «protactinio». Soddy, y algunos de sus colaboradores, descubrieron,
independientemente, el protactinio, pero fueron Hahn y Meitner quienes lo publicaron
primero.
Los científicos, atómicos se sentían seguros de que los elementos de más allá del 92
(uranio), tendrían una vida tan breve que no sobreviviría la menor traza de ellos para
encontrarlos en la Naturaleza. Así, pues, para todos los efectos prácticos, constituía el fin de
la tabla periódica. El Universo estaba hecho sólo de 92 elementos...
Quedaban aún algunos huecos: unas pocas presas que debían ser aún desenterradas por los
cazadores de elementos... Entre los mismos parecía haber dos elementos perdidos de tierras
raras: los pesos atómicos 61 y 72.
Urbain, el descubridor del lutecio ya a principios de 1800, había pensado que detectaba el
número 72 en un material de tierras raras. Llamó a su descubrimiento «celtio», por los
celtas de la antigua Francia. Pero el análisis con rayos X mostró que el «celtio» no era más
que una mezcla de lutecio y de iterbio. El «descubrimiento» de Urbain no fue más que la
primera de una larga lista de falsas alarmas, que no es posible explicar dada la corta
extensión de este libro...
El físico danés Niels Bohr decidió, finalmente, por sus estudios de la disposición de los
electrones en los átomos, que el elemento 72 no era, en absoluto, un elemento de tierras
raras. El número 72 pertenecía a la hilera IVa, cerca del circonio, y debía de ser parecido a
este metal. Y así fue... En 1923, el físico alemán Dirk Coster y el químico húngaro Georg von
Hevesy, trabajando en Copenhague, examinaron con los rayos X unos, aparentemente,
compuestos purificados de circonio. Los rayos X revelaron que otro elemento, muy parecido
al circonio, estaba mezclado con éste. Lo denominaron «hafnio», por el nombre latino de
Copenhague. El hafnio no es un elemento muy raro; la razón de que no se le identificase
antes era que constituye casi un gemelo químico del circonio.
Tres químicos alemanes, Walter Noddack, Ida Tacke y Otto Berg, llevaron a cabo una
investigación sistemática con rayos X de algunos minerales, para descubrir nuevos
elementos, y en 1925 fueron recompensados por el descubrimiento del elemento número
75. Lo llamaron «renio», por el nombre del río Rin. No era radiactivo y, en realidad, fue el
último de los elementos estables en ser descubierto.
La tabla 22 proporciona la lista de los nuevos elementos descubiertos en la década siguiente
a Moseley.
Así, pues, hacia 1925, la búsqueda de los elementos había descubierto ochenta y ocho, de
los cuales ochenta y uno eran estables y siete radiactivos. Sólo faltaban cuatro: los números
43, 61, 85 y 87.
En la década siguiente, varios cazadores pensaron haber encontrado uno u otro de estos
elementos. Pero sus alegaciones demostraron ser erróneas. Los últimos cuatro disidentes
eludieron su descubrimiento hasta la llegada de lo que llamamos «la era atómica».
CAPAS DEL ELECTRÓN
Mientras el danés Niels Bohr resolvía el secreto de la tabla periódica, Mendéleiev,
naturalmente, no tenía ni idea de por qué los elementos encajaban en períodos, hileras y
cómodos grupos familiares. Generaciones de químicos habían tratado de encontrar la
explicación. Bohr descubrió la respuesta en la disposición de los electrones de los átomos.
Obtuvo su información de las gráficas espectrales de los elementos. Sus pautas de líneas
espectrales le sugirieron que los electrones que daban vueltas en torno del núcleo de un
átomo, estaban confinados a ciertas órbitas definidas o «capas». Sólo había espacio para
cierto número de electrones en cada capa. La primera capa podía contener dos electrones.
Así, el hidrógeno, con un electrón, y el helio, con dos, poseía una simple capa de electrones.
Una vez quedaba cubierta esta capa, la adición de más electrones formaba una segunda
capa que contenía hasta seis electrones. Y esto podía decirse también de los siguientes seis
elementos. Luego venía una tercera capa con espacio para ocho electrones. Y así
sucesivamente.
¡Y con qué exactitud se adaptaba todo esto a la tabla periódica...! Cada capa representaba
un período. En lo que se refería a las hileras, cada una de ellas se caracterizaba por el hecho
de que todos los elementos de la misma tenían el mismo número de electrones en la última
capa, o capa exterior.
El número de electrones en esta capa más exterior es el factor más importante para
determinar el comportamiento químico de un elemento. Fija la valencia del elemento y
determina cómo el elemento puede combinar con los otros elementos.
Echemos un vistazo a la hilera la. El hidrógeno posee un electrón. El siguiente elemento en
la hilera, el litio (número atómico 3) tiene tres electrones: dos en la primera capa y uno en
la segunda. El siguiente, el sodio (número atómico 11), posee once electrones: dos en la
primera capa, ocho en la segunda y uno en la tercera. Lo mismo se cumple con los demás
elementos de la hilera la: el potasio tiene un electrón en su capa exterior (la cuarta), lo
mismo que el rubidio (en la quinta capa) y el cesio (en la sexta capa). La afinidad química
de estos elementos se manifiesta en el hecho de que, con excepción del hidrógeno (un
elemento que en muchas formas es único), todos ellos forman una familia: la de los metales
alcalinos.
De modo semejante, todos los elementos alcalinotérreos —berilio, magnesio, calcio,
estroncio, bario y radio—, poseen en común la presencia de dos electrones en su capa más
exterior. Siete electrones en la capa exterior caracterizan a los halógenos: flúor, cloro,
bromo y yodo (todos en la hilera VIIb). Una rellena capa exterior, que contiene ocho
electrones, es característica de los gases inertes: neón, argón, criptón, xenón y radón. Y lo
mismo sucede en las otras hileras.
El modelo de Bohr de las capas de electrones se ha modificado posteriormente: ocurrió que
cada capa estaba dividida en sub-capas. Esto ayudaba a explicar algunas rarezas: los casos
de la afinidad química que parecían contradecir la teoría de la capa de electrones. Por
ejemplo, el hierro, el cobalto y el níquel poseen la misma valencia y son químicamente
diferentes, a pesar de que contienen, respectivamente, 26, 27 y 28 electrones. ¿Cómo
pueden tener el mismo número de electrones en la capa exterior cuando cada uno de ellos
sólo posee un electrón más que el precedente?
La respuesta es que los sucesivos electrones no se añaden a la capa más exterior, sino a la sub-capa debajo de ésta. De este modo, las tres capas exteriores son iguales en los tres casos.
Esto constituye un rasgo general de los elementos más pesados de la tabla periódica.
Mientras aumenta el número atómico, los electrones no se añaden en un orden
estrictamente regular, llenando cada capa antes de comenzar la siguiente. Algunos pueden ir
a una nueva capa exterior mientras la de debajo aún tiene huecos. En realidad, pueden
quedar agujeros en una capa dos niveles por debajo de la más exterior. Así, en un
determinado momento, electrones adicionales comienzan a rellenar los huecos en las capas
interiores, en vez de dirigirse a la capa exterior.
Esto es lo que sucede en la serie de los elementos de tierras raras. En esos catorce
elementos, cada sucesivo electrón se añade a la capa situada dos niveles por debajo. Por
ello, los catorce elementos tienen el mismo número de electrones en su capa más exterior.
El electrón añadido, y que distingue a cada elemento del siguiente, está enterrado tan
profundamente que ejerce un efecto muy pequeño sobre el comportamiento químico. Ésta
es la razón de por qué los catorce elementos de tierras raras, que comienzan con el lantano,
sean tan parecidos.
Capítulo 16
Los Elementos Artificiales
El hombre al fin había comprendido suficientemente bien los elementos como para hacerlos
propios. En el siglo XX, el hombre se convirtió en un alquimista que sabía lo que estaba
haciendo... hasta cierto punto...
En primer lugar, quedaba pendiente lo de aquellos cuatro elementos que aún estaban
ausentes de la tabla periódica. El hecho era que, prácticamente, también habían
desaparecido de la Naturaleza. Los científicos tuvieron que hacer ellos mismos aquellos
elementos para poder estudiarlos.
Como ya hemos mencionado, en 1919, Ernest Rutherford cambió el nitrógeno en oxígeno
bombardeando átomos de nitrógeno con partículas alfa. Esto sugirió que lo que había que
hacer para alterar un elemento artificialmente, era añadir o sustraer partículas de su núcleo.
Así, pues, el primer isótopo completamente nuevo y artificial fue producido con ayuda del
método de Rutherford. Sus creadores fueron Irene Curie, la hija de los famosos Marie y
Pierre, y su marido Frédéric Joliot. (Para perpetuar el apellido Curie, Joliot se cambió el suyo
en Joliot-Curie, una vez casado con Irene.
Los Joliot-Curie bombardearon aluminio con partículas alfa. Su ataque transformó parte de
los átomos de aluminio en una sustancia altamente radiactiva. Esto demostró ser una nueva
clase de fósforo. Su peso atómico era de 30, en lugar de 31, que es el del fósforo natural.
(Como el descubrimiento del neutrón iba a mostrar más tarde, el núcleo del fósforo 30 tiene
15 neutrones en vez de los. 16 del fósforo natural.)
No era de extrañar que el fósforo 30 no se presentase en la Naturaleza; su vida media era
sólo de dos minutos y medio... A todos los eventos, los Joliot-Curie habían producido
«radiactividad artificial» por primera vez. Irene, al igual que su madre antes que ella, recibió
el premio Nobel de Física, en 1935, junto con su marido.
RELLENANDO LOS ÚLTIMOS HUECOS
La era de la transmutación artificial comenzó realmente con la fabricación del primer
«aplasta-átomos» —el ciclotrón—, por Ernest Orlando Lawrence, de la Universidad de
California, en 1931. Con el ciclotrón, y con el enormemente más enérgico acelerador de
partículas, desarrollado más tarde, se hizo posible abrir los núcleos de cada átomo, para
añadirle partículas e incluso crear también partículas nuevas.
El primer elemento producido de esta forma fue el perdido elemento número 43. Se realizó
en 1925, por Noddack, Tacke y Berg, los descubridores del renio. Denominaron a este nuevo
elemento número 43 «masurio» (por un distrito de la Prusia Oriental). Pero nadie más fue
capaz de encontrar el «masurio» en el mismo material de origen, por lo que el supuesto
descubrimiento quedó en el aire. En realidad, se trató sólo de un error. En 1937, Emilio Gino
Segrè, de Italia, un ardoroso caza-elementos, identificó al auténtico número 43.
Lawrence había bombardeado una muestra de molibdeno (elemento número 42) con
protones acelerados en su ciclotrón. Finalmente, consiguió un poco de materia radiactiva, la
cual envió a Segrè, en Italia, para su análisis. Segrè y un ayudante, C. Perrier, rastrearon
parte de la radiactividad hasta un elemento que se comportaba parecidamente al
manganeso. Dado que el elemento número 43 que faltaba pertenece a una vacante, en la
tabla periódica, próximo al manganeso, estaban seguros que se trataba de éste.
Pero resultó que el elemento número 43 tenía varios isótopos. Y cosa rara, todos ellos eran
radiactivos. En este elemento no existían isótopos estables...
Esto resultaba sorprendente. Cada otro elemento hasta el bismuto (número 83) tenía, por lo
menos, un isótopo estable. Nadie podía entender por qué un elemento, con un número
atómico tan bajo como el 43, tenía sólo formas radiactivas.
De todos modos, los hechos eran los hechos... El elemento 43 es, en efecto, totalmente
inestable. Su isótopo de vida más larga, con un número másico de 99, poseía una vida
media de poco más de 200.000 años. Por ello, todos los elementos que hubiesen podido
formarse de forma originalmente natural, debían de haberse ya descompuesto al principio
de la historia de nuestro planeta, que tiene una antigüedad de varios miles de millones de
años.
Segrè llamó al elemento número 43 «tecnecio», de una palabra griega que significaba
«artificial», porque se trataba del primer elemento fabricado por el hombre.
El siguiente de los elementos que quedaban por descubrir, fue el número 87. Éste se ha
descubierto en la Naturaleza. En 1939, Marguerite Perey, una química francesa, encontró un
nuevo tipo de radiación entre los productos de la desintegración radiactiva del actinio. La
radiación demostró pertenecer a un elemento que se comportaba de igual forma que un
metal alcalino. Por lo tanto, debía de ser el elemento número 87, el miembro perdido de la
familia de los alcalinometales. Marguerite Perey lo denominó «francio».
La cantidad de francio que encontró fue sólo de una ligera traza. El elemento se obtuvo más
tarde artificialmente con un acelerador, y sólo entonces los químicos pudieron disponer de
material suficiente para realizar su detallado estudio. Por dicha razón, el francio, por lo
general, es considerado uno de los elementos artificiales.
Fue de nuevo Segrè quien detectó el siguiente de los elementos que faltaban. Abandonó la
Italia fascista, en 1938, y pasó a trabajar en el «Laboratorio de Radiación», de la
Universidad de California. Con dos colegas de allí, D. R. Corson y K. R. Mackenzie,
bombardeó bismuto con partículas alfa. Esta maniobra tuvo éxito al añadir a la partícula alfa
dos protones del núcleo del bismuto, formando el elemento 85. Dado que el nuevo elemento
carecía de elementos estables, se le denominó «astatinio», de una palabra griega que
significa «inestable». Más tarde, se encontraron en la Naturaleza trazas de astatinio, como
un producto de descomposición del uranio.
Así, pues, en 1940, tres de los cuatro últimos huecos habían quedado rellenados. El
elemento que aún faltaba en la tabla de 92 elementos era el número 61. Y éste salió a luz
de una manera enteramente distinta. No se produjo de una forma deliberada, sino como un
resultado más del descubrimiento de la fisión nuclear.
Después que Chadwick encontrara el neutrón, en 1932, los físicos se percataron al instante
de que constituía un precioso instrumento para la investigación de los núcleos atómicos y tal
vez para formar nuevos elementos. Como partícula sin carga, no sería repelida por los
núcleos cargados positivamente.
Uno de los primeros en empezar a bombardear núcleos con neutrones fue el gran físico
italiano Enrico Fermi. A mediados de la década de 1930, Fermi y sus colegas de Roma
llevaron a cabo muchos experimentos con neutrones. Entre otras cosas bombardearon
uranio con partículas alfa, con la esperanza de crear elementos más allá del uranio. Creían
que sucedería algo así al hacer esto, pero no pudieron demostrarlo. En realidad,
consiguieron algunos productos que les desconcertaron a ellos y a los demás físicos durante
varios años.
El resultado de este misterio constituye ahora una historia familiar: cómo Otto Hahn, en
Alemania, descubrió que uno de estos productos era el bario, un elemento de sólo la mitad
de peso que el uranio; cómo su antiguo compañero, Lise Meitner, que había escapado a
Suecia huyendo de los nazis, llegó a convencerse de que el bombardeo del neutrón había
escindido el átomo del uranio en dos («fisión del uranio»), y se apresuró a publicar su
revolucionaria conclusión; cómo Fermi y otros físicos., muchos de ellos refugiados en
Estados Unidos huyendo de las dictaduras europeas, llegaron al fin a producir una fisión de
reacción en cadena y la bomba atómica.
El punto que nos interesa aquí es el de que la fisión del uranio produjo docenas de diferentes
«productos de fisión», muchos de ellos nuevos isótopos que no habían sido conocidos
anteriormente. Y, en 1948, tres químicos del «Oak Ridge National Laboratory» —J. A.
Marinsky, L. E. Glendenin y C. D. Coryell— encontraron el elemento número 61 entre los
productos de fisión. Tal y como los químicos habían sospechado, todos los isótopos del
elemento demostraron ser radiactivos; el más longevo tenía una vida media de sólo 30
años. No era de extrañar que no hubiese sido encontrado en la naturaleza...
Los descubridores llamaron a este elemento «promecio», por Prometeo dado que había sido
creado en el cálido fuego del horno nuclear.
Y así quedó cubierto el último hueco de la tabla periódica. Pero el promecio no constituyó el
final de la búsqueda de los elementos.
MÁS ALLÁ DEL 92
A fin de cuentas, el noventa y dos no era el límite. Fermi, que pensó que había construido el
elemento número 93 y lo denominó «uranio X», no se había equivocado del todo. Su mezcla
de productos del bombardeo del uranio incluía al elemento 93, aunque no pudo identificarlo.
En 1940, Edwin M. McMillan, de la Universidad de California, descubrió trazas de un
elemento en los neutrones bombardeados del uranio, que pensó que debería tratarse del
número 93. ¿Qué clase de elemento sería? En el séptimo período de la tabla periódica, el
actinio (elemento 89) era conocido por ser químicamente similar al lantano. ¿Significaba
esto que comenzaba una segunda serie de elementos de tierras raras, como las del lantano
siguiente? Y si era así, el actinio, el torio, el protactinio, el uranio y el elemento 93 serían
todos metales de tierras raras.
La química de estos elementos no era muy bien conocida en aquella época. La única cosa
con la que los químicos debían proseguir, consistía en que alguna de las propiedades del
uranio parecían asemejarse a las del tungsteno. Esto significaría que el uranio no era una
tierra rara. Y si el uranio seguía a continuación del tungsteno en la tabla, entonces el
elemento 93 sería parecido al renio, el elemento que seguía al tungsteno en el sexto
período.
McMillan pidió a Segrè que analizase su muestra de «elemento 93». Segrè averiguó que no
se parecía al renio, sino que era más bien una tierra rara.
McMillan y su ayudante, Philip Abelson, muy pronto estableció que su sustancia era
definitivamente el elemento número 93. McMillan lo llamó «neptunio», por Neptuno, el
planeta más allá de Urano, del que el uranio había recibido su nombre.
McMillan tuvo que abandonar su trabajo a causa de la guerra y dejó sus investigaciones a
cargo de Glenn Theodore Seaborg, en California. Seaborg muy pronto descubrió que el
neptunio radiactivo daba origen a otro elemento nuevo: el número 94. Cuando el neptunio
se desintegraba, emitía un electrón de su núcleo, y uno de sus neutrones se cambiaba a
protón. Esto elevó el número de protones de 93 a 94, por lo que se convirtió en un nuevo
elemento. El elemento fue denominado «plutonio», por Plutón, el planeta situado más allá
de Neptuno.
Tanto el neptunio como el plutonio se comportaban químicamente igual que las tierras raras,
confirmando el que los elementos que comenzaban con el actinio deberían formar una
segunda serie de tierras raras. Para distinguir a las dos series, el primer grupo (que
comenzaba con el lantano) fue conocido como los «lantánidos», y el segundo grupo como
los «actínidos».
El isótopo del neptunio de vida más larga, con un número másico de 237, tenía una vida
media de un poco más de dos millones de años. Ya no quedaba ninguna traza detectable del
neptunio originariamente presente en la tierra. Pero pequeñas cantidades del mismo debían
de formarse, continuamente, a través de los neutrones de rayos cósmicos que incidían sobre
el uranio en el suelo y en las rocas. Efectivamente, trazas de estos elementos han sido
detectadas en las menas de uranio.
Si el neptunio y el plutonio podían fabricarse artificialmente, ¿por qué no producir más
elementos transuránicos? Bajo la dirección de Seaborg, el grupo de California estableció un
programa sistemático para ver cuán lejos podían llegar. Bombardearon cada elemento
transuránico, sucesivamente, hasta formar otros con números atómicos superiores. El
trabajo no resultaba sencillo, y se hacía más difícil de un elemento a otro. Las vidas medias
de los sucesivos elementos eran cada vez más y más cortas, y, por tanto, resultaba cada
vez más difícil recoger suficiente cantidad de cada elemento para poder fabricar el siguiente.
En 1944, Seaborg y dos de sus ayudantes, R. A. James y L. O. Morgan, tuvieron éxito en
conseguir el elemento 95 al bombardear el uranio con partículas alfa. Dado que el 95 se
parecía al europio en la primera serie de tierras raras, lo denominaron «americio», por
América.
Más avanzado aquel año, Seaborg, James y A. Ghiorso rastrearon el elemento 96, esta vez
bombardeando el plutonio con partículas alfa. Como colega del tierras raras gadolinio
(llamado así por el cazador de elementos Gadolin), el número 96 fue denominado «curio»,
por los Curie.
En 1949, Seaborg, Ghiorso y S. G. Thompson anunciaron que, tras bombardear el americio
con partículas alfa, habían formado el elemento 97. Al año siguiente, esos tres operarios y
K. Street fabricaron el número 98 al bombardear el curio con partículas alfa. En honor del
lugar en que estos elementos se estaban descubriendo, los números 97 y 98,
respectivamente, fueron llamados «berquelio» (por Berkeley, la ciudad universitaria) y
«californio».
Los siguientes elementos aparecieron tras la terrorífica explosión de la primera bomba de
hidrógeno, en 1952. En los restos de la explosión, los científicos detectaron trazas de lo que
parecían ser los elementos 99 y 100. Dichos elementos fueron más tarde obtenidos en el
laboratorio y anunciados en 1955.
Al bautizarles, los descubridores decidieron conmemorar a Albert Einstein y a Enrico Fermi;
el elemento 99 fue denominado «einstenio» y el número 100 se llamó «fermio».
En 1955, un equipo de químicos, entre los que se incluían Seaborg y Chiorso, bombardearon
el einstenio con partículas alfa y produjeron unos cuantos átomos del elemento número 101.
El mismo, al fin, fue denominado «mendelevio», en honor de Mendéleiev.
En 1957, los equipos de químicos de los Estados Unidos, Gran Bretaña y Suecia, informaron
del aislamiento del elemento número 102. Debido a que parte de la tarea se había llevado a
cabo en el «Instituto Nobel», en Estocolmo, fue denominado «nobelio».
En 1961, un equipo norteamericano obtuvo el elemento 103 y sugirió que se llamase
«laurencio», por Lawrence, el inventor del ciclotrón.
El laurencio acabó de redondear la serie de tierras raras. Los científicos siguieron en busca
del elemento 104, esperando confiadamente que se pareciese al hafnio, el primer elemento
después de los lantánidos.
En la tabla 23 relacionamos los elementos artificiales. Naturalmente, todos ellos son
radiactivos. No podemos asignarles verdaderos pesos atómicos porque no se presentan en la
naturaleza y no es conocido todavía ninguno de sus posibles isótopos.
Así, pues, en el momento en que se escribe este libro, la lista de elementos conocidos
asciende a 103. Su disposición en la tabla periódica se muestra en la tabla 24. (Por lo
general, la tabla periódica se escribe con los períodos transcritos horizontalmente y las
hileras de una forma vertical, pero lo hemos hecho de otra manera, con el fin de tener
espacio para escribir los nombres completos de los elementos, en vez de sólo sus símbolos.
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